La colocación de explosivos en la tumba de Ramón L. Falcón sucedida en el día de ayer es otro capítulo más en la saga de un largo enfrentamiento entre una de las figuras históricas de la policía y los anarquistas argentinos. Desde hace más de un siglo, los anarquistas tomaron a la figura del comisario como el objetivo de su furia. Tanto rencor tiene sus raíces en episodios sucedidos en los tiempos en que la Argentina se preparaba para festejar cien años de existencia.
El comisario Ramón L. Falcón era famoso por la ferocidad con que perseguía a todos aquellos que consideraba enemigos del orden. Fue nombrado jefe de las fuerzas porteñas en 1906 por recomendación de los sectores más duros de la política, que temían que el descontento entre los inmigrantes que se amontonaban en las ciudades derivara en una revolución.
Desde que asumió en su cargo, el comisario Falcón multiplicó las acciones contra las agrupaciones políticas que, de acuerdo a su estrecho margen de tolerancia, eran potenciales riesgos para la estabilidad social.
Además de fundar la primera escuela de policías que llevó su nombre, hasta que el mismo Néstor Kirchner ordenó borrarlo en el 2006, el comisario Falcón fue el primero a la hora de organizar un sistema de espionaje político eficiente y un pionero en la actualización del equipamiento y entrenamiento de los cuerpos de control de protestas. Y sus subordinados fueron, del mismo modo, los primeros en sistematizar los nombres y relaciones de miles de activistas que vivian en la Argentina.
Pero además era un hombre decidido a imponer el orden. Sus "cosacos", que era el nombre con el que se conocía a la caballería policial formada en parte por ex prisioneros de la Campaña del Desierto, arremetían con particular ferocidad contra las manifestaciones de socialistas, comunistas y anarquistas.
La policía de Falcón tuvo una actuación activa durante una huelga de inquilinos producida en Buenos Aires en 1907. Cerca de 100.000 porteños – la mayoría mujeres – se plegaron a la huelga para protestar por el alto costo de la renta y las pobres condiciones de habitabilidad de las casas de alquiler.
Aunque fue estéril para conseguir lo que reclamaban, la huelga reveló el riesgo latente de los conflictos ocasionados por la degradación de las condiciones sociales que produjo la inmigración. La vigencia del Estado de Sitio que regía desde la fallida revolución radical de 1905, lo habilitó a detener a cientos de activistas y allanar las sedes de los partidos políticos opositores con especial brutalidad y eficacia.
Dos años más tarde, durante la manifestación obrera del 1º de mayo de 1909, la policía disparó contra un grupo de manifestantes de la central sindical FORA (Federación Obrera de la República Argentina) que celebraban el Día del Trabajador en la Plaza Lorea, en el actual barrio de Monsterrat. Fueron muertos ocho manifestantes, todos extranjeros. Otros cuarenta fueron heridos por las balas y los sablazos de los agentes de Falcón.
El jefe de policía, admitió haber estado presente en el lugar y haber dado la orden de abrir fuego contra la multitud. La represión dio inicio a una huelga general de una semana que fue contestada con allanamientos de la policía y de las tropas del ejército contra locales gremiales y la deportación de líderes sindicales extranjeros. La violencia finalizó con algunas concesiones del gobierno a los huelguistas, pero la demanda de los obreros para que fuera destituido Falcón no prosperó ni tampoco hubo una investigación que estableciera su responsabilidad en los asesinatos del 1º de mayo.
Un dato no menor era la cercanía del centenario del 25 de mayo de 1910. Los gobernantes estaban en esos días ocupados en los fastuosos festejos por el centenario de la emancipación, a los que acudirían representantes de la nobleza y el poder político europeo. Aspiraban a reflejar una imagen de país ordenado y próspero. Era urgente entonces disciplinar a los sectores díscolos para que no fuera arruinado ese festejo tan prioritario para las elites.
Esos planes fueron puestos en riesgo nuevamente el 15 de noviembre de 1909. Ese día, el anarquista ruso Simón Radowitzky lanzó una bomba contra el auto de Ramón L. Falcón en la intersección de las calles Quintana y Callao. El atacante había sido uno de los que debió huir de la manifestación del 1° de mayo anterior cuando la policía de Falcón abrió fuego en Plaza Lorea.
El explosivo mató al jefe de policía y a su secretario, Alberto Lartigau. Es lógico suponer que el atentado fue una venganza por los muertos del 1º de mayo, aunque nunca pudo establecerse con certeza si Radowitzky actuó por su cuenta o como parte de un grupo político.
El anarquista intentó huir, pero acorralado por la policía a pocas cuadras de donde había cometido el doble asesinato, intentó quitarse la vida. Se disparó en el pecho con una pistola que portaba entre sus ropas. No se sabe si fue por la mala calidad del arma o por obra de la casualidad, pero el disparo le provocó apenas algunas heridas leves. Fue curado en el Hospital Fernández, solo para ser luego entregado a la policía que lo sometió a largas sesiones de torturas para que confesara ser parte de un complot anarquista y para que diera el nombre de sus jefes. Radowitzky resistió el suplicio y no se apartó de su relato: había actuado por su cuenta para vengar a los muertos del pasado 1° de Mayo.
Por presumirse que era menor de edad, Radowitzky no fue condenado a muerte. Como muchos inmigrantes los papeles de identificación de Radowitzky habían sido adulterados para poder ingresar a la Argentina. La investigación judicial descubrió finalmente que al momento de cometer el asesinato, el anarquista tenía sólo 17 años y por lo tanto no podía ser ejecutado como reclamaba la policía.
En el funeral del comisario Falcón se dieron cita las más altas figuras del gobierno. Su entierro se dio entre lágrimas de parientes y promesas de venganza de policías y políticos de derecha. El futuro líder de la Liga Patriótica Argentina, Manuel Carlés defendió con una larga arenga la figura del policía abatido y, junto a otros políticos, atacó a la inmigración afirmando que era la verdadera causante de ese asesinato.
Un símbolo del anarquismo
El anarquista fue condenado a prisión perpetua y enviado a la Penitenciaria Nacional de la calle Las Heras, en donde se lo castigó por largas temporadas al confinamiento solitario, fuertes palizas por parte de los guardiacárceles y a largos interrogatorios para que entregara a sus cómplices.
La fuga de un grupo de anarquistas de la Penitenciaria, provocó el traslado de Radowitzky al presidio de Ushuaia, en donde a su pena se le agregó el confinamiento permanente y un régimen de media ración de comida y bebida en los días anteriores y posteriores a cada aniversario del asesinato de Falcón.
En 1918, luego de ser violado por el subdirector de la cárcel y tres de sus subalternos, Radowitzky activó un plan de fuga. En noviembre escapó vestido de guardiacárcel y junto de otros cuatro presos anarquistas abordó una goleta que lo esperaba en la rada de la ciudad. Huyó hacia Chile, pero cuatro días después fue capturado por la marina de ese país y tras unas semanas fue regresado a su celda solitaria en Ushuaia.
El 14 de abril de 1930, Simón Radowitzky fue indultado por el presidente Hipólito Yrigoyen, bajo la promesa de optar por el exilio. El asesino de Falcón vagó por varios países y estuvo un tiempo combatiendo en las filas republicanas durante la Guerra Civil Española. La muerte lo sorprendió un 4 de marzo de 1956 en la ciudad de México, en donde pasó sus últimos días trabajando en una fábrica de juguetes.
Su papel como vengador de los muertos de Plaza Lorea, actual Plaza de los Dos Congresos, lo convirtió en un héroe para los anarquistas en Argentina. Para otros, fue apenas un delincuente que se amparó en justificaciones políticas para cometer un asesinato a traición.
En cualquier caso, aquella mecha que encendió Radowitzky al asesinar a Falcón sigue ardiendo y volvió a explotar hoy en el Cementerio de la Recoleta a manos de un par de anarquistas que creen que deben seguir vengando a los muertos de Plaza Lorea en los años del Centenario.