¿Cómo está el violín de Francini?

Moribundo, Enrique Mario Francini alcanzó a decir:

– Mi violín… ¿Cómo está mi violín?

Fueron sus últimas palabras, porque falleció unos minutos después.

Era la noche del domingo 27 de agosto de 1978 y acaba de suceder algo que los testigos jamás olvidarían.

Francini era violinista. Probablemente, el mejor de toda la historia del tango. Estaba tocando en un local llamado "Caño 14", en la calle Talcahuano 975, junto a su gran amigo y compañero, el pianista Héctor "Chupita" Stamponi.

El dúo interpretaba el tango "Nostalgias" y la bellísima melodía desgranada por el solo de violín hipnotizaba al público. Y de repente, en medio de un dulcísimo arpegio, Francini cayó de rodillas, fulminado por un infarto.

El lugar estaba repleto de gente, porque se había organizado un espectáculo estelar, con la presencia de diversos solistas y conjuntos, con el propósito de reunir fondos para levantarle un monumento a Aníbal Troilo, a tres años de su muerte.

Las personas que estaban en las primeras filas, bien cerca del escenario, vieron que Francini cayó girando sobre si mismo, con el evidente propósito de resguardar a su violín, ante la certeza del inminente impacto.

El eminente médico neurólogo Raúl Matera estaba sentado allí. Cuando vio que Francini se desplomaba, corrió para atenderlo. Pero al intentar reanimarlo, comprendió que era inútil.

Francini se murió enseguida, luego de decir aquellas palabras que en medio de la dramática escena sonaron como un testamento:

– Mi violín… ¿Cómo está mi violín?

Enrique Mario Francini tenía 62 años. Había nacido en Victoria, partido de San Fernando, y el destino laboral de su padre ferroviario lo llevó desde muy chico a Campana, donde transcurrió la infancia y la adolescencia. Misteriosamente, y sin que influyera ningún integrante de esa familia proveniente de Lago di Como, el pequeño Enrique manifestó predilección por el violín. Una anécdota lo certifica: a los 8 años se hizo un remedo de violín, con una lata y un palito. Aquella temprana vocación se encauzó cuando junto a un pibe vecino del que sería inseparable toda su vida y hasta su muerte, Héctor Stamponi, empezó a tomar clases con Arturo Biondi, un músico del pueblo.

Por eso años, otro músico, un alemán llamado Juan Elhert, llegó a la Argentina huyendo de la guerra. Aquí formó una orquesta que tocaba en distintos lugares del interior. Una vez Elhert actuó en Zárate -muy cerquita de Campana- se enamoró de una chica del público y se quedó para siempre allí, donde siguió con la orquesta pero además fundó un Conservatorio. Dos de sus primeros alumnos fueron los casi vecinos Enrique Mario Francini y Héctor Stamponi.

Además de acceder a una formación superior, los chicos integraron la orquesta de Ehler. Muy pronto, la asombrosa facilidad que Enrique tenía para el violín hizo que a través de los contactos europeos de Ehler llegara una invitación para que Francini viajase becado al Teatro alla Scala de Milan.

Pero por circunstancias familiares hubo que declinar la posibilidad. Muy pronto la orquesta de Ehler comenzó a viajar a Buenos Aires, donde el grupo creado por el alemán actuó reiteradamente en "La matinée de Juan Manuel", un popularísimo programa de Radio Stentor.

Esto sucedía en 1937. Pero antes de seguir con esta historia, volvamos al violín.

¿Qué tenía de particular ese violín, que fue el destinatario del último cuidado, de la postrera preocupación de Enrique Mario Francini?

Era un Guarnerius. Es decir, una de esas piezas exquisitas creadas por los luthiers de una de las célebres familias de Cremona, en el norte de Italia. Allí, en el siglo 17, se sucedieron las generaciones de los Amati, Stradivari, Bergonzi y Guarneri, y sus respectivos alumnos, que continuaron una etapa legendaria.

Aún hoy, cuando la utilización de nuevos materiales en la construcción de los violines y de los arcos relativiza la superioridad de aquellos, un Stardivarius o un Guarnerius mantienen su jerarquía. Y su cotización: en el 2010, el remate de un Guarnerius tuvo 18 millones de dólares de base.

En la familia de Enrique y en el ambiente del tango, se hablaba del "Guarnerius" de Francini.

Claro que no faltaba quien dudara de su autenticidad. O en todo caso, se aceptaba que podría ser un violín construido por un alumno de la famosa familia.

En esas circunstancias, las dudas se disipan con la correspondiente certificación.

Precisamente, meses después de la muerte de Francini, su viuda tuvo una entrevista con el gran maestro Alberto Lisy, que estaba de visita en Buenos Aires:

– Tiene que viajar a Cremona, señora. Allí se hace el trámite de certificación, dijo el célebre violinista argentino.

Sin dinero para el viaje y tampoco para el costo del certificado, la gestión nunca se hizo.

¿Y el violín, el Guarnerius, se rompió como consecuencia del impacto, cuando Francini cayó en el escenario del "Caño 14"?

No. Milagrosamente, apenas se dañó el puente. Es decir, esa pequeña pieza vertical que eleva el nivel de las cuerdas y que permite que la frotación vibre en el interior de la caja.

Cuando Enrique cayó, hizo un último esfuerzo y evitó quebrar su instrumento. Uno de los músicos que estaba presente esa noche, el violinista Carlos Piccione, lo levantó del piso y lo guardó. Pocos días después lo llevó a reparar y el violín quedó intacto.

Cuando se cumplió el primer mes de la muerte de Enrique Mario Francini se ofició una misa en su memoria. Fue en la capilla de San Francisco y ese día otro gran violinista, Mario Abramovich, tocó un tango en el recuperado Guarnerius de Francini.

No fue la única vez que un ámbito sacro recibió la música de Enrique Mario, porque en su casamiento sucedió algo notable.

Francini era bajo y fornido, lo que le valió el mote de "El Rey Petiso", como el personaje de una historieta. Sin embargo, tenía mucho éxito con las mujeres. Por eso, la noticia de su casamiento sorprendió a todos sus compañeros. ¿Francini, finalmente, iba a abandonar la soltería?

Sí, así fue. En 1957 se casó con Noemí, en la iglesia del Santísimo Sacramento. Esa noche, el templo de la calle San Martín rebosaba de gente. Y allí, a pocos metros de un mítico lugar nocturno llamado "Jamaica", donde trabajaban los mejores músicos de jazz y de tango del país, muchos de sus colegas se hicieron presentes. Especialmente, siete de ellos, integrantes del "Octeto Buenos Aires": Astor Piazzolla (bandoneón), Atilio Stampone (piano), Horacio Malvicino (guitarra eléctrica), Juan Vasallo (contrabajo), Hugo Baralis (violín), Leopoldo Federico (bandoneón) y Pepe Bragato (cello).

El octavo, violinista, no pudo tocar. Era el propio Enrique Mario Francini, que se estaba casando. El grupo tocó dos tangos del novio: "La vi llegar" y "Mañana iré temprano", en sendas versiones camarísticas, apropiadas para la circunstancia.

Horacio Malvicino, evocando este episodio, me dijo:

– Aquello fue hermosísimo… Sobre todo porque después Astor tocó un interludio, que él había escrito especialmente para esa noche… Nos llegó al corazón a todos.

Y agregó:

– Con respecto al famoso violín del gordo Francini, no sé si era o no un Guarnerius auténtico… Pero con Francini eso era lo de menos, porque él podía tocar con un violín cualquiera y era un fenómeno. Él estaba muy por encima de la calidad de cualquier violín. Fue un violinista excepcional.

Cuando Francini y Héctor Stamponi empezaron a viajar a Buenos Aires, en 1937, quedaron fascinados por la ciudad. Y ya no volvieron a Campana ni a la orquesta de Juan Elhert.

Se fueron a vivir a una pensión de la calle Salta 321, llamada "La alegría". Los dueños eran Humberto Cerino y su esposa Nieves, que se convirtieron en padres adoptivos y casi Mecenas de estos dos pensionistas y de varios más, todos músicos de tango y provenientes del interior. Curiosamente, ninguno de estos grandes tangueros había nacido en Buenos Aires: Antonio Ríos, bandoneonista, era de Rosario; Alberto Suárez Villanueva, pianista, de Rosario; Argentino Galván, violinista, arreglador, de Chiivillcoy; Ernesto "Titi" Rossi, bandoneonista, de Guaminí; Julio Ahumada, bandoneonista, de Rosario; Juan Carlos Howard, pianista, de San Isidro. Y hasta hubo un catalán de Barcelona: el bandoneonista Cristóbal Herreros.

Durante varios años, todos estos músicos y otros que se fueron agregando, poblaron el lugar con su música. Llegaron a tener tres pianos, más los bandoneones y los violines. Y desde el mediodía, cuando se despertaban, compartían los ensayos y los estudios. Muchos tangos fueron compuestos allí, en ese ambiente de misteriosa fraternidad artística.

A partir de ese momento, la carrera artística de Enrique Mario Francini fue una sucesión de etapas brillantes, de altísimo nivel musical. Y es cuando aparecerá el Guarnerius en su vida, ese mismo violín que lo acompañó hasta su último suspiro.

Los grandes violinistas italianos de hoy son -entre muchos otros- Matteo Cossu, Francesco Manara, Fabio Biondi, Laura Marzadori o Giuliano Carmignola. Y Japón nos deslumbra en la música clásica con nombres como Akiko Suwanai, Ryu Goto o Sayaka Katsuki. Junto a ellos, aparecen fenomenales violinistas de tango como Naoko Terai o Ikuko Kawai.

Quizás alguno de ellos haya tenido en sus manos, alguna vez, el violín de Francini. Aquel Guarnerius que quedó intacto en la infausta noche de Caño 14. O acaso aún lo conserve. Porque ese violín salió de la Argentina hace muchos años. A Italia o a Japón.

Por un momento volvamos a la pensión "La Alegría".

Aquellos jóvenes músicos comenzaban a establecerse en la vida artística de Buenos Aires. Algunos se mudaron a un departamento, incluso algunos se casaron. La casa de Salta 321 se despobló de acordes tangueros. Pero los muchachos seguían unidos por la vocación y el trabajo en las radios, los teatros, los cabarets y todos aquellos lugares donde la profesión les volvía a reunir.

En 1940 Enrique Mario Francini empezó a trabajar en la orquesta de Miguel Caló. Allí estaba también su amigo el bandoneonista Armando Pontier, que era de Zárate. Su afinidad personal y musical los llevó, en 1945, a constituir la orquesta Francini-Pontier, considerada unánimemente como una de las mejores del género. Al comenzar la década del 50 se separaron y cada uno dirigió su propio conjunto.

Ya entonces se sabía que Francini tenía un Guarnerius. Lo compró en algún momento de esos años de crecimiento profesional y bonanza económica.

Sólo la imaginación nos permite trazar el recorrido de este violín, construido en Cremona en el siglo 17. Alguien se lo encargó a uno de los integrantes de la familia Guarneri. Quizás un habitante de esa misma ciudad, recostada sobre el río Po y célebre no sólo por sus violines, sino también por el "turrone" de almendras y miel. Y por su vino lambrusco. Esa misma ciudad popularizada hoy por la bloguera Chiara Ferragni, creadora de la web "The blonda salad".

Cremona, en el norte de Italia. Paradójicamente, apenas a 170 kilómetros de Lago di Como, donde nacieron los abuelos de Enrique Mario Francini.

En 1955 Astor Piazzolla produjo la gran revolución en el tango. Creó el "Octeto Buenos Aires" y convocó a Enrique Mario Francini para que fuese el primer violín, junto a un segundo que también era estelar: Hugo Baralis. Horacio Malvicino, cuya presencia con la guitarra eléctrica en el conjunto fue el elemento disruptivo, recuerda:

– Los sábados a la mañana íbamos a tocar a Radio Provincia, en La Plata. Ïbamos en una camioneta, que manejaba Astor. Él nos pasaba a buscar a todos. Y el octavo que recogíamos, el último, era Enrique. Porque era imposible que se levantara antes…

El Octeto grabó un par de discos y su formación duró un par de años. Sin embargo, en tan breve trayectoria, fue una de las agrupaciones más extraordinarias del tango. Y Francini se constituyó allí en un elemento fundamental.

Como lo fue poco después, en el famoso Quinteto Real que integró junto a Horacio Salgán en el piano, Ubaldo De Lío en la guitarras eléctrica, Pedro Láurenz en el bandoneón y Kicho Díaz en el contrabajo.

Y más tarde, siguiendo con esa carrera de altísima calidad, Francini formó parte de "Los Astros del Tango", agrupación dirigida por el arreglador Argentino Galván e integrada por notables instrumentistas, como el pianista Jaime Gosis o el bandoneonista Julio Ahumada.

Otro hito, breve pero de elevado rango musical, fue "Los violines de oro del tango", con una concepción que enaltecía el sonido de las cuerdas como pocas veces se logró.

Para entonces, en 1958, Francini ya había ingresado por concurso a la orquesta del Teatro Colón, de la que formó parte hasta su muerte.

Este músico tenía grandes inquietudes musicales. Por eso formó una orquesta de tango con perfil sinfónico, con la que grabó para Japón, país que visitó varias veces y con distintas agrupaciones. Encabezó un sexteto, donde tocaron Néstor Marconi y Dino Salluzzi, dos bandoneonistas que luego desarrollaron sendas carreras exitosas. Pero toda esta actividad tuvo un precio altísimo: su salud.

En su último viaje a Japón debió ser internado. Y en contra de las indicaciones médicas, en lugar de regresar a Buenos Aires continuó la gira.

Al regresar, a principios de 1976, fue ingresado en el Instituto Ferrer. El doctor René Favaloro, que lo revisó, formuló un diagnóstico terminante:

– Enrique, usted tiene que dejar de trabajar… Ha tenido siete infartos inadvertidos, sus coronarias están obstruídas en un 70 por ciento. Su vida, a partir de ahora tiene que ser de la cama al sillón y del sillón a la cama.

De aquel presumible primer dueño, el violín de Francini pasó por muchas manos. Imposible saber quién o quienes tocaron en él. ¿La Quinta Sinfonía de Beethoven, en el severo ambiente de un teatro milanés? ¿Una polka, en una ruidosa posada vienesa?

No sabemos cuál fue el rumbo de esa joya. ¿Cómo llegó a Buenos Aires? Es probable que algún viajero o un inmigrante lo hayan traído a esta parte del mundo. Nuestra mentalidad contemporánea, moldeada por Amazon, debe esforzarse por imaginar aquel presunto episodio. Hasta el momento, al no haber interlocutores en condiciones de brindar detalles, la reconstrucción es provisoria. Esto incluye la posibilidad de que un coleccionista -se habla de un famoso librero porteño- lo haya atesorado. Hasta que llegó a manos de Elvino Vardaro, el fenomenal violinista que creó su sexteto en 1933 con Aníbal Troilo y Jorge Fernández en bandoneones, José Pascual en el piano, Pedro Caracciolo en contrabajo, y Hugo Baralis y el propio Vardaro en los violines.

Patricia Francini, la hija de Enrique, me dio un dato que nos permite seguir el camino del Guarnerius de Francini:

– En mi casa siempre se decía que papá le compró el violín a Vardaro.

La muerte de Francini fue un duro golpe para la familia. Separada de su esposo desde muchos años atrás, Noemí tuvo que enfrentar duras circunstancias, especialmente estrecheces económicas. Al no pertenecer al ambiente musical, carecía de las vinculaciones que le hubiesen permitido tener el consejo de personas entendidas.

Por eso pensó en vender el violín. Sabía que tenía un gran valor y sintió miedo. No quería conservarlo, para no correr el riesgo de sufrir un robo. Y entonces comenzó un largo peregrinaje, visitando luthiers, consultando con supuestos especialistas, depositando su confianza en personas que quizás no merecían ese privilegio.

En un lugar del Bajo, probablemente en la calle 25 de Mayo, alguien le aseguró que tenía un comprador. O más de uno.

– Hay interesados en Italia. Y también en Japón. Sin embargo, la información no era clara y las ofertas resultaban imprecisas. Nunca se dio a conocer la identidad de los posibles compradores. La negociación se prolongó, quizás como parte de un estudiado plan de desgaste. La ilusión de recibir una pequeña fortuna se diluyó.

Finalmente, el violín de Francini se vendió en unos pocos dólares. Muy pocos.

Hoy, ese violín está en ¿Italia? ¿Japón? Donde fuere, es muy difícil identificarlo, porque los violinistas no alteran sus instrumentos, no les agregan una marca o un signo que los personalice.

Pero la pista está en el estuche.

Hace unos 35 años, en Italia o en Japón, alguien compró un violín construído en Cremona en el siglo 17. A lo mejor el vendedor no le reveló que procedía de la Argentina. Y mucho menos, no identificó al dueño anterior.

Sin embargo, el estuche tenía algunas señales inconfundibles. Las iniciales EMF en relieve, en el cuero de la cubierta. Y en el interior, una imagen de la virgen de Luján, de la que Francini era devoto.

Hoy, en algún lugar del mundo, alguien puede dar la respuesta que Enrique Mario Francini sigue esperando:

– Mi violín… ¿Cómo está mi violín?