El periodista había llegado a Madrid el 5 de febrero de 2002, huyendo del infierno de 2001 en Argentina. Tuvo suerte y al mes, ya editaba una revista de lujos y moda. Así, cambió el motelito de Concepción Arenal, a una cuadra de Gran Vía, por un lindo dos ambientes en la calle Pensamiento 9, entre Infanta Mercedes y Bravo Murillo.
Todavía le quedaban dólares. Feliz, fue a sacar una cuenta de extranjero en el BBVA del barrio Tetuán, cerca del Metro. Llevaba esos billetes como un tesoro. Más que eso, eran su seguro de vida. El gerente del banco tenía puesta su sonrisa profesional. Le duró poco.
‒Buenas tarde. Vengo a abrir una cuenta corriente de extranjero.
‒Ningún problema, hombre. ¿Argentino, verdad? Menudo mogollón se armó en su país, ¿verdad?
‒Ni me hable. ¿Me los puede cambiar a euros, por favor?
El rostro del gerente perdió toda luz. Fijó su mirada en esa ensalada de papel verde y dijo:
‒¿Qué me da usted?
‒¿Cómo que le doy? Dólares. Tres mil dólares.
‒¿Y cómo sé yo que son dólares?
‒¿Cómo cómo sabe? Mírelos. Esta es la cara de Franklin, aquí está la firma del Tesoro, el número de serie. Son… dólares. ¿Qué van a ser?
El gerente jamás prestó atención al didáctico relato del exiliado económico del 2001, con su dedo índice como puntero para señalar lo que para él eran evidencias irrefutables. Ni lo miraba. De pronto tomó el puñado de billetes del escritorio y lo alzó, para mostrárselo a un colega, sentado a unos diez metros.
‒¡Oye, ven por favor! ¿Tú sabes si éstos son dólares o qué?
Nadie reconocía esos flamantes billetes cobrados el 30 de noviembre de 2001, último día hábil antes del corralito gracias al seguro de un auto robado."¿Pesos o dólares?", dijo el cajero del banco argentino, a 10 minutos de cerrar. "Dame dólares". Y fueron dólares, nomás.
Esos dólares eran los que ahora se agitaban en la sucursal Tetuán del BBVA, junto con el corazón del compatriota exiliado, que era yo, claro. Difícil momento para hablar del dólar en una España shockeada por la desaparición de la peseta y la aparición del euro. Una tragedia. Todos andaban con la calculadora convertidora a mano. No estaban de humor.
Me aconsejaron hacer la operación en la sede céntrica, donde estaban más habituados a tratar con monedas extranjeras. Allí sí los conocían.
‒¡Bastante problema tenemos nosotros con el euro, como para perder la cabeza por cambiar dólares. ¿Qué tienen los argentinos con el dólar? ¿Por qué los obsesiona tanto? ¿Qué tiene que les gusta tanto?
Preguntas de difícil respuesta. Más de una vez, en diferentes países de Latinoamérica, Europa y Asia, la pregunta surgía por necesidad, oficio o costumbre, a ver si hacíamos diferencia con el cambio: ¿A cuánto está el dólar? ¿Está quieto? ¿Puede aumentar? ¿Conviene cambiar en el aeropuerto o hay lugares con mejores precios? ¿Son confiables?
Respuestas según el país, sin excepción:
a) I have no idea about the dollars.
b) Je n'ai aucune idée de la valeur du dollar.
c) Non ce ne frega niente del dollaro.
d) Ich weiß nichts über den Dollar und es ist mir egal.
e) No Brasil pensamos em real, ninguém se importa com o dólar
f) ¡Qué se yo, pana! Sin el dólar se mueren ustedes, ¿no?
¿Cuándo empezó este amor-odio, esta pasión arrebatadora, esa dependencia enfermiza con la moneda de los Estados Unidos?
¿Cuándo surgió semejante unanimidad a la hora de elegir en qué moneda ahorrar para cubrirse de la inflación, en un país que, históricamente, chifla o abuchea cada vez que suena su himno en cualquier puja deportiva o acto multitudinario?
Un país muy creativo en expresiones antinorteamericanas, pero que ahorra en dólares hasta para comprarse una bicicleta. Otra paradoja muy argentina.
La quietud del dólar es siempre aparente. Eso lo saben todos sus amantes. Parece dormir como un boxeador golpeado, pero en cuánto se levanta, agarráte. Te pone nocaut. El dólar, pese a las frases de ocasión ("El que apuesta al dólar pierde", Lorenzo Sigaut, 1981), continúa invicto. Nunca ha perdido una pelea.
Parece cuento pero no: en una época lejana, aquí, el dólar no era nada.
Cuando el presidente Juan Domingo Perón nombró al dólar en un discurso público en 1949, lo hizo para para contestar las críticas de algunos economistas opositores. Se dirigió al gentío que lo escuchaba en Plaza de Mayo y, para minimizar la cuestión, preguntó:
‒A ver… ¿quién de ustedes ha visto un dólar?
Pregunta demoledora, porque la respuesta era: nadie. El dichoso dólar era algo desconocido. El único que ahorraba en dólares en aquellos tiempos era el Banco Central, y vaya si los tenía, bien acumulados en sus arcas. La gente, en general, ahorraba en estampillas, libretas de ahorro y alcancías de ahorro postal, rigurosamente en pesos. Solo algún sobre informado se animaba a los dólares, de puro snob.
La historia, de verdad, empezó en la turbulenta, apasionada, trágica década del setenta.
Sobre todo desde la dictadura de el Proceso en adelante, cuando empezó a considerarse la Cuenta Capital, la balanza de pagos que contabiliza el ingreso y el egreso de fondos especulativos (un deporte nacional) o la inversión extranjera directa (para este caso habría que haber inventado un dólar-Godot), y el endeudamiento externo, otra especialidad de la casa.
Argentina vivía un infierno de sangre mientras la crisis petrolera impulsó el financiamiento del capital global con instrumentos más sofisticados. Los prestamos productivos fueron relegados porque era mucho más negocio dedicarse a endeudar a los países emergentes. La estrella de esa liga era el dólar, o el petrodólar, en su versión más exótica, producto de la crisis de 1973.
El 'Rodrigazo', impulsado por Celestino Rodrigo, aquel ministro de Economía de Isabel Martínez que viajaba en subte y un mal día, el 4 de junio de 1975, decidió una bruta devaluación del 150%, con aumentos gigantes en servicios y combustibles. Los que no se fundieron, trataron de salvar lo que tenían refugiándose, obvio, en el dólar.
Y entonces estalló el amor. Cupido se quedó a vivir, y nos llenó de flechas, aunque no todas en el corazón, digamos. Dólar colchón, dólar empotrado detrás de un cuadro, dólar frasco de mermelada, dólar en esquinas secretas de la City, arbolitos y otros dealers.
‒¿Cuánto está?
‒¿Cuánto querés?
‒¿Qué precio me hacés?
Rodrigo duró 15 días y dejó un tendal. Pasó Bonnani, seis meses de Cafiero y unos días del gordito Mondelli, antes de desastre. Martínez de Hoz anunció su plan el 2 de abril de 1976.
El dólar los sobrevivió a todos. Se convirtió en el dueño de la escena argentina. Tan barato y accesible como para pasear argentinos vírgenes por el mundo repitiendo mil veces "deme dos". International party, mientras se caía la estructura industrial con la furia por los importados.
El dólar era el gran objetivo, el gran salvador. No solo en Argentina.
José Ángel Mantequilla Nápoles, un campeón cubano exiliado que vivía en México donde era ídolo nacional, aceptó enfrentar a Carlos Monzón, el campeón mediano, mucho más alto y más pesado que él, un welter que venía de pesos menores.
La pelea se hizo en París, en febrero de 1974, y la inmortalizó un cuento de Julio Cortázar, La Noche de Mantequilla. Fue posible por la furia de Monzón, luego de una provocación muy pesada de un grupo armado en una noche de Caracas (thriller relatado en forma brillante en Infobae por un protagonista del hecho, el maestro Cherquis Bialo). "¿Miedo yo?", dijo Monzón. "¡Ahora me lo traen a ése Mantequilla, que lo mato!".
Los mexicanos estaban asombrados. Las diferencias físicas y de potencia eran abrumadoras. Temían que Monzón lo lastimase severamente. ¿Por qué lo hacía? Los periodistas se lo preguntaron, solemnes.
‒¿Por qué lo haces, Mantequilla? ¿Por el orgullo? ¿Por la raza? ¿Por la leyenda? ¿Por ser el más macho?
Mantequilla sonrió, meneó la cabeza y disparó, brutal:
‒Nada de eso. ¡Lo hago por esos hermosos billetitos verdes!
Amor. Amor. Amor. Fue paliza, Mantequilla perdió por nocaut técnico en el séptimo, pero se llevó su montaña de billetitos verdes.
El boxeador Floyd Mayweather, que con la sutileza de un mamut se hace llamar 'Money', ama posar en su avión privado con valijas llenas dólares, en un súmmum del mal gusto. Nuestro Chino Maidana, que con él cobró las mejores bolsas de su vida, también hizo su fotito. En fin. Seamos piadosos. Son estilos.
Hay escenas que los extranjeros juzgan surrealistas, aquí en Argentina. Por ejemplo, la típica ama de casa argentina que, de regreso del supermercado, protestando por los constantes aumentos, es capaz de decir, frente a una cámara:
‒El Central compró otra vez, pero el oficial sigue estancado. Todavía da más la bicicleta que el dólar. Yo tengo una platita en plazo fijo a casi 60% y me rinde más. Pero tengo que estar atenta. ¡al menor movimiento chau, me paso al dólar!
El mismo razonamiento hacen los grandes inversores golondrina (que pueden entrar y salir, libres como el tema de Nino Bravo), gerentes que renuevan Leliqs cada semana, y otros jugadores que intentan que lo suyo que no se les licúe fatalmente, entre tanta malaria y caída de consumo.
Nuestra relación de dependencia con el dólar es como esos viejos amantes que viven largas relaciones tortuosas y ‒por fortuna, digo yo‒, se niegan a concretar.
Propuestas oficiales y mediáticas para dolarizar la economía argentina siempre hubo. La primera, en la Conferencia Panamericana de Washington de 1890, iniciada por Grover Cleveland, presidente demócrata e impulsada por su colega republicano Harrison. Querían imponer el dólar en toda la región. La cosa falló por un pelito, gracias al rechazo argentino y el apoyo de Bolivia y Chile. Altri tempi.
Después, las presiones fueron menos oficiosas. Salen a la luz cada 10, o 12 años, cada vez que el país baila tap en la cornisa. O sea, bastante seguido.
Duda cruel I. ¿Por qué en Argentina cualquier devaluación (en argentino, cada vez que 'se dispara el dólar'), siempre se traslada a los precios?
Duda cruel II. ¿Por qué en Brasil, un país vecino, las propiedades se cotizan y venden en reales, los sueldos se pactan en reales y cualquier alteración del dólar no se traslada a los precios?
Para resolver este misterio que no es tal, hay que volver a la década de los '90 al recordado poema surrealista de Domingo Cavallo "1 peso = 1 dólar". Una época en la que muchos nativos, ante la amenaza de la competencia extranjera, vieron la oportunidad de hacerse de una escalera al cielo en dólares, vendiendo sus activos.
El 74% de las empresas argentinas, hoy, son de capital extranjero, hacen sus balances en dólares, le pagan a su CEO en dólares, y se niegan a hacer sus números en una moneda ‒el peso‒ que no es referencia, salvo para el recurso fácil de la bicicleta financiera, alentada por tasas lo suficientemente gordas como para tener quieto al dólar, un rato al menos.
En Brasil solo el 24 % de las empresas brasileñas son de capital extranjero. Por eso allí, para los balances y cualquier tipo de transacción interna, reina el Real.
Los economistas ortodoxos culpan de todo al déficit fiscal, y junto a los simpáticos asesores del FMI obligan al país a una suerte de persecución del horizonte, secando la economía. Lo que se recorta con pasión, no alcanza nunca porque, por lógica, baja la recaudación. Y vuelta a empezar.
A los economistas alejados del neoliberalismo a lo bestia, tan de moda hoy, les preocupa que en Argentina escaseen los dólares. No los hay porque se fugaron, y porque no se pueden producir, debido a la brutal caída del aparato productivo. Esto sí es muy grave y complicado.
No hay dólares, decimos, en un país de donde se han fugado alegremente unos 150.000 millones. A 10 kilos el palito en billetes de 100, una tonelada y media en vuelo. Así nomás, ¡Click!, un toquecito del dedo sobre el mouse. Re cool.
No hay dólares. No tenemos dólares. Nos faltan dólares. No generamos dólares. Y alguna vez, en 2020 o antes, habrá que negociar el pago de los intereses de la deuda con algo más que los préstamos de urgencia de madame Lagarde.
Todo, en dólares.
Necesitamos dólares. Queremos dólares. Tenemos que producir dólares. Todos tenemos 100 dólares en un frasco de mermelada o un rincón del corazón. No alcanza. Es el teorema del bueno Pugliese, el radical que en tiempos de Alfonsín le habló al Mercado "con el corazón" y le contestaron "con el bolsillo". Así son esos muchachos.
Semejante relación de amor-odio, dependencia y obsesión durante casi medio siglo, significa un peso enorme para este país extraño y circular que insiste en chocar con la misma piedra.
Un peso enorme. La cruel paradoja argentina.
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