La última intervención cívico-militar

El 24 de marzo de 1976 se consumó el sexto, último y definitivo golpe de Estado cívico-militar en nuestro país. Sin duda, el más anunciado de todos. Tanto fue así que semanas antes, por ejemplo, el diario estadounidense The New York Times había comentado: "Parece inevitable que las Fuerzas Armadas perpetren un golpe de Estado (…) con el objeto de deponer al imprudente e ineficaz gobierno de María Estela Martinez de Perón".

Salvo excepciones, los referentes del quehacer nacional tuvieron una actitud ambigua sobre la defensa del sistema democrático. El mal gobierno de entonces y la violencia subversiva fueron excusas. Hasta conspicuos militares golpistas reconocieron que nada impedía eliminar el atroz, demencial y criminal terrorismo contra el Estado –desatado por organizaciones irregulares armadas, principalmente el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y Montoneros-, con el gobierno constitucional de entonces.

Las Fuerzas de Seguridad y Policiales no habían sido superadas, y las citadas organizaciones si bien no estaban derrotadas; estaban diezmadas y su operatividad sensiblemente afectada.

La causa principal del Golpe fueron las ambiciones de poder de los altos mandos militares, secundados por grupos de presión y sectores del poder económico que se beneficiaron con el capitalismo prebendario impuesto. En esa concepción, Arturo Pellet Lastra calificó a la dictadura de "netamente oligarca, tan vulnerable a las presiones del poder externo como implacable en la represión de la guerrilla".

A diferencia de los golpes de Estado anteriores, ese entonces nuevo plan sistemático, concebido por los altos mandos, era depurar nuestro país mediante una forma de extrema eugenesia, que incluía la eliminación de todos aquellos que eran calificados como irrecuperables, a saber: obreros, estudiantes, empleados, docentes, políticos, sindicalistas, periodistas, diplomáticos, religiosos, deportistas y militares. Emplearon deleznables procedimientos: desaparición forzada de personas, torturas, asesinatos, violaciones sexuales, ejecuciones clandestinas, robos de bebes, privación ilegítima de la libertad y saqueo de propiedades.

Se marginó toda la fuerza que emanaba del orden jurídico vigente y elementales principios morales, éticos y religiosos. Los altos mandos militares, con dominio del hecho y poder de decisión, no asumieron su responsabilidad y la deslizaron en sus subordinados. Un ejemplo de ello y de extrema cobardía fue el del general Carlos G. Suarez Mason, que se fugó a los Estados Unidos; antes había expresado reiteradamente: "Pasaran por mi cadáver antes de tocar a un subordinado mío por lo actuado". Gran parte de la sociedad no advertía que estaban aceptando una dictadura como un mal menor, pero que no resguardaría elementales derechos humanos tales como la vida, la libertad y la propiedad, e impondría un terrorismo de Estado. Sin duda un mal mayor.

Los procedimientos represivos respondieron a la denominada Doctrina Francesa, aplicada y derrotada en Indochina (Vietnam 1954) y Argelia (1962). Se estableció un sistema de represión feudalizado, concebido en zonas, subzonas y áreas, en las que cada comandante tenía carta blanca para ejecutar con total autonomía el plan represivo, contando con lealtades faccionales de sectores minoritarios de las Fuerzas Armadas. Ello fue favorecido—por comisión u omisión– porque quien presidía la dictadura, Jorge R. Videla, se identificaba por su falta de carácter, firmeza en el ejercicio del mando, ausencia de carisma y liderazgo y, además, era irresoluto.

Esto fue explotado por sus altos mandos subordinados y por su par en la Junta Militar, Emilio E. Massera. Este se burlaba de Videla a quien calificó de "incapaz, débil e indeciso". Massera poseía un incontrolado apetito de poder, y fue el símbolo del sistema instaurado de impunidad e ilegalidad, del terror, y de la violación sistemática de la juridicidad.

Videla y Massera invocaban con frecuencia que obraban acorde con el sustento de los preceptos cristianos, pero olvidaron que matar en nombre de Dios es una blasfemia. Es al decir del cardenal Bergoglio: "Ideologizar la experiencia religiosa (…) y el endiosamiento del poder en nombre de Dios".

Sentado lo que precede, tal como lo hecho en tiempos pretéritos, reitero una vez más que constituyen violaciones a los derechos humanos las acciones u omisiones que afectan los derechos fundamentales de las personas, independientemente de quien los cometa. Así, no es necesario destacar, por su obviedad, que décadas después, la persecución penal se efectivizó, exclusivamente, sobre los servidores públicos, excluyéndose, por cierto en forma arbitraria, a los miembros de organizaciones irregulares armadas.

Se investigaron y condenaron penalmente los hechos criminales cometidos con posterioridad al 24 de marzo de 1976. Hubo hechos reprochables perpetrados por las organizaciones irregulares armadas, con anterioridad y durante un gobierno constitucional. Entre ellos: los cruentos intentos de copamiento -por el ERP- a la Guarnición Militar Azul en enero de 1974, al Regimiento de Infantería de Monte 29 de Formosa –por Montoneros- en octubre de 1975 y al Batallón de Arsenales 601 del Ejército en Monte Chingolo (en el Gran Buenos Aires)—por el ERP—en diciembre de 1975. La dirigencia política de entonces no puede eximirse de reponsabilidades por aquellos hechos anteriores al golpe cívico-militar.

Las Fuerzas Armadas aprendieron la dura lección de la historia, y como ciudadanos de uniforme, desde la última década del siglo pasado internalizaron culturalmente la subordinación al poder civil y el respeto irrestricto por la Constitución Nacional, por las leyes de la República, por la esencia de los valores democráticos y de los derechos humanos.

Intentar una definitiva reconciliación que nos conduzca a la ansiada concordia por el pueblo argentino aún es una deuda pendiente, como así también el mea culpa de quienes con su conducta ofendieron a la humanidad.

El autor es ex Jefe del Ejército Argentino. Veterano de la Guerra de Malvinas y ex embajador en Colombia y Costa Rica