La pregunta por la verdad ha dado lugar a las más candentes controversias sobre su significado y la respuesta a la cuestión ha provocado desde los más enconados debates filosóficos, morales, religiosos y políticos hasta guerras civiles e internacionales.
La humanidad no ha podido ponerse de acuerdo en crear un significado aceptable para todas las culturas y para todo tipo de inquietudes y conflictos. El hecho de que algunas religiones se presenten como la verdad revelada o que una ideología política como el marxismo haya dado lugar a guerras devastadoras entre facciones que dicen ser la línea verdadera, la correcta, nos da la dimensión de su complejidad.
Retomo mi preocupación por este tema en lo que respecta al debate no saldado sobre la "verdad" de la violencia política de las últimas décadas en Colombia. La semana pasada tuvo lugar el lanzamiento de trabajos de la llamada Comisión de la Verdad surgida del acuerdo Santos-FARC. El sacerdote jesuita Francisco De Roux, defensor de la teología de la liberación, es su director y está acompañado por un grupo de personas de clara tendencia izquierdista, entre los que sobresale Alfredo Molano, un reconocido intelectual marxista que se ha esforzado por construir una retórica favorable a lo que considera un "levantamiento armado del campesinado por la tierra".
Según palabras del jesuita, la comisión se va a desplazar a regiones que sufrieron los rigores de la violencia y va a entrar en contacto con las comunidades para escuchar a las víctimas, factor fundamental para hallar la verdad. Y es desde ese propósito que se pueden ver los equívocos a que se van a enfrentar.
El primero de ellos tiene que ver con el tipo de verdad que buscan (como si la verdad fuese un objeto externo, escondido, ajeno a nuestra forma de pensar). Aclaró De Roux que la comisión no se ocupará de la verdad jurídica, porque para ella está la Jurisdicción Especial de Paz (JEP), es decir, de aquellos hechos puntuales que responden a las preguntas por el qué, quién, cuándo, dónde. Eso nos indicaría que la comisión, para no repetir a la JEP, iría al fondo no ya de un asesinato, un secuestro, una masacre, sino al conjunto, a la realidad total del fenómeno, a las causas subyacentes, a la cuestión social, a las estructuras socioeconómicas, etcétera. Ello quiere decir, al enfoque académico que parte de unas hipótesis que se ponen a prueba en el proceso de investigación dando lugar a un texto conclusivo o concluyente.
Parece muy atinado el planteamiento, sobre todo en el entendido de que se parte de una realidad poco o mal estudiada que requiere estudios en profundidad para que se sepa, al fin, qué fue lo que pasó, por qué sucedió, etcétera, y para hacerlo es preciso trabajar de acuerdo con las reglas del mundo académico y no con las del mundo político. Resulta que el área de la academia que estudia los problemas sociales, historia, antropología, sociología, economía, filosofía, etnología, sicología, entre otras, es adversa o contraria a la idea de establecer una verdad definitiva y única de esos problemas, y es opuesta a que esa pretensión, falsa de toda falsedad, recaiga en una comisión como si esta fuese un tribunal de cierre.
El mundo y la vida académica riñen con comisiones de cierre o cancelación, con pontífices y hechiceros, con dogmas. Su estilo y metodología no es la de religiones ni de teorías políticas totalitarias, historicistas y dogmáticas como el marxismo, corriente esta última con la que se ha usado y abusado en claustros y centros de investigación so pretexto de su cientificidad.
El segundo problema de esta arrevesada e impertinente comisión que es fruto del interés político de las guerrillas por imponer una explicación justificadora de sus aventuras y crímenes en ropaje académico es que repite el error metodológico de las dos comisiones que se crearon en el pasado, cuyas limitaciones quedaron en evidencia tan pronto como sus resultados fueron dados a conocer.
La primera comisión fue creada por el presidente Alberto Lleras en los inicios del Frente Nacional con la finalidad de que se estudiara qué era lo que había sucedido en la llamada "época de la violencia" (liberal-conservadora), de tal forma que de su resultado se desprendiera una lección: que nunca más se repitiera dicha tragedia. Estuvo integrada por el abogado profesor de la Universidad Nacional de Colombia Eduardo Umaña Luna, el sociólogo Orlando Fals Borda y el obispo Germán Guzmán Campos. Visitaron zonas de violencia y hablaron con las víctimas, de sus averiguaciones resultó el libro La Violencia en Colombia, que con algún detalle rescató información fáctica y documental. Tuvo la virtud no buscada de abrir el tema en vez de cerrarlo con conclusiones absolutas. Los marxistas que posteriormente estudiaron el tema le vieron demasiados defectos.
El autor es doctor en Historia y profesor emérito de la Universidad Nacional de Colombia.