En el momento preciso en que el Congreso de la República discutía, soberanamente, la creación de una sala especial en la Jurisdicción Especial de Paz (JEP) para el juzgamiento de militares, arribó al país el fiscal adjunto de la Corte Penal Internacional (CPI), James Kirkpatrick Stewart, para advertir que, de aprobarse tal iniciativa, dicha corte podría intervenir en Colombia para enjuiciar a los agentes del Estado responsables de crímenes de lesa humanidad, en particular los de los llamados "falsos positivos".
Es rara, muy rara, la premura de este funcionario, como también el tono amenazante que utilizó al señalar que la JEP era inmodificable, que hacerlo ponía en peligro el acuerdo de paz Santos-FARC y abría las puertas a la impunidad para los militares acusados.
Y es raro porque la CPI no ha manifestado, hasta el presente, ninguna contrariedad, crítica, oposición o exigencias en relación con la total impunidad para los comandantes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), responsables de crímenes de lesa humanidad consagrada en ese acuerdo.
En cambio y como fue corroborado por el fiscal adjunto, lo que más les ha preocupado es la aplicación de justicia a los militares colombianos, sin tener en cuenta que ya miles de ellos desde soldados hasta generales están siendo juzgados, condenados y pagan cárcel hace años por fallos de los tribunales nacionales, circunstancia que desvirtúa cualquier posibilidad de intervención de la CPI por cuanto una de las causas para que se produzca es que no se haya podido hacer justicia o el Estado adherente reconozca su incapacidad para castigar a reos de delitos de lesa humanidad, crímenes de guerra y genocidio.
Sorprende la visita y las admoniciones fuera de foco del vicefiscal Kirkpatrick porque en muchos países de África y Medio Oriente el mundo presencia impotente la violación sistemática del estatuto de la CPI sin que ella realice intervención alguna. Sorprende que en medio de su debilidad, su carencia de herramientas adecuadas, un liderazgo de funcionarios obsecuentes con la burocracia internacional y los intereses de las grandes potencias, haya acudido tan velozmente al llamado de auxilio de quienes defienden la imposibilidad de modificar la JEP.
Es razonable pensar que su visita fue el fruto de un intenso lobby adelantado por personas que se mueven a sus anchas en el concierto diplomático y en las esferas de los órganos encargados de supervisar los derechos humanos donde han logrado imponer su versión sobre el conflicto armado según la cual el Estado es responsable de organizar una guerra sucia y creado los grupos paramilitares, y las guerrillas son organizaciones populares, víctimas de exclusión y persecución.
Al cabo de 16 años de haber adherido al Acuerdo de Roma que creó la CPI y su estricto estatuto, el balance sobre su presencia en Colombia es bastante deficitario e ingrato, ya que lo hasta ahora actuado está en una línea muy similar a la de otras cortes, como la CIDH y órganos de derechos humanos que casi siempre condenan al Estado colombiano al aplicar el principio de que solo los Estados, en cuanto signatarios de los tratados de derechos humanos, son por acción u omisión los únicos responsables de sus violaciones.
La CPI ha fallado, como bien lo explica el periodista y analista Eduardo Mackenzie, en la observancia del estatuto que consagra el juzgamiento no ya de Estados sino de individuos que, haciendo parte de grupos armados insurgentes u oficiales, han violado en materia grave los derechos humanos y el derecho internacional humanitario.
La CPI en Colombia, añade Mackenzie, se ha preocupado más por el tema de los falsos positivos supuestamente cometidos por miembros de la fuerza pública que por los de las guerrillas colombianas como el secuestro de miles de empresarios urbanos y rurales, agentes del orden, ciudadanos del común, el asesinato de personas indefensas y líderes democráticos como los diputados del Valle y los concejales de Rivera, los pobladores de Bojayá en Chocó refugiados en una iglesia, el secuestro de aviones con civiles, la voladura de un oleoducto que causó más de ochenta muertos civiles, el reclutamiento de menores y la violación de mujeres adultas y menores.
La CPI exige al gobierno colombiano cumplir e implementar rigurosamente el impune acuerdo Santos-FARC gracias al cual criminales de guerra serán juzgados por un tribunal que no inspira confianza, que a lo mejor los condenará a ocho años sin penas de prisión intramuros y recibirán curules sin respaldo electoral en el Congreso.
Los colombianos que por mayoría rechazamos dicho acuerdo en el plebiscito de octubre de 2016, objeto de burla y desconocimiento por el presidente Juan Manuel Santos y la dirigencia FARC, tenemos poderosas y contundentes razones para notificarle a la CPI la desazón, la desconfianza y el malestar que hemos expresado a otras cortes y organismos multilaterales, y en esa medida, como sugiere el periodista Mackenzie, preguntarnos si tiene sentido que Colombia mantenga su membresía a la CPI o inicie su retirada.