El pueblo judío es un pueblo privilegiado. En los comienzos de su historia oral dicen los textos que fue designado para ser portador del monoteísmo, ingente tarea en un mundo panteísta y adorador de imágenes.
Ese concepto abstracto, no era una persona ni tenía imagen, ni siquiera tenía nombre, era EL-NOMBRE, constituyó el eje alrededor del cual se desarrolló su misión y su cultura. La extraña idea del Dios único traída por estos pastores nómades fue sostenida durante siglos y siglos hasta que un grupo de judíos crearon su coto propio y la transformaron lo suficiente como para llamarse de otra manera.
Lo que sigue es conocido. A la religión del padre le siguió el cristianismo, la religión del hijo, luego el islam, la religión de los cuñados (sunitas, los descendientes de Mahoma y chiitas los de Alí, el yerno de Mahoma). La cristiandad y el islam se lo tomaron a pecho y difundieron, en sermones y exhortaciones y también a capa y espada, la extraña idea del monoteísmo que los esforzados pastores habían sostenido persistentemente aún cuando el contexto de múltiples divinidades e imágenes les era tan adverso. Era una carga pero habíamos sido elegidos para eso.
Pasado el Holocausto, que nos puso en el centro de la guerra contra los judíos emprendida por el nazismo y exterminó a un tercio, hoy los judíos tenemos el renovado privilegio de estar en el centro de polémicas, acusaciones y protestas.
Es encomiable y regocijante que tanta gente en la izquierda progresista y en la derecha fascista se preocupe tanto por los palestinos, a los que sus dirigentes no dejan salir del desgarrador status de refugiados perpetuos. Esa preocupación habla muy bien de la humanidad, de la mirada ética, de lo mejor que tenemos las personas interesadas por el prójimo. Pero en su honda y genuina preocupación simplifican un tanto el cuadro y lo reducen a buenos y malos, perpetradores y víctimas, débiles y poderosos. Es tanta la defensa que hacen del victimizado pueblo palestino que no ven, o ven pero dejan de lado, que es un peón en un juego que lo trasciende, un juego de codicia y poder en el entramado geopolítico que excede en mucho a la dicotomía construida con una narrativa tendenciosa.
Ambos pueblos sufren sus consecuencias durante las últimas siete décadas. Los refugiados palestinos usados como escudos, mantenidos en la transitoriedad, azuzados para odiar por un lado y los residentes israelíes que, además de tener sobre sí la constante amenaza de la destrucción de Israel como estado, viven diariamente el terror de los atentados tanto con cuchillos caseros como con misiles altamente desarrollados.
El argumento sobre simplificado señala a Israel como el perpetrador del pueblo palestino y a éste como su víctima propiciatoria. Nada se dice ni se sabe ni se quiere sugerir acerca de los intereses en juego en la dirigencia palestina que medra con el estado de victimización de su pueblo y que no le interesa modificar. Hay muchos negocios allí. Para mantener el statu quo es preciso que el pueblo palestino se mantenga unificado y acepte a esa dirigencia corrupta. La instalación del enemigo común logra esa unidad. Se logra, igual que lo hizo todo estado totalitario y el nazismo, con una eficaz escuela de odio cuyo objetivo es la destrucción del Estado de Israel.
La política de los gobiernos de Israel puede ser criticada, y de hecho lo es, especialmente por sus propios ciudadanos, porque es el único Estado democrático en el Medio Oriente. Pero oponerse a su política, ¿justifica su total aniquilación como país?.
Confío en la humanidad de los reclamos y espero que los mismos que se muestran tan preocupados por lo que sucede en aquel distante lugar del mundo, miren también lo que sucede en otras partes y se pronuncien con la misma energía y a viva voz en contra de asesinatos, injusticias y perpetraciones como con las de los cristianos y los kurdos masacrados en Siria, y, por mencionar solo unos pocos sitios más, lo que sucede en Turquía, Zimbabwe, China, Pakistán, Arabia Saudita, Bielorrusia y siguen las firmas.
Ésos y tantos más son sitios en los que la población sufre condiciones inauditas pero, aparentemente, ninguno de esos lugares y pueblos les resultan suficientemente atractivos como para protestar o no les despierta una irrefrenable ansia liberadora. La acusación a Israel es una obsesión que, en vista de tanto ataque a otros pueblos, resulta difícil de comprender a menos que se lea desde el viejo prejuicio anti judío que aún sigue vigente en la cultura occidental.
O sea que seguimos siendo el pueblo elegido y ser elegido tiene sus "privilegios". Nos eligen quienes arguyen que no deberíamos existir y nuestro triste "privilegio" es ser el único país en el planeta que debe seguir luchando para seguir con vida.
Es tan fuerte la judeofobia ancestral que no pueden dejar de mirarnos, vernos y acusarnos de cualquier peste negra que asole la Tierra. Y no resiste el menor análisis eso de que "no soy antisemita, soy antisionista". Acusar a los judíos vende, asegura atención, centimetraje periodístico y difusión en las redes sociales. Jews are news. Siempre