Mauricio Macri ama el fútbol. Por eso fue a los gritos, para la tribuna y sólo para la local.
El discurso de apertura de las sesiones ordinarias del congreso es el mensaje más importante que debe da un presidente en sus funciones. No sólo porque lo dice la Constitución (en estos tiempos, para muchos un detalle y así nos va) sino porque en todas las democracias del mundo se respeta como el clímax de una gestión. En todos los países democráticos. Siempre, sin discusión. Mauricio Macri, como muchos de su antecesores, no hizo honor a esa carga pública.
Con perdón del anacronismo, cito el artículo 99 de la carta magna que dice que el presidente debe dar "cuenta en esta ocasión del estado de la Nación, de las reformas prometidas por la Constitución, y recomendando a su consideración las medidas que juzgue necesarias y convenientes". En suma, debe decir, esencialmente, qué país quiere hacia el futuro y qué país dejó en su año anterior de gestión, si la tuvo.
Mauricio Macri decidió que la Constitución y la tradición republicana eran un detalle. Hizo cualquier cosa, menos un discurso "de la nación". Empezó su campaña electoral, habló para la tribuna y, en sintonía para el fútbol argentino, para la hinchada local.
Sería bueno analizar el fondo de su discurso antes que sus formas. El caso es que el mensaje de sustancia tuvo poco.
Los datos expresados parecían, por una parte, los spots publicitarios con los que el poder ejecutivo promueve su gestión e, inexplicablemente, erróneos por el otro. Las Pyme no crecen, como dijo el Presidente. Se cierran. El desempleo no se sostiene. Su propio INDEC acaba de anunciar la pérdida de 192 mil puestos de trabajos. Las autopistas que anunció construidas no existen, salvo en los planos. Y así.
Sin embargo, sería un error bucear en análisis de fondo porque Macri no tuvo voluntad de hablar "de las cosas" hechas o por hacer como se espera de un discurso de la nación. Su intención fue marcar, en las formas, qué hará en sus próximos 10 meses como presidente.
¿Pero no notaste la autocrítica que hizo?, me preguntó un diputados del PRO. Si por autocrítica se entiende reconocer el error, la metida de pata, la pifia propia para corregirlo y desandar el camino que provocaron el fallo negativo, claro que no. La tormenta fue ajena, en el mundo no propio pasaron cosas y, sobre todo, a pesar de la inflación 5 veces superior a la prometida en esa misma poltrona y el triple error en el pronóstico del crecimiento, "sentamos los cimientos para el cambio". O sea: yo no fui y seguimos por el mismo camino. Huele poco a autocrítica.
Lo que sí vale la pena es ver las formas. "Tono sostenido y seguro en sus palabras", dijeron algunos. "Con energía", otros. Casi a los gritos, retando y enojado, parece más adecuado para describirlo . El Presidente salió a pelear, sin la menor intención de consenso. Vino a decir que, en campaña, porque fue el discurso de un candidato en campaña y no el del primera magistrado institucional, es a matar o morir. La unión de los argentinos proclamada hace 4 años se transformó en "yo estoy acá por el voto de la gente" (cosa que nadie duda) y un sostenido discurso de "es conmigo o en mi contra".
Su tono cuasi de grito (en momentos, sin el cuasi) fue para sus partidarios, energía. Con algo de distancia, lució como enojo. Con la realidad que no es la que él piensa (la realidad tiene esas cosas: es lo que es), con los opositores, porque hicieron todo mal y con sus críticos porque no entienden que él está ahí en representación del único camino posible. La realidad es y los caminos únicos son patrimonio de los obcecados o de los que no saben ver. ¿Y la oposición? En anverso de esa misma moneda de obcecación y astigmatismo, eso también es cierto.
El discurso de la nación debería ser la expresión del sueño del máximo funcionario de un país. Un sueño. Un deseo. Una aspiración. Grande, profunda. Como muchos de sus antecesores, Macri mostró voz en cuello, enojo, tono compadrito para los que innecesarios desbordes de algunos que se sentaban en las bancas peronistas y el diseño de una sucesión de palabras con voluntad performática, esto es, de crear realidad aunque las cosas muestren lo contrario. ¿El sueño? Ganar la elección. Legítima aspiración pero que no le llega ni a los talones de la aspiración estratégica de cualquier nación.