Los desaparecidos en la historia argentina: una costumbre que comenzó mucho antes de lo que suponemos

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(Télam)
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El hacer desaparecer al oponente político es una práctica que está arraigada en la historia argentina y no comenzó, como muchos suponen, con la dictadura de 1976. Sí es posible decir que los Grupos de Tareas del Proceso la llevaron a un límite perverso. Pero los desaparecidos comenzaron a surgir un siglo y medio antes, cuando la Argentina era una nación recién inaugurada.

En una carta fechada el 2 de septiembre de 1833, el gobernador bonaerense Juan Manuel de Rosas le ordenaba al coronel Pedro Ramos: "Cuando tome prisioneros indios, una vez que les haya tomado declaración puede, al dejar el punto, mantener una pequeña guardia para que cuando no haya nadie en el campo, los fusile. Digo esto así porque después de prisioneros y rendidos da lástima matar hombres y los indios que van con Ud. que lo vean aunque quizás les gustaría esto porque así son sus costumbres, pero no es lo mejor… Si los indios preguntan por ellos, debe decírseles que intentaron escapar y fueron ultimados".

En otras palabras, Rosas ordenaba hacer desaparecer a un grupo de nativos para sembrar el terror entre los que quedaban vivos. Se iniciaba así una de las costumbres más violentas y perdurables de la historia política local.

El Restaurador de las Leyes no solo aplicaba esos métodos en las campañas contra los indígenas. En Buenos Aires, sus seguidores más fanáticos agrupados en "La Mazorca" también se dedicaron a una tarea similar. Los unitarios o aquellos cuyos bienes eran ambicionados por Rosas y sus cómplices corrían el riesgo de ver aparecer a los mazorqueros pateando las puertas de sus casas. Y de ser arrancados de sus hogares para ser ejecutados en algún descampado en donde las alimañas hacían su trabajo de desaparición de los restos.

La caída de Rosas no dio fin a las desapariciones. En la era liberal se recuperó esa costumbre y se la llevó al extremo en la ofensiva de Julio A. Roca contra las tolderías. La Campaña del Desierto incluyó la desaparición de una parte de los cautivos luego de cada victoria de las tropas nacionales. Esto es fácil de comprobar en los partes oficiales como una anomalía entre el número de prisioneros tomados en cada incursión y los que llegaban vivos a los campos de internación.

El nuevo siglo trajo más desaparecidos. Fue durante el gobierno del radical Hipólito Yrigoyen, cuando las tropas nacionales partieron al sur a reprimir el levantamiento conocido como La Patagonia Rebelde. El general Benigno Varela viajó al sur con la imprecisa orden del Presidente de "vaya y vea qué puede hacer". Era un modo ambiguo de pedirle que terminara con una rebelión que se había extendido por toda la Patagonia argentina y se manifestaba en la toma de decenas de estancias y el cautiverio de cientos de empleados y propietarios.

Varela y sus tropas ejecutaron a unas mil quinientas personas. Los relatos de la masacre indican que, tras la toma de cada sitio, los cautivos recién liberados señalaban a los cabecillas y que luego las partidas de soldados los llevaban a un descampado, en donde eran fusilados sin ningún tipo de miramientos. El sitio de muchas de las fosas comunes sigue siendo un misterio hasta el presente.

Luego de la era radical llegó el tiempo de los conservadores. Fue en la "década infame" que se produjo otro hecho violento que culminó con una masacre y más desaparecidos. Sucedió a comienzos de 1921, cuando un grupo de obreros de la compañía La Forestal se declaró en huelga y tomó las instalaciones de la empresa de capital británico. El Gobierno envió un regimiento para desalojar a los huelguistas. A las tropas de línea se le sumaron los matones de la Liga Patriótica Argentina y un grupo de mercenarios contratados por la empresa denominados "la gendarmería volante", integrada por policías y delincuentes reclutados en las cárceles del litoral.

La "gendarmería volante" fue la que mostró más ferocidad a la hora de retomar las instalaciones de La Forestal y su conocimiento de los senderos boscosos fue crucial para perseguir a los fugitivos que buscaban evitar su captura. Los huelguistas que huyeron fueron ejecutados en donde eran capturados y sus cuerpos desaparecieron en la espesura. Se estima que al menos cincuenta obreros sufrieron ese destino.

El dictador Uriburu dejó también su legado funesto. La policía política del dictador fue responsable del destino de Miguel Arcángel Roscigna, lugarteniente de Di Giovanni, que permanecía preso en la cárcel de la avenida Las Heras acusado de terrorismo. El 31 de diciembre de 1936 un grupo de oficiales lo sacó de su calabozo a los golpes y se lo llevaron junto a otros tres anarquistas. Roscigna y sus compañeros fueron fusilados y sus cuerpos arrojados en el Río de la Plata. Fueron los primeros en inaugurar el cementerio de adversarios políticos más inmenso de la Argentina.

El peronismo y sus desaparecidos

Con la llegada del peronismo, hubo más desaparecidos. Los primeros fueron un grupo de integrantes de las etnias wichi, toba y pilagá que fueron ultimados en lo que se conoce como la "Masacre de Rincón Bomba".

Corría el mes de marzo de 1947 y un millar de indígenas formoseños volvía a sus hogares luego de rechazar una oferta de trabajo en el ingenio San Martín, propiedad de Robustiano Patrón Costa. Al llegar al lugar en la localidad salteña de El Tabacal, en lugar de los 6 pesos diarios prometidos, el capataz les informó que solo se les darían 2,50 pesos por jornada.

En su camino de regreso, los nativos al mando del cacique Pablo Navarro acamparon en un paraje conocido como Rincón Bomba, en la localidad formoseña de Las Lomitas. El millar de nativos estaba famélico y encolerizado porque el envío de alimentos en mal estado que les llegó desde Buenos Aires enfermó a una parte de mujeres y niños que iban con ellos.

El 10 de octubre, el jefe local de la gendarmería le pidió a Pablo Navarro que reuniera a sus hombres y los esperara en la entrada del campamento. Apenas vieron llegar a las tropas, los nativos vivaron a Perón y se prepararon para recibir los víveres que necesitaban. En lugar de recibir provisiones, fueron barridos por un centenar de fusiles y ametralladoras de los gendarmes. La masacre continuó durante el resto del día con una carga de bayoneta y la ejecución de los sobrevivientes donde eran atrapados. Los que huyeron fueron perseguidos durante una semana y ultimados en los alrededores. Como en la masacre de La Forestal, sus cuerpos desaparecieron en la inmensidad del bosque.

Y el peronismo tuvo otros de los que nunca más se supo. Carlos Antonio Aguirre era un dirigente gremial tucumano de los gastronómicos y miembro de la dirección del Partido Comunista de esa provincia. Contrariando los deseos de Perón, los obreros tucumanos habían rechazado ser representados por sindicalistas afines al gobierno y lanzaron un paro de actividades en octubre 1949 en respuesta al despido de un grupo de trabajadores. El 27 de noviembre la policía arrestó a cientos de dirigentes comunistas en la provincia. Carlos Aguirre fue uno de los primeros en ser detenido. Fue conducido a los sótanos de la Casa de Gobierno provincial y torturado hasta la muerte. Para encubrir la suerte del gremialista, los policías enterraron el cadáver en la vecina provincia de Santiago del Estero. Nunca se dictó condena por el crimen.

El 17 de mayo de 1951, fue detenido en la ciudad de Buenos Aires el estudiante socialista Ernesto Mario Bravo. La sección de la Policía Federal dedicada a la persecución de disidentes lo llevó a una casa de la localidad de Moreno con el fin de someterlo a un durísimo interrogatorio. Buscaban información sobre los activistas de la Federación Universitaria Argentina que llevaban adelante una larga huelga contra la política universitaria del peronismo. Apenas fue detenido, los compañeros de Bravo reclamaron su liberación. La cúpula policial negó tenerlo detenido y por un tiempo el estudiante estuvo desaparecido.

Alarmados por la precaria salud del detenido, los policías convocaron al médico Alberto Caride para que lo revisara y le practicara algunas curaciones. Los torturadores no previeron lo que Caride iba a hacer apenas dejó la casa de Moreno; angustiado por el escenario de torturas y sabiendo que Bravo figuraba como desaparecido, corrió a contar a la prensa lo que había presenciado en el centro de torturas. Bravo se salvó de desaparecer gracias a la acción de Caride, que pagó el precio de su honestidad y debió exiliarse en Uruguay perseguido por las amenazas contra él y su familia.

El otro desaparecido célebre del peronismo fue el médico rosarino Juan Inganillena, cuyo rastro se perdió el 17 de junio de 1955. Horas antes, los militares opositores habían bombardeado la Plaza de Mayo en Buenos Aires, ocasionando centenares de muertos. Aunque la policía sabía que Inganillena había usado su imprenta clandestina para editar folletos que condenaban el ataque, a la policía peronista se le antojó que se necesitaba algún comunista para tomar represalia por el bombardeo.

Una partida al mando del oficial Telemaco Ojeda fue a buscar al médico a su casa para detenerlo. Acostumbrado a ser arrestado por el peronismo, Inganillena no se resistió y tomó el autobús junto a los policías para llegar a la comisaría central de la ciudad. Se sabe que pagó su propio boleto y que entró a la repartición policial.

Rosa Trumper, la esposa de Inganillena, fue al día siguiente a llevarle una frazada a su marido. En la comisaria le dijeron que no había ningún prisionero en los calabozos con el nombre de su esposo. Una investigación posterior reveló que se habían alterado los libros policiales para hacer de cuenta que el médico nunca había pasado por el lugar. Luego, se comprobó además que el prisionero había muerto durante una sesión de torturas. Ni siquiera una huelga internacional de médicos convocada para pedir por la aparición de Inganillena logró romper el pacto de silencio político en torno a su destino.

El preludio de la gran tragedia

La década del sesenta tuvo también sus desaparecidos. Fueron las víctimas del poco conocido grupo parapolicial Movimiento Argentino Nacional Organizado (MANO), fundado en una fecha cercana al año 1968 por un grupo de policías ligados a la SPF (Servicio Penitenciario Federal) y algunos civiles de la ultraderecha. Sus acciones presagiaron a la Triple A en el secuestro y la desaparición de adversarios políticos.

Si bien la existencia de MANO fue efímera, duró lo suficiente para hacer desaparecer a Néstor Martins y Néstor Centeno en diciembre 1970. Martins era un abogado defensor de guerrilleros detenidos y Centeno, un activista gremial. En julio de 1971 desaparecieron a Pablo Verd y a su mujer. MANO desapareció justo a tiempo para que apareciera en escena la Triple A, que llevó la práctica de desaparecer militantes de izquierda a un nuevo nivel.

Por lo general, las tropas de la organización parapolicial del gobierno peronista, luego cooptada por el ejército, secuestraba a militantes de izquierda para someterlos a tormentos en las prisiones de la Policía Federal. Aquellos que no superaban los interrogatorios eran desaparecidos mediante el procedimiento de enterrar los cadáveres cubiertos de cal viva para impedir su identificación. Otros eran ejecutados en el lugar y escondidos con el mismo método. Los bordes del camino que conduce al aeropuerto de Ezeiza fueron un sitio usual para esconder los cuerpos que iba dejando la acción de la Triple A.

De acuerdo con los registros de la Comisión para la Desaparición de Personas (Conadep), desde su aparición y hasta el día anterior al golpe del 24 de marzo de 1976, la Triple A fue responsable de la desaparición de unas 662 personas.

La tecnología del terror de la Triple A fue el preludio a la masacre generalizada de la dictadura que asumió el poder el 24 de marzo de 1976. Los ejecutores del grupo parapolicial de Perón pasaron a prestar servicio en los escuadrones militares y así se explica la veteranía de los grupos da tareas a la hora de iniciar la desaparición sistemática de opositores.

Los militares le sumaron el método de arrojar cuerpos al Río de la Plata, con la perversa intención que las mareas devolvieran algunos de esos cuerpos para dejar en claro que la masacre en curso no iba a respetar límite alguno. En total, entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983, según el Registro Unificado de Victimas del Terrorismo de Estado, se verificaron 7010 casos de desaparición a manos de los Grupos de Tareas. Pero ese número nunca fue definitivo, al menos para un grupo de la sociedad argentina.

El tabú

El trauma provocado por los hechos de sangre de la década de los setenta levantó un muro de silencios y censuras. El foco centrado en los sucesos de la última dictadura hizo que el tema de las desapariciones quedase acotado a las atrocidades de un período muy preciso de tiempo y se tendiese un manto de olvido sobre otras épocas, otros gobiernos y otros grupos políticos que incursionaron en esa práctica.

El dogma sobre los desaparecidos cobró tal fuerza que en la actualidad los textos escolares y los documentos oficiales de los diferentes gobiernos hacen mención casi exclusiva a las desapariciones ocurridas en la dictadura pasada, con alguna tímida y esporádica mención a las que sucedieron en el período peronista que le precedió.

Y con el olvido, se privatizó de hecho la verdad sobre las desapariciones en favor de un grupo muy acotado de activistas a los derechos humanos. Esos grupos reforzaron la idea de que casi no hubo otras desapariciones previas a las de las dictadura del 76 y que la cifra total de desaparecidos fue de 30 mil. Aunque los registros más actualizados no alcanzan siquiera a contabilizar un tercio de esa cantidad, los relatores del dogma político vigente asumen que hay una cantidad de personas cuya desaparición no fue denunciada y que en todo caso debe aceptarse como cierta por razones que siempre escapan a lo científico y se adentran en el campo de la fe política.

La fuerza del tabú en torno a los desaparecidos llegó incluso a convertirse en una ley que impide a algunos funcionarios públicos mostrar su disidencia. En mayo de 2017, la Legislatura bonaerense sancionó la ley 14910 que en su único texto dice: "Incorpórase de manera permanente en las publicaciones, ediciones gráficas y/o audiovisuales y en los actos públicos de gobierno, de los tres poderes de la provincia de Buenos Aires, el término 'Dictadura Cívico-Militar', y el número de 30.000 junto a la expresión 'desaparecidos', cada vez que se haga referencia al accionar genocida en nuestro país, durante el 24 de marzo de 1976 al 9 de diciembre de 1983".

En la reglamentación de la ley, la gobernadora María Eugenia Vidal estableció sanciones a los funcionarios que duden públicamente de la cifra. Y esa norma se complementa con una censura de hecho hacia cualquier vacilación sobre la cifra oficial de 30 mil desaparecidos. Así lo entendió el ex director del Teatro Colón, Darío Lopérfido, cuando se atrevió a expresar sus dudas sobre ese número en un encuentro no oficial. La ofensiva en su contra por expresarse en disenso y la falta de apoyo de sus superiores fue suficiente para que se viera expulsado del cargo.

El joven desapareció en 1993
El joven desapareció en 1993

En el presente, hablar de desaparecidos todavía exige encapsular el debate en un período acotado de la historia para evitar ofender a los inquisidores del momento. Incluso no está permitido actualizar las ideas para mencionar los que se perdieron desde la recuperación de la democracia. La desaparición de Miguel Bru, en 1993, los tres prisioneros capturados durante el ataque al cuartel de la Tablada, en 1989, que siguen sin aparecer y el destino de Julio López, se mantienen cuidadosamente apartados de los hechos de la década del setenta. El foco en la dictadura permitió construir un mito centrado en la atrocidad de un grupo y salvar a la cultura política de ser responsable de una práctica que se extiende por un siglo y medio.

De ese modo, los otros desaparecidos de la historia argentina fueron vueltos a desaparecer. Y con ellos la oportunidad para entender un fenómeno tan doloroso como urgente de conjurar.

Para aquellos que se apropiaron del tema de los desaparecidos y dictan el dogma de las cifras y los períodos correctos en los que se puede hablar de este tema, no hay otros tiempos que considerar. Para ese grupo, los que se desvanecieron en la época de Rosas, de los liberales, de los radicales, de los conservadores, de los uriburistas, de los peronistas y de otras dictaduras diferentes a la del 76, los otros que no aparecen "no tiene entidad. No están ni muertos ni vivos". Solo se esfumaron en el viento de la historia.

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