El 21 de marzo ha sido instituido por la Organización Mundial de la Salud como el Día Mundial del Síndrome de Down y constituye una oportunidad propicia para la reflexión sobre qué hacemos y qué respuestas damos, pero no me refiero solo a las políticas públicas de un Estado que se ocupa de sus ciudadanos, sino también a nuestras propias actitudes, muchas veces nacidas del prejuicio y la indiferencia.
Pareciera que como el descubrimiento de este síndrome data del siglo pasado, estuviera todo dicho y no existieran posibilidades de avanzar más en el campo científico. No obstante, los desarrollos en el conocimiento nos demuestran de manera cotidiana que siempre se puede seguir avanzando, motivados por el desafío que significa mejorar la calidad de vida y la salud de las personas, garantizar sus derechos y su dignidad.
Esta mirada que me impulsa siempre como médico comprometido con la ciencia y con la salud pública pude encontrar en oportunidad de mi visita a la Fundación Jérôme Lejeune, por quien fui invitado a participar de la Marcha por la Vida que se realizó en París, el 20 de enero del corriente año. Una marcha caracterizada por la heterogeneidad de una masiva concurrencia que se encontraba en una convicción compartida: la defensa de la vida en todas sus etapas.
La fundación lleva el nombre de quien, en el año 1958, descubrió las causas genéticas de la trisomía 21, y quien asumió el enorme desafío de gestar un camino de investigación científica con un anclaje ético de respeto profundo por la vida y la dignidad de las personas.
Es esta combinación de excelencia científica y académica profundamente arraigada en los valores que le dan sentido lo que signa la fecunda labor que realiza la institución que trasciende los límites de su país.
En Argentina contamos con grandes avances en las políticas de inclusión para las personas con síndrome de Down, pero la eficacia de las políticas no solo depende de la voluntad del Estado, sino también de una concepción compartida por una sociedad que respeta a las personas en su vida, sus derechos y su dignidad, sin distinción de ninguna naturaleza.
Esta concepción es la que impulsa la acción colectiva de miles de personas, de organizaciones, de asociaciones, que a lo largo y a lo ancho del país cada día trabajan con la conciencia del valor indiscutido de la vida de las personas, y de sus derechos más allá de cualquier condición.
Porque vivimos en sociedad y, como tal, tenemos una responsabilidad individual hacia lo colectivo que tiene que ver no solo con resolverle un problema a otro, sino también con generar las condiciones para ponerlo en un camino que le asegure un proyecto de vida dotado de sentido y de oportunidades.
A veces con nuestra indiferencia levantamos muros que nos dejan cautivos de nuestros propios prejuicios e incapacitados de ver a la persona, a lo que puede, a lo que hace, a lo que dice y a lo que siente. Ciertamente nos sorprenderíamos.
Quizás lo mejor que podemos hacer en este día, mañana y en cada día, es recurrir a una sabia y antigua consigna, pero no por ello menos eficaz, que es la de ponernos en el lugar del otro. Seguramente esa mirada solidaria nos enaltecería como sociedad, porque estaríamos pensando un presente y un futuro en el que estamos todos incluidos.