Más allá de las preferencias políticas, de las ideologías o de las concepciones económicas de cada uno, resulta cada vez más evidente que el país necesita imperiosamente de algún liderazgo importante para encontrar un rumbo que lo lleve a una mínima estabilidad, a un camino de progreso, trabajo y productividad, aun con todas las dificultades que el contexto global siempre presenta.
No se trata de encontrar un proveedor de soluciones mágicas ni de milagros, sino de alguien que pueda diagnosticar los problemas (o resumir los diagnósticos que abundan), explicarlos con claridad y contundentemente a la sociedad, y proponer no solo medidas, sino un plan integral coherente, con plazos, objetivos, un análisis de las consecuencias positivas y negativas, y un proyecto de transición que minimice los inevitables daños que semejante transformación acarrearía inexorablemente.
Este tipo de afirmaciones suele provocar comentarios superficiales, seudoelaborados, sarcásticos y descreídos. "No somos Suiza o no somos Suecia" es uno de los primeros. Buena analogía. Suecia es un perfecto ejemplo para analizar. En 1993 el socialismo sueco, el Estado de bienestar perfecto, según la liturgia barata, quebró estrepitosamente y con él, el país escandinavo. Nada nuevo.
Los suecos, o mejor dicho un grupo de jóvenes líderes políticos suecos, afortunadamente no dijeron "moriremos con la bandera socialista", ni se aferraron al Estado de bienestar que siempre es tan cómodo para los políticos. Decidieron cambiar el sistema desde su raíz. Con los múltiples costos de todo tipo que ello implicaba. Partieron de la confección de un plan, justamente con cronogramas, con etapas que se comprometieron a cumplir rigurosamente y lo hicieron, con honestidad y coraje para explicar a la población los problemas, las imposibilidades, las soluciones propuestas y sus costos.
Pusieron sobre el tapete todo lo que sería considerado intocable en una sociedad socialista o progresista. Desde los sistemas jubilatorios hasta la educación estatal, pasando por el gasto del Estado, el déficit y el endeudamiento. No se eligió un criterio ideológico, sino un grupo de criterios sensatos. El modelo sueco es hoy uno de los más modernos del mundo, basado en su educación, su productividad, su tecnología y su solidez económica.
No lograron hacer semejante cambio por su condición de suecos, porque un instante antes habían quebrado como cualquier país latino irresponsable, y ya eran suecos entonces. Lo lograron porque tuvieron líderes y no políticos obsoletos, porque ante el desastre reaccionaron para no repetir una y otra vez un modelo que había fracasado y volvería a fracasar.
En un reciente reportaje, un prestigioso comentarista político atribuía el voto por los Trumps o los Bolsonaros al miedo. Miedo a la pérdida de trabajo, a la inmigración —en definitiva la misma amenaza—, a la inestabilidad socioeconómica, a la inseguridad en todos sus formatos. Tiene razón. El miedo, y su contracara, el odio, han sido desde el comienzo de los tiempos el movilizador de la conducta política de los pueblos. Desde las religiones y las mitologías embrionarias —y no tan embrionarias— ambos conceptos condicionaron las decisiones de las masas.
El miedo a la muerte, al hambre, a la enfermedad, a la pobreza o la miseria, a la violencia, a la guerra, al delito, en definitiva el principio natural de supervivencia, no solo ha movido siempre las conductas de los pueblos, sino que ha servido para que los políticos de todos los tiempos manipularan sus voluntades usando y capitalizando esos temores, cuando no atizándolos. Esas religiones más antiguas, y las mitologías, se basaron en el miedo y el odio. Cada uno podrá encontrar la cantidad de ejemplos que prefiera.
Los políticos, finalmente los modernos sacerdotes y oráculos, suelen proceder igual. Fomentando el miedo y su hermano mellizo, el odio. En una especie de continua recreación del Big Brother orwelliano, que no es otra cosa que esa mezcla de emociones precarias que se usa hoy para ganar elecciones, porque el voto, como lo demuestran todos los estudios avanzados que se conocen, termina siendo una decisión emocional que se basa en uno de esos dos sentimientos: el miedo y el odio. No muy distinto a la esclavitud voluntaria que conseguía en sus tiempos Roma, o el feudalismo más adelante.
De esos miedos y odios fomentados está lleno el vergonzoso escenario nacional, donde queda cada día más claro que no existe vocación de seriedad alguna, con cualquier concepción socioeconómica que se pretenda esgrimir. Solo importa ganar el poder, "y después vemos". La repartija de barbaridades para lograr la aprobación de un presupuesto que todos saben que es meramente formal, pero que ha costado más gastos irresponsables y más impuestos que todos los seudoahorros, exime además de la necesidad de tratar de comentar la economía seriamente. Argentina no va a ninguna parte.
Tampoco habrá ninguna solución política. Los pocos partidos que monopolizan férreamente la democracia gracias a la concepción socialista que incluyera en su canje de Olivos Raúl Alfonsín, se ocupan, por un lado, de repartir los tantos entre ellos, mientras dividen a la sociedad por miedo y por odio, como siempre. No hay derecho a tener alguna esperanza por ese lado.
Cuando los escépticos dicen: "Si decís la verdad, no te votan", además de probar su desconocimiento de la historia, también ayudan a la perpetuación de los monopolios políticos vigentes, ineficientes como todo monopolio corporativo. Tiemblan ante la idea de que alguien diga la verdad. Necesitan que nadie les compita. Necesitan un concurso de mentiras. Necesitan ese descreimiento. Necesitan la resignación popular. Necesitan el miedo y el odio. En esa línea, se desalienta con saña la prédica política y económica. Se la descalifica con rótulos, se asusta con las consecuencias de cualquier planteo sano, o se blande el odio, cual barrabravas que usan el fanatismo para ocultar los fraudes deportivos y la pobreza de la oferta de espectáculo. Por eso justamente es que resulta imprescindible que se vuelva a hacer campañas políticas con prédica, con propuestas serias, diciendo la verdad, buscando otro tipo de alianza entre la población que no pase por los partidos.
Tal es lo que ha ocurrido con los Bolsonaros y los Trumps. No son elegidos por su misoginia, su fascismo, su xenofobia, su zafiedad, su homofobia o su racismo. Son elegidos porque han logrado crear otras mayorías virtuales, unas mayorías que no se subordinan a los partidos, que no caen en la trampa del inmovilismo corrupto. Por supuesto que en esa decisión existe el peligro de crear otras grietas, otros fantasmas y otros miedos.
Pero Argentina no necesita un Bolsonaro, ni tomar esos riesgos. Lo que sí necesita son nuevas opciones, nuevos participantes que salten sobre el cerco de los partidos lamentables y creen desde la prédica seria nuevas mayorías, mayoría transversales, más que alianzas entre partidos, que no podrán engendrar otra cosa mas que un íncubo de ellos mismos, como decía Mendel y como ha demostrado Cambiemos.
Por eso es auspicioso que estén apareciendo figuras apartidarias que quieran tomar ese camino. No se pliegan a un partido hegemónico que los deglutirá, ni se postulan como socios al gran negocio de la Política SA, ni tienen miedo a romper la corrección política dialéctica, el relato en todas sus formas. Y no habrá que equivocarse, no importa tanto la línea socioeconómica que se defienda, sino la seriedad, la eficacia y la honestidad de lo que se proponga. Porque al fin y al cabo, se trata de seriedad económica y de gestión, no de ideologías.
De ese accionar deben salir nuevos líderes, respetados, creíbles, serios, patrióticos —perdón por el término—, capaces de predicar, de convencer, de volver a unir a la gente, sin la intermediación nociva de estos partidos enfermos de hoy, que deben desaparecer y empezar de nuevo si en serio quieren ser los instrumentos válidos de la democracia.
El mérito político de los Bolsonaros y los Trumps no es el conjunto de sus aberraciones. Es el coraje de romper un sistema perverso y representar las voluntades colectivas. Es la vocación de enfrentarse a la corrupción, a la ineptitud, al monopolio de los partidos políticos enquistados, a la desesperanza y a los brazos bajos del ciudadano esclavo del miedo, del odio, de los impuestos, de las grietas de la burocracia.
El país merece y tiene la oportunidad de elegir a quienes tengan el coraje de decir la verdad, de proponer soluciones reales, que serán seguramente de sacrificio, pero que nunca serán iguales o peores que los que se tienen que realizar con el populismo sin banderas que sufre hoy y siempre. El país tiene que tener en 2019 la oportunidad de elegir nuevos líderes, con nuevos perfiles, con nuevas ideas, con nuevos estilos, con otro nivel de seriedad y de ideales. Y si no los elige, por lo menos tendrá una opción sólida para comparar. Una semilla que germinará en algún momento, como siempre ha ocurrido.
Seguramente el lector podrá decir que lo que hace falta son instituciones, no líderes. Todavía no se ha desarrollado la inteligencia artificial para crear instituciones sólidas y eficaces que no sea mediante la acción de los líderes. Y eso que han transcurrido varios milenios de civilización. De todos modos, eso es lo que vienen diciendo nuestros devaluados políticos, que usan las instituciones como un escudo, un cubil, un coto de caza, un antro de impunidad o un feudo.
El desafío es saltar por encima de todas las ideologías, las grietas, los populismos, los intereses y la corrupción. Tanto para quienes se quieran postular como para la sociedad. La libertad en todos los planos se gana con coraje. Cada uno en su medida, desde que empezó la vida gregaria. Para salir del feudalismo al que se ha sometido a los ciudadanos, 2019 ofrece una nueva oportunidad. No hacen falta Bolsonaros. Pero sí hacen falta quienes tengan la decisión, la capacidad y la valentía de liderar la lucha por esa libertad. Bienvenido el aire fresco.