Corría el año 1981. El plan económico de Videla acababa de saltar por el aire junto a la tablita de Martínez de Hoz, y junto con él, la Plata Dulce y el amplio apoyo de la clase media que la Dictadura había gozado hasta entonces. Un grupo de estudiantes terciarios (yo, de educación física; el resto, de diferentes universidades) comenzamos a reunirnos para intentar aportar algo al incipiente movimiento por la vuelta de la democracia que comenzaba a tomar vuelo en esos días. De formación mayoritariamente marxista, nuestro pequeño grupo discutió que además de las actividades que pudiéramos desarrollar (en especial: la colaboración con los organismos de derechos humanos) incluiríamos la lectura de textos para mejorar nuestra formación política. Para la siguiente reunión, cada uno debía presentar su propuesta para el primer libro de lectura comentada y colectiva.
Único estudiante de un profesorado, aceptado con displicente indulgencia por mis amigos universitarios, recibido sarcásticamente al grito de "¡Aquí llega nuestro representante del frente deportivo!", tuve además el tupé de aparecerme en la siguiente reunión con un ejemplar del libro que estaba leyendo por entonces: La tercera ola (1980), de Alvin Toffler. Mi memoria ha olvidado sabiamente los calificativos que recibí durante los tres minutos que les llevó descartar mi excéntrica propuesta. Recuerdo, sin embargo, el argumento central de aquel rechazo: no estábamos ahí para discutir textos de ciencia ficción elaborados por el enemigo imperialista. Faltaba más. De manera que se pasó rápidamente a considerar material de adecuada raigambre revolucionaria entre el cual, después de horas de tensa discusión, surgió un ganador a la altura de guiar nuestros actos en la convulsionada Argentina de esos días: El Estado y la revolución, clarificador y sustantivo texto escrito por el camarada Vladimir Lenin en el año del Señor 1917.
Traigo a la memoria este recuerdo no por rencor, sino porque me parece significativo para describir uno de los males que aqueja a la izquierda hoy en el mundo. No solo el dogmatismo de recurrir a autores sacros que escribieron sus textos en un contexto radicalmente superado, no solo su delirante y suicida sed por los acontecimientos históricos excepcionales, no solo su desprecio por la Modernidad y por su encarnación nacional más visible: los Estados Unidos de América, sino su insuperable tendencia a quedarse atascada en los valores nacionales e industriales -y en las organizaciones políticas y sindicales nacionales- que en el pasado fueron fuente de su poder y legitimidad, y su desprecio por los productos de la revolución tecnológica y por el futuro. Se lo perdieron, a Toffler. Si en vez de aquella bazofia leninista mis amigos -predecesores de la izquierda reaccionaria que campea por el mundo en estos días- hubieran leído La tercera ola hubieran recuperado dos valores centrales que la izquierda, una fuerza democratizante y progresista durante todo el siglo XIX, perdió por el camino en el siglo XX: la focalización en el desarrollo tecnológico y sus consecuencias sociales, y la orientación al futuro. Leyendo a Toffler, además, se hubieran reencontrado con el mejor Marx; que no fue nunca economicista sino más bien tecnologicista; que elogió como nadie el rol progresista de la burguesía y de los países avanzados, comprendió como nadie la globalización y repudió el nacionalismo y el socialismo feudalizante en toda la primera y majestuosa parte del Manifiesto Comunista; y que escribió la primera y mejor crítica al populismo nacionalista que se haya escrito: El 18 brumario de Luis Bonaparte.
Toffler terminó enredado en las internas del Partido Republicano, pero cualquiera que repase hoy su obra encontrará las claves del presente descriptas con décadas de anticipación. Con impresionante regularidad, cada década del fin de siglo anterior nos dejaba un compendio toffleriano de los asuntos que serían parte de la discusión política del futuro. En El shock del futuro (1970) describió con asombrosa precisión la aceleración del cambio tecnológico y su impacto histórico sobre la personalidad, el trabajo y los modos de vida. En La tercera ola puede encontrarse un completo resumen del pasaje de una sociedad centrada en la industria y las naciones a otra post-industrial en lo económico y post-nacional en lo político. Y El cambio de poder (1990) anticipó el advenimiento de una era en la que el conocimiento se transformaría en la más formidable fuente de riqueza y poder tanto para los individuos y las empresas como para las naciones y las organizaciones sociales. Esta impresionante trilogía, acogida con interés por managers y políticos de todo el mundo y con desprecio por los intelectuales y académicos de siempre, sufrió el habitual desgaste de todas las obras que anticipan el futuro: los mismos que en el momento de su aparición las había criticado por utópicas y carentes de realismo las descartaron luego por obvias e intrascendentes.
Una sociedad sometida al cambio acelerado en el que una tercera ola tecnológica basada en la información se sobrepone y engloba a la primera ola agrícola y a la segunda ola industrial para crear una nueva sociedad globalizada en la cual el conocimiento desempeña el rol central, tanto en la creación de riqueza y la generación de sentido como en la generación y gestión del poder. La de Toffler fue una visión certera y poderosa que tanto managers como líderes políticos tomaron en debida consideración, mientras simultáneamente suscitaba el desprecio de intelectuales y académicos. El esfuerzo generalista de Toffler de integrar las visiones de diferentes campos en pocas y simples teorías explicativas (la aceleración del cambio, la obsolescencia del nacionalismo y el industrialismo, el surgimiento de una sociedad globalizada basada en el conocimiento) fue rechazado por la que era su principal virtud: su simplicidad. Quien mejor lo ha dicho, a mi juicio, ha sido alguien insospechable de desprecio por el rigor: el Premio Nobel de Física Murray Gell-Mann: "Necesitamos un grupo de científicos que afronte la necesidad de considerar los sistemas que componen el mundo como totalidad, adoptando un punto de vista serio y profesional, pero a la vez rústico. Debe ser rústico porque nadie puede dominar todas y cada una de sus partes ni mucho menos las infinitas conexiones entre ellas. En cambio, en nuestra sociedad, empezando por las universidades y las burocracias, todo el prestigio es para aquellos que estudian un aspecto estrecho y parcial de un problema, de una profesión o de una cultura, mientras que la discusión sobre el contexto general global queda relegada a charlas informales en cocktails y cafeterías. Esto es un disparate. Lo que discutimos en cocktails y cafeterías es la parte crucial de la historia de la humanidad".
Otro que ha escrito mucho y bien sobre este tema, el del reemplazo de la concepción "profunda" del conocimiento como minería -que nos lleva a ser especialistas en el propio pozo sin ninguna posibilidad de comunicación con los especialistas de los pozos contiguos- por otra concepción, la del conocimiento como surfing veloz y conexión de puntos (Jobs dixit), es Alessandro Baricco, en su genial y provocadora obra Los bárbaros. Escribo en nombre de esta tradición ensayística, y no académica, generalista, y no especialística, multidimensional, y no recortada, tan bien expresada en Argentina por Juan José Sebreli, no solo porque me identifico con ella sino porque me permite adentrarme en la segunda parte de esta nota: el debate político del siglo XXI entre los apocalípticos y los integrados, bien representados por otros dos autores perfectamente reconocibles en la tradición de Toffler: Yuval Harari y Ray Kurzweil. Pero ese es el tema de mi próximo artículo.
El autor es diputado nacional (Cambiemos).