La explicación habitual que solemos leer del realismo internacionalista es que los cambios en la estructura internacional ocurren solo dependiendo de ella y no al nivel de las unidades de estudio, o sea, los Estados -y mucho menos, al interior de ellos. Sin embargo, tres de los cuatro cambios más importantes que se produjeron en el espacio soviético y postsoviéticos de los últimos 30 años han sido producto de modificaciones sustanciales en los liderazgos internos tanto de la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), de Rusia y Ucrania, así como de sus percepciones respecto a las conductas de los demás en la arena internacional.
En efecto, tanto Mijaíl Gorbachov en 1985 como Vladimir Putin en Moscú, en las postrimerías de 1999, y sobre todo Poroshenko en Kiev, hace ya cinco años, han sido los artífices de movimientos cataclísmicos que sacudieron la fisonomía de sus respectivos sistemas políticos y, por ende, la de su región, en particular, y Europa, en general.
Detengámonos por un momento en la crisis ucraniana, iniciada en el invierno de 2013-2014. Mientras las relaciones entre Rusia y Ucrania fueron relativamente pacíficas, desde 1992 hasta 2004, cuando los tándems Kravchuk-Kuchma-Yanukovich desarrollaron una fluida vinculación de neto corte conservador y oligárquico con el Kremlin, pero, primero, la "Revolución Naranja", frustrada por las propias desavenencias de la élite ucraniana y, luego, una década más tarde, el Euromaidán, la interrumpieron definitivamente. Hoy, tanta hostilidad y rusofobia de los grupos de extrema derecha que se cobijaron en el gobierno interino emanado de las calles como el del oligarca Poroschenko, Ucrania es percibida por los rusos como una nación que está perdida, alejada del redil civilizatorio ruso, sobre todo después de la reciente ruptura de la Iglesia Ortodoxa.
Sin embargo, el "cisne negro" apareció en la última elección presidencial. Aquello que se presentaba a fin del año pasado como un nuevo conflicto entre Poroschenko, quien, munido de un discurso nacionalista, buscaba la reelección, y Yulia Timoshenko, la ex premier liberal y europeísta, con un electorado mermado por la exclusión de un 15% de votantes provenientes del sudeste en guerra civil, la Crimea rusificada, los siete millones de emigrados a Alemania y la denostada Rusia, terminó siendo frustrado por una tercera figura, que nadie preveía.
Sostenido por otro oligarca, el actor cómico que personificaba presidentes, apartándose de todo relato belicista, Volodymyr Zelenskiy, apeló a la esperanza de un futuro mejor, atrayendo a millones de jóvenes que estaban derrumbados, y logró construir así una mayoría que estuvo cerca de impedir todo ballotage a fines de marzo. La posibilidad cierta de que Zelenskiy haga frente a la campaña del miedo que articula un resignado Poroschenko y disimule con éxito a lo Trump las acusaciones de que es un títere encubierto del Kremlin, podría generar de manera rápida un nuevo cambio sustancial en el vínculo con el sudeste y Moscú, dejando desairados a los ultras.
Pronto, la situación de descongelamiento podría allanar el camino a que la Unión Europea –hoy urgida por otros temas más acuciantes como el Brexit– se vea descomprimida y permita un acuerdo directo entre Kiev y Moscú, que desactive el conflicto con el sudeste, genere un cambio constitucional para permitir el federalismo que Poroschenko resistió de modo caprichoso y devuelva la confianza deteriorada entre las sociedades rusa y ucraniana. Solo de esa manera, fruto de un cambio político interno que detonó Kiev, Moscú podría acceder a que Ucrania algún día integre "el club de Bruselas", si es que este sigue existiendo en el mediano plazo, aunque nunca de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
El autor es doctor en Relaciones Internacionales (UNR), integrante del Grupo Eurasiático del CARI y profesor de Política Internacional.