Después de la accidentada sesión que terminó con la aprobación del presupuesto, los analistas clásicos volvieron a poner el foco en los 300 lúmpenes de la vía pública que intentaron generar caos para evitar el debate y los diputados nacionales que los acompañaron.
Es verdad: personajes como Leopoldo Moreau, Mayra Mendoza, y Andrés Cuervo Larroque, entre otros, parecen más integrantes de una estudiantina revoltosa que diputados nacionales con responsabilidad institucional.
Pero la verdadera jefa de todos ellos, la que está detrás de cada una de las decisiones, moviendo los hilos, haciendo y deshaciendo, no es otra que Cristina Fernández de Kirchner, multiprocesada, a punto de enfrentar una inquietante serie de juicios orales por graves hechos de corrupción, y con escasas posibilidades de ganar la próxima elección presidencial.
Como venimos planteando desde la muerte de Néstor Kirchner, en octubre de 2010, Cristina vino acentuando, sin el contrapeso que aportaba su marido, su perfil antidemocrático, sectario, y para usar dos términos que tanto le fascinan, cuasigolpista y destituyente.
El dato más notable de su conversión de dirigente apegada a las instituciones a la de caricatura antisistema lo aportó ella misma, cuando se negó a entregarle los atributos del mando al actual presidente Mauricio Macri.
Pero la seguidilla de "ataques urbanos" que tuvieron su máxima expresión en diciembre del año pasado tienen siempre la misma lógica delirante: quieren hacerle creer a la gente que no se puede sesionar en medio de semejante represión, cuando lo que más se manifiesta es la provocación.
Ignoro si Cristina se fue radicalizando al compás de las sesudas reflexiones de Máximo, o si la dinámica fue al revés: con la madre adoctrinando al hijo para cumplir el sueño de la revolución.
Lo que está claro es que, además del comportamiento sectario y el discurso pseudoprogresista, los cuadernos de Centeno terminaron llevando a La Cámpora al pico máximo de su desprestigio como organización colectiva.
Y el fenómeno se registra tanto en la opinión pública como en los sectores donde tenía mayor penetración: desde algunos barrios carenciados hasta los principales centros de estudiantes de las universidades.
El de la comandante y su brigada de impresentables es un fenómeno curioso. Pasaron de gobernar un país con un poder casi absoluto a encerrarse en su pequeño laberinto conspirativo. Hoy oscilan entre las posiciones dogmáticas del Partido Obrero y el intento de captar a dirigentes del peronismo no radicalizado.
Intentaron lograrlo con Felipe Solá y Facundo Moyano. Sin embargo no parecen dos pases de lo más rutilantes.
Uno viene dando vueltas detrás de diferentes jefes políticos desde hace más de 20 años. Fue duhaldista, kirchnerista, integró junto a Mauricio Macri y Francisco De Narváez el "tridente" que le rompió el invicto al Frente para la Victoria en 2009, se puso a las órdenes de Sergio Massa y ahora terminó de nuevo bajo el ala de Cristina Fernández, en una voltereta que resulta difícil de entender, incluso, para sus amigos más cercanos.
El otro, a pesar de su esfuerzo por diferenciarse de su padre Hugo y su hermano Pablo, es la expresión más acabada de la estrategia del clan Moyano, cuyos integrantes están ahora focalizados en evitar que "el Salvaje" vaya preso, más que en las paritarias de camioneros o las elecciones de octubre del año que viene.
Detrás del humo de las bombas molotov y los morteros caseros, hay que rescatar, una vez más, el papel de los dirigentes peronistas que contribuyeron con el quorum y ayudaron a aprobar el presupuesto en general. Tienen todo el derecho a levantar la voz y llamar, incluso, a esta nueva versión de la ley de leyes "presupuesto del ajuste". Para eso existe la oposición y el Parlamento.
El presidente Macri, a quien la polarización y la grieta le conviene más que nada en términos electorales, debería comprender que gobernar bien es también reconocer las buenas actitudes del adversario, en momentos de crisis y emergencia como estos.