Las elecciones de medio término en los Estados Unidos no parecen haber alterado sustancialmente el escenario político de ese país. Si bien ambos partidos se proclamaron vencedores, no existen razones para una exagerada algarabía en ninguno de ellos. Los demócratas recuperaron el control de la Cámara de Representantes y los republicanos mantuvieron su mayoría en el Senado.
Esto último era lo esperado. Resultaba muy improbable que los demócratas pudieran pasar a ser mayoritarios en la Cámara alta. En cambio, el resultado en la Cámara de Representantes estaba abierto, aunque las tendencias favorecían a los demócratas. El triunfo de estos es importante para ese partido, pero no tuvo la envergadura que ansiaban los más optimistas de entre sus miembros.
En efecto, no se dio la "ola azul". Fue una victoria clara pero no apabullante. A partir de ahora, Donald Trump gobernará con mayores dificultades para la sanción de leyes.
No es novedad en los Estados Unidos que el partido del presidente no disponga de mayoría en alguna de las Cámaras. Pero tradicionalmente la cultura política norteamericana y el sistema electoral y de partidos, que dan primacía a las cuestiones locales por sobre las nacionales, permitía negociaciones que trascendían a los partidos. El problema actual es que ellos también están padeciendo una grieta y los acuerdos se tornan más difíciles.
En efecto, se da en los Estados Unidos un fenómeno preocupante que sucede actualmente en muchas partes del mundo: la ausencia del centro. Los moderados son sustituidos por dirigentes de posiciones extremas.
Por eso, aunque perdió parte de su caudal de representantes, muchos analistas sostienen que ahora el Partido Republicano está más homogéneamente encolumnado detrás de Trump. Los demócratas, por su parte, todavía no tienen todavía ningún liderazgo definido.
Pese a todas sus extravagancias, y firmemente montado sobre un sostenido incremento de la actividad económica y un bajísimo desempleo, Trump tiene actualmente chances de ser reelecto. En cualquier caso, pocos apostarían ahora a que no llegará al final de su mandato, como se especulaba en los tormentosos primeros meses de su gestión.
El nuevo escenario impedirá o dificultará a Trump avanzar en ciertas leyes que forman parte central de su agenda, como las referidas a la inmigración o al Obamacare (sistema de cobertura en salud). Lo que no logró en los dos primeros años de su gestión, con el control de su partido de ambas Cámaras del Congreso, es raro que lo logre en los dos últimos.
Los demócratas, además, más entonados desde el martes pasado y a punto de asumir la presidencia de la Cámara de Representantes, están dispuestos a llevar adelante investigaciones sobre Trump, cuya sola mención ya incomoda al primer mandatario. Su irritación se puso de manifiesto durante una conferencia de prensa en la que se molestó por unas preguntas de un cronista de la CNN y le hizo quitar el micrófono y más tarde expulsarlo como periodista acreditado en la Casa Blanca.
La experiencia de "gobierno dividido" debería favorecer las negociaciones y los acuerdos entre partidos. No obstante, el carácter de Trump y su pretensión de ser una figura antisistema empujan en la dirección contraria.
El resultado debería ser un menor número de leyes y un mayor uso por parte de cada Cámara de sus funciones privativas, lo que a su turno potenciará la polarización de la sociedad. No son buenas noticias para un país que fue siempre respetuoso de la institucionalidad.
El autor es diputado nacional por CABA (Cambiemos- PRO).