En el judaísmo y bajo su más temprana ley, acorde con los homiléticos libros Génesis Rabá 46:5 y 13, tomando además como fuente el Génesis 17:10-14 y Reyes I, 14:10, entre otros versículos, el género se constituye binaria y fundacionalmente por la genitalidad de nacimiento como el lugar a partir del cual el ser humano es reconocido como masculino o femenino. Esta ontología biológica innata es enmarcada en un ordenamiento jurídico preceptual, donde el género es habiente de un definido constructo social diferencial con sus respectivos deberes, obligaciones y potestades tanto para el varón como para la mujer. Normativa fortalecida mediante la prohibición bíblica de trasvestirse (Deuteronomio 22:5), y que en casos de hermafroditismo humano o de genitalidad indiferenciada de nacimiento, la Ley judía descubre su género como condición biológica y criterio para la consecuente cirugía reparadora, mediante la vía urinaria.
Pero esta diferencia, lejos de implicar una superioridad o inferioridad de un género sobre otro, respeta la paridad con la cual Dios creó al humano simultáneamente varón y mujer en el Génesis 1:27, para luego en Génesis 2:21-22 detallar la forma en la cual los creó, tal como es explicado talmúdicamente en Erubín 18a; escindiendo uno de sus costados, deviniendo en individuos con sus respectivos sexos. Pero siempre y desde su origen habientes de la misma categoría ontológica frente al Creador. Dicha paridad también es reflejada en la Ley Oral (Oholot 1:8), mediante la descripción constitutiva humana tanto para el varón como para la mujer, habientes en común de 248 partes corporales principales, lista en la cual no se incluyen los órganos sexuales.
Ahora bien, ante la pregunta sobre cuál es la diferencia entre el varón y la mujer, la respuesta en el tratado de Sotá 3:8 se formula en términos de obligación o excepción preceptual dentro del ordenamiento jurídico judío, especificando en Kidushin 1:7 el principio de exención para las mujeres de todo precepto para el cual haya un tiempo definido para cumplirlo, a saber, los rezos matutinos, vespertinos y nocturnos. Pero ello, y en coherencia con la mencionada paridad ontológica frente a Dios, no implica una subestimación de la mujer, dado que el precepto no decreta la obligación o prohibición de determinadas conductas por ser ellas mismas habientes de una importancia intrínseca, sino más bien su significado proviene exclusivamente del hecho que Dios las prescribió. Misma situación ocurre entre los varones, con la mayor cantidad de preceptos a cumplir por parte del descendiente de la casta sacerdotal respecto del común del pueblo de Israel, sin ser por ello el sacerdote superior al común del pueblo. De hecho, el sacerdote no puede ser rey de Israel y viceversa, y la suprema corte rabínica integrada por quienes no pertenecen a la casta sacerdotal juzgan a los sacerdotes y hasta pudiendo sentenciar la pena capital. Esto muestra nuevamente que los preceptos no tienen un valor por sí mismos, sino del hecho que son comandados por una autoridad trascendente. De lo contrario, exceptuar a alguien de su cumplimiento sería discriminatorio, contrariando la primigenia paridad establecida. Es por esto que quien cumpla con un determinado precepto al que no fue comandado no tiene significado religioso alguno, ya que en el sistema bajo el cual rigen no rinde con ello culto a Dios.
Así, en el judaísmo, el precepto, cuya fuente es divina, es el aspecto fundamental de la conducta en pos de su obediencia, y por cuanto no hay diferencia teleológica fundamental entre el varón y la mujer, tampoco existe una superioridad ontológica entre uno y otro. Luego y nuevamente, la exención de la mujer de ciertos preceptos no es una exclusión, sino la determinación funcional de un ordenamiento jurídico, bajo el cual se cumple el mismo objetivo en común de rendir culto a Dios, resultando innecesaria la homogeneización entre ambos géneros o alguna cuantificación proporcional de funciones.
Así, a partir de una paridad ontológica entre la mujer y el varón ante el Creador, no traducida en términos de igualdad preceptual, el judaísmo muestra que solo la autoridad trascendente como fuente de obediencia fuera de toda opinión y cuyo mandato es convertido en máxima de la propia conducta, es aquello que resuelve la relación de paridad más allá de toda representatividad física de ambos géneros en la estructura social u ocupación de cargos, la cual solo puede paliar el menosprecio o incluso a veces pronunciarla dependiendo de las subjetividades de sus constituyentes. Y ello sin tomar en cuenta bajo dicho criterio la necesidad de representación física de cada colectivo distinto en la sociedad. La situación actual en el Estado de derecho donde la valoración de la obediencia a la autoridad trascendente tiende a ser inversamente proporcional al grado de democracia, solo habiente de intereses coyunturales, subjetivos e importancias relativas, y donde la paridad de las personas, en lugar de ser una máxima conductiva, se agota en una representación cuantitativa en determinados posiciones sociales o decisorias, así como en tecnicismos funcionales, no solo degrada y discrimina más aún al acreditado por cupo más que por su capacidad, obliterando también las diferencias específicas de cada género, alienándolos, sino que hace que aquellos espacios pierdan idoneidad o probidad en función de aquella representatividad. En otras palabras, si un determinado organismo debe ser constituido por un cupo mínimo de mujeres o varones, excluyendo por ello los más idóneos y probos para dicha función, más allá de su género y en libre competencia, no importa tanto entonces que, por ejemplo, las cortes de Justicia tomen las decisiones más justas, sino que dicha decisión provenga de una determinada medida proporcional de mujeres y varones, más desde ya, otros colectivos que deben bajo el mismo criterio estar representados en aquellas. Más, si de representación se trata, esta no se logra necesariamente por similitudes biológicas sino por las ideas y su implementación, de lo contrario no existirían las frecuentes coincidencias entre mujeres y varones, o bien divergencias entre varones, así como entre mujeres, en múltiples y diversos dominios tales como política, economía, cultura, sociedad, derecho, etcétera.
Básicamente, la diferencia radica en la atribución del valor al objeto y no a la autoridad trascendente, cuya manda es instrumentada por los individuos entre ellos o en relación con los objetos. Por ello, así como la paridad entre la mujer y el varón no es la cantidad respectiva de preceptos a cumplir por cada uno, sino su respectivo cumplimiento rindiendo de igual forma culto a Dios; tampoco lo será el forzado y degradante cupo mínimo y obligatorio de mujeres o varones en un ámbito o función determinada, sino más bien la idoneidad y probidad de la persona en libre competencia y que, independiente del género, ocupe y se desempeñe en dicha función, logrando un objetivo sociocultural en común.
Concretamente, una axiología fundada en una autoridad trascendente cuya obediencia por parte del humano es un imperativo deóntico sin referencia alguna a ningún propósito extrínseco, y en la cual se establece la paridad de género como máxima conductiva, no puede ser reemplazada por representaciones cuantitativas que no la logran, siendo además y de hecho degradantes e incluso alienando los espacios y sus misiones específicas.
El autor es rabino y doctor en Filosofía. Miembro titular de la Pontificia Academia para la Vida, Vaticano. Premiado con la "Mención de Honor Senador Domingo F. Sarmiento" (2018).