Al envío de esta nota las encuestas brasileñas predecían unánimemente un resultado en las elecciones presidenciales de 59% a 41% en favor de Jair Bolsonaro, con una diferencia que se acentuaba en San Pablo y Río de Janeiro. Casi veinte millones de votos de amplitud. Algo distinto al estrecho margen que pronosticara hace una semana con voluntarismo buena parte del periodismo.
Más que una segunda vuelta, se trata prácticamente de un plebiscito vinculante, dadas las opuestas características de los candidatos, las particularidades de la situación brasileña y el momento económico, político y judicial del gran país del norte.
Con un sistema periodístico mayormente contaminado por la corrección política, para no suponer otras intenciones, cualquiera que abogue por la propiedad privada o un mínimo e imprescindible orden social ya es considerado de extrema derecha, por lo que las barbaridades vertidas por el candidato independiente a lo largo de su carrera se enarbolan hoy fácilmente en su contra, en lo que se llama una campaña de carácter, donde se descalifica por todos los medios al candidato opositor por sus dichos o sus acciones públicas o privadas previas —muchas indefendibles—, no por los programas o las plataformas expuestos en campaña.
Pero en un grave error, casi una grosería para los ciudadanos de Brasil, se han proyectado las críticas, la personalidad, los dichos y las opiniones del imprevisible y delirante candidato a los votantes. "Brasil elige a un nazi, a un fascista" se escucha. "El ejército a un paso del poder" se lee. "El grave error de elegir por reacción" dicen quienes han vivido eligiendo por reacción o al partido menos peor. Como si eso no fuera una posibilidad democrática tan válida como cualquier otra. En esta línea, se descalifica al pueblo brasileño diciendo que elige a un torturador, y hasta se sostiene que no por ser una elección democrática es aceptable, "porque Hitler también fue elegido por voto democrático".
O sea, que la democracia, o el resultado de una elección democrática, es respetable, válido y acatable solamente si es aprobado por los derrotados. Caso contrario se trata de un error invalidante. Recuerda a la negativa de Cristina Kirchner (p) a entregar los atributos presidenciales como forma de no aceptar el triunfo de su rival.
Pese a todas las descalificaciones de los hoy exégetas del purismo político, la ciudadanía de Brasil parece estar decidiendo con mucha claridad lo que no quiere. Esto se relaciona no solo con la elección presidencial, sino con el resultado de las legislativas.
La ciudadanía de Brasil, por amplia mayoría, no quiere ser gobernada por la izquierda. El PT y sus candidatos, empezando por Fernando Haddad, extremista de izquierda, han sido derrotados claramente o están por serlo. Y en este último caso, no se trata solamente de un juicio ideológico, sino que también es juzgado por su gestión en San Pablo, como lo es el resto del partido por su gestión, que desmadró la economía brasileña. Puede que a la izquierda no le guste, pero ha sido rechazada mayoritariamente.
Paralelamente, el pueblo de Brasil está diciendo que no quiere ser gobernado por corruptos. Tanto al elegir a una figura indisputada en ese sentido, como al no votar a los grandes imputados y sospechados de los dos partidos mayoritarios, empetrolados por el magnífico trabajo del juez Sérgio Moro, un paso fundamental al republicanismo.
Estas dos decisiones, que no deben considerarse juntas sino separadamente, ya serían suficientemente relevantes como para considerar que se ha desperdiciado el voto, o se ha elegido por reacción, o algunos de los descalificativos que se agitan con liviandad.
Y hay otros temas sobre los que también se están expidiendo con su voto los ciudadanos de Brasil. El derecho de propiedad, por ejemplo, coartado por los movimientos de los sin tierra y similares, que fueron no solo tolerados sino fomentados por el progresismo, y que llevó a ataques armados contra campesinos y a frecuentes tomas de tierras. Algo parecido a lo que ocurre en Argentina con el seudomapuchismo y otras neoetnias que se apoderan de tierras con la anuencia de algunos gobernadores, sin que los dueños tengan la suerte de que los políticos frenen los despojos, con consecuencias que serán gravísimas.
Es otra elección que al populismo le molesta, por eso la descalifica esgrimiendo la preferencia personal por las armas de la familia Bolsonaro. Pero también es una clara decisión afirmativa de las urnas. Como lo es el cansancio con el narco, sus efectos, la violencia y la coerción que aplican sobre la sociedad y el desafío constante al poder legítimo que ejercen. Si eso hay que combatirlo con las fuerzas armadas o no, es otro tipo de decisión que estará en manos de quienes deban reponer el orden social que se ha perdido en tantos años de compra de impunidad y pacto de silencio por parte del PT.
"Brasil elige a un loco", dicen los supuestamente sensatos. Que se callaron ante el robo, la violencia, el reinado del narco, la toma de tierras, la corrupción y el populismo que casi sepulta a ese país y que lo dejó con un nivel de gasto y deuda insoportable. ¿Quiénes son los locos, si los cuerdos hacen semejantes desastres y toleran semejantes atentados contra la libertad, la democracia y el orden social, fundamental para el bienestar de los pueblos?
No es cuestión de ignorar las ideas y las expresiones del casi presidente a lo largo de su carrera, que lo muestran como totalitario, fascista y sobre todo como precario. No muy distinto a la izquierda, que aplica esos mismos criterios cada vez que está en el poder, o toma la calle por asalto y usa la asonada cuando pierde el poder para obstruir a los gobiernos elegidos por el voto popular. O decide no aprobar los resultados de la elección apriorísticamente.
Y por último, hay algo más que Brasil está eligiendo: una economía libre de mercado, abierta y competitiva, con leyes laborales modernas y disciplina fiscal, garantía de que los pobres, las clases bajas, las marginales, tendrán muchas más y mejores oportunidades que con cualquier otro sistema, como lo muestran todas las estadísticas de los últimos cien años. Esa es una clara propuesta del candidato hoy favorito, seguramente más temible para el progresismo que cualquier despropósito que pueda haber dicho en su vida Bolsonaro, que fueron muchos.
Resulta difícil de creer que a partir del 28 de octubre Brasil se transformará en una sociedad racista, machista, homofóbica, torturadora, gatillo fácil y depredadora de la naturaleza. No lo será ni más ni menos de lo que ha sido hasta ahora, con cualquier gobierno. Tampoco es el propósito de esta columna ser garante de la conducta del casi presidente electo, que no es exactamente un equilibrado mental.
Pero en lo que hace a las propuestas económicas y a la necesidad de restablecer el orden social, ha mostrado más cordura hasta ahora que los sensatos políticos que hoy el pueblo expulsa y repele por corruptos, abolicionistas y populistas. Aun cuando su cordura fuera la terrible cordura del idiota, como dijera Antonio Machado.