Anatomía de otro instante: la Pascua de 1987

Aldo Rico en Campo de Mayo durante el levantamiento carapintada

El Domingo de Pascua de 1987 finalizó la rebelión militar de los carapintadas que encabezó Aldo Rico. Fue tras 100 horas de incertidumbre y gracias a que el presidente Raúl Alfonsín asumió el riesgo personal de trasladarse a Campo de Mayo. Será el primero de tres levantamientos, su administración pagará caro la decisión de impulsar el Juicio a las Juntas. Hecho inédito de digestión lenta para una oficialidad que vivía subida al mito de haber ganado "la guerra contra la subversión".

Los políticos, la Iglesia, el empresariado, las organizaciones estudiantiles y la CGT le dieron la espalda a la tentación golpista. Por primera vez, todos juntos. El Congreso, las declaraciones multisectoriales y las plazas principales de todo el país lo certifican.

El miércoles previo los medios hablaban del ascenso de Deportivo Armenio a la A y Quilmes a la B Nacional. También del exministro José López Rega, quien ya preso se negó a declarar. Y algunos alertaban acerca de la participación de Ramón Camps en "recientes atentados". Este último dato habla de la trama que se estaba gestando.

El líder británico Winston Churchill dijo: "La democracia es el sistema político en el cual, cuando alguien llama a la puerta de calle a la seis de la mañana, se sabe que es el lechero". Y el ring insistente del teléfono que despertó a Alfonsín, entre las 3 y las 4 de la madrugada del jueves, nada bueno podía anunciar. Su secretario general, Carlos Becerra, era quien llamaba desde la Casa Rosada.

En Asalto a la ilusión, Joaquín Morales Solá dirá de Becerra que era, entre los colaboradores del Presidente: "El más sereno y reflexivo y el menos ostentoso de todos ellos. Vio a Alfonsín dormir en su casa de Córdoba, cuando él era un niño, y también lo vio padecer las desventuras del poder, cuando ya era uno de sus hombres de confianza".

Esa noche un oficial del Ejército de origen radical que integraba el Regimiento 14 de Infantería en Córdoba avisó que "El Nabo" Barreiro se había autoacuartelado. Los cordobeses conocían su historia, había sido uno de los protagonistas de la represión ilegal en La Perla. Las tapas del jueves anunciarían la inmediata respuesta: "Fue dado de baja".

"Lo impuse de toda la información que teníamos, de la envergadura del problema; y él se vino de inmediato de Chascomús. Ya teníamos conocimiento desde varios días antes, que algo se estaba tramando", reconstruye Becerra y agrega: "La verdadera actitud patriótica y valiente de Alfonsín es cuando decidió quedarse en la Casa de Gobierno, ordenar al Regimiento de Granaderos la defensa de la Casa y disponerse a resistir". "Quienes allí estábamos habíamos tomado la decisión personal de acompañar al Presidente hasta las últimas consecuencias, no ignorábamos las dificultades que teníamos que afrontar y presumíamos que el desenlace podía ser cruento", confiesa hoy, a 32 años de aquellos días.

Como en ese instante que narra el español Javier Cercas "en que Adolfo Suárez permaneció sentado en la tarde del 23 de febrero de 1981 mientras las balas de los golpistas zumbaban alrededor en el hemiciclo del Congreso de los Diputados y todos los demás parlamentarios —todos menos dos: el general Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo— buscaban refugio bajo sus escaños".

La crónica y la épica de un gesto, la decisión mínima que se vuelve máxima. Probablemente en ese instante del jueves a primera hora en que resolvió instalarse y ordenó defender la Casa de Gobierno esté el cambio de la matriz cultural argentina. Hasta Alfonsín, éramos un mix de dictaduras con interrupciones democráticas. A partir de allí, Argentina y la región se abrazaron a esta democracia que perdura.