Setenta y seis billones de pesos, es decir, más de 25 mil millones de dólares, es el costo de la implementación del acuerdo de paz Santos-FARC (APSF). Si lo que gastó el derrochón gobierno anterior dejó las arcas del erario en la inopia, ¿qué podemos esperar del compromiso que nos legó?
Por eso causa alarma que el señor Jean Arnault, jefe de la Misión ONU para la Paz en Colombia, le hiciera al presidente Iván Duque un llamado a seguir adelante con la "implementación del acuerdo" y consolidar de esa manera la paz, sin referirse a los desaforados costos ni a los precarios apoyos de la comunidad de naciones, sin hacer mención a las insuficientes "ayudas" de algunos países que cuando más no pasan de unos cuantos miles o millones de dólares.
Supongamos que los colombianos, que somos generosos con los esfuerzos verdaderos de paz como lo hemos demostrado en el pasado, aceptamos hacer ese inmenso sacrificio para crear, en la práctica, un para-Estado que es a lo que estaríamos impelidos para alcanzar la anhelada pacificación.
Supongamos también que los colombianos estamos dispuestos a digerir los gigantescos sapos que consagran la impunidad de unas guerrillas responsables de delitos atroces cometidos por sus jefes de manera sistemática y a ver a algunos de esos jefes en el Congreso hablando de moralidad, de justicia, contra la corrupción, etcétera.
Supongamos que, igualmente, los colombianos pasaríamos de agache que el presidente Duque, en aras de esa paz bizarra, renuncie a modificar algunos aspectos del APSF. Y muchas otras cosas indigeribles que nos empujarán a las malas por nuestro esófago.
Pero, y el "pero" no es caprichoso y es bien grande, resulta que ni así, es decir, que ni sacrificando nuestras legítimas aspiraciones de justicia, transicional claro está, ni nuestro derecho a superar las graves falencias socioeconómicas, o el derecho de las víctimas a ser reparadas, observamos un cuadro esperanzador de paz.
El mismo día en que el señor Arnault le decía esas palabras al presidente Duque, las mal llamadas disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) asesinaban a tres jóvenes geólogos y herían a varios más de un grupo de civiles desarmados contra los que abrieron fuego sin ton ni son.
Esas "disidencias", según una crónica del New York Times, que en principio estaban conformadas por unos centenares de guerrilleros que no acataron la orden de desmovilizarse, ahora pueden haber recibido el 40% de los ocupantes de las zonas de transición que las han abandonado.
La deserción de jefes del Secretariado de las FARC como Iván Márquez, "El Paisa", "Romaña", que otros, como Joaquín Gómez, vivan en las sombras sin presentarse a su Justicia, es decir, a la JEP, además de los que se quedaron en las selvas a manera de retaguardia por si fracasa la paz, es una situación cuya gravedad no puede ser minimizada ni por el Gobierno nacional ni mucho menos por la Misión ONU garante de ese acuerdo.
Las disidencias están atacando comunidades, lucrándose del floreciente narcotráfico, comprando armas. Asesinaron cruelmente a tres periodistas ecuatorianos, asaltan bases militares, matan soldados y policías de una fuerza pública que cree vivir en un país en paz.
Agréguese a ese panorama inquietante el accionar terrorista del ELN con sus secuestros, emboscadas y ataques a la infraestructura y con sus exigencias para negociar en condiciones de impunidad similares, como no, a las de sus epígonos farianos.
Y, por supuesto, cómo no tener en cuenta la presencia de violentas bandas criminales en zonas rurales y urbanas que viven del narcotráfico y en enfrentamientos ocasionales con otros grupos ilegales con los que se disputan el control de los cientos de miles de hectáreas sembradas de coca que dejó el APSF.
De manera que no es mala fe, no es egoísmo, no es amor a la guerra, no es que seamos pendencieros, no es que no deseemos la paz, lo que hace que la inmensa mayoría de colombianos desconfiemos de las bondades de un acuerdo mal hecho. Son las realidades que vemos en la palabra de una guerrilla cuyos jefes hablan con cinismo y esconden bienes para no reparar a sus víctimas y algunos de los cuales siguen, como Santrich y al parecer Márquez, traficando cocaína.
Se le puede agradecer al señor Arnault su buen deseo, pero, la verdad es que, de una persona de su rango, lo que se espera es una posición más enérgica y resuelta para con una guerrilla que a todas luces está violando lo firmado, a la que se le ha otorgado muchísimo más de lo que se merece y por encima de las leyes nacionales e internacionales. Es ella y no el Gobierno de Duque la que debe dar todo de sí para que al fin se desmovilicen todas sus estructuras "disidentes", entreguen sus bienes, reparen a sus víctimas, dejen sus actos obscenos de darle estatus de heroísmo a sus crueles actos de terror y de organizar homenajes a sus muertos.
Los colombianos no podemos dar más, rebajarnos más, humillarnos más ante los grupos ilegales que nos han maltratado por más de medio siglo.