La filosofía de la tecnología, como campo relativamente nuevo, demanda investigadores ocupados en preguntas tales como: ¿Hacia dónde nos conducen las nuevas tecnologías? ¿Deberían ser conducidas? ¿Por quién y bajo qué criterio? ¿Deberían los recursos estatales o privados ser regulados en función de los objetivos en desarrollo tecnológico? ¿Qué clase de evaluación y quién examina la incorporación de tecnologías y sus consecuencias en variados y múltiples campos de acción?
Las dos escuelas más importantes plantean un determinismo tecnológico, expresión utilizada por Karl Marx, para quien la fuente del moderno desarrollo tecnológico radica en la competencia salvaje e inescrupulosa respecto de toda variable fuera de la maximización de ganancias, núcleo de la sociedad capitalista. La tecnología, así, posee una lógica y dinámica propia e interna no susceptible de modificar en su raíz, salvo por un cambio radical de estructura socio-económica y política.
Jacques Ellul, aunque no marxista, plantea bajo una cierta visión del materialismo histórico severas críticas al sistema circular realimentado entre la tecnificación social y las consecuencias en el modo de vida y las ideologías. No solo dificultando la emancipación del hombre, sino incluso camuflándola con idearios progresistas que, bajo el sempiterno lema de libertad, felicidad y bienestar a cualquier precio, encubren el yugo de la tecnología modificando conciencias, y desarrollando corrientes y tendencias a tales fines, demandando a su vez la producción y el consumo de nuevos medios técnicos para satisfacerlas. Ante este modo tecnológico de vida y conciencia como disciplina de masas, Ellul propone un imprescindible fortalecimiento de la conciencia ascética individual restaurando valores que la sociedad tecnificada ha derrumbado. Y esto es por cuanto la tecnología no tiene una finalidad axiológica a la cual se someta, sino que está sujeta a un imperativo racional de eficiencia, donde todo puede ser medio para otra cosa. Básicamente, se trata de un esclavizante sistema circular entre tecnología y apetito desiderativo, el cual solo encuentra su solución de continuidad en el "puedo pero no quiero", reconquistando el terreno de la ética.
Similarmente, Hans Jonas desarrolla su principio de la responsabilidad bajo la concepción que la naturaleza puesta al servicio del hombre mediante la tecnología crea una relación de incumbencia por cuanto aquella se encuentra bajo el poder de este. No obstante, el abuso de la intervención tecnológica en la naturaleza en general y en la humana en particular, haciendo de ambas un material susceptible de ser alterado radicalmente, devino en el dominio de la tecnología subyugando a un hombre, quien, habiente de un tremendo poder basado en el conocimiento y la capacidad tecnológica casi escatológica, se encuentra en crisis por no tener marco de orientación en un mundo que pretende despojarse de toda ética y marco axiológico tradicional. En este sentido, el intervencionismo y la manipulación tecnológica cuyos logros por su propia dinámica tienden a sistematizarse, provocan alteraciones duraderas y consecuencias imprevisibles hasta de la propia condición humana, y por ello demanda una ética no solo personalista sino integradora de la propia naturaleza. De modo contrario, el hombre claudica esclavizado a aquel sistema. Pero para restablecer la responsabilidad es menester la conciencia y el remordimiento, precisamente aquello que ha corroído el imperativo tecnológico, eliminando al sujeto humano como tal en provecho de un nuevo determinismo. Es debido a dicha responsabilidad que la tecnología podría reubicarse en una posibilidad aplicativa o conductiva, sin devenir inmediata y simplemente por su primicia, en obligatoriedad consumada como nueva referencia deóntica.
Para ambos filósofos, uno cristiano y otro judío, los actuales marcos investigativos dependen de instituciones tecno-burocráticas cuyos resultados no son objeto de reflexión crítica, su praxis no es objeto de la deliberación ética, y se transforman casi inmediatamente por cuestiones de mercado en reglas impuestas a la sociedad, conduciéndola ciegamente a un poderoso orden transformador, pero destituido de eticidad exhortativa y axiología coercitiva. Simplemente la posibilidad técnica devino en la esencia del poder que manifiesta una verdad que debe ser acogida como una nueva naturaleza. Así, se concretó de forma bestial y extensiva la transformación de mentalidad y espíritu por los medios instrumentales y la producción, donde hoy más que nunca toma plena vigencia el ejemplo del campesino, quien más allá de su voluntad deviene en soldado mediante el uso de un arma, y el incentivo en su uso resulta tan poderoso que le es imposible evitar ser soldado a menos que otro se la quite. Y si a ello se le suma el mercado, se crea una artificiosa necesidad por el arma, cuya base es esencialmente el lucro. Este es el verdadero peligro, la tecnología disponible adquirida o consumida por una necesidad artificiosa, deseo o ideología motivada y motorizante en lo comercial, finaliza gobernando a su tenedor y transforma su mentalidad, a menos que el sujeto fuera lo suficientemente educado y formado no solo para considerar las consecuencias de sus acciones, así como la de otros, sino también manteniendo una conducta en función de una escala axiológica trascendente a todo marco enajenador.
Este fenómeno se manifiesta en la presente sinonimia entre lo biotecnológicamente posible y lo bioéticamente aceptable, deviniendo el segundo en mero correlato del primero, sin evaluar la tecnología a la luz del conjunto de normas axiológicas y actitudes de carácter conductivo predominante en una sociedad o en una fase histórica dada, cuyo cimiento es filosófico o religioso. Estos marcos axiológicos son los que proporcionan las categorías conceptuales, formas de pensamiento, premisas básicas y procedimientos de una cultura determinada, para evaluar las normativas conductuales en un campo de estudio o área de experiencia. Y por ello sufren la actual denostación en favor de un monolítico imperativo tecnocrático, produciendo un hombre despojado de toda tradición y que en términos prácticos deviene en el consumidor ideal, esclavizado a su deseo como máxima a partir de la cual construye su deontología, instrumentándose a sí mismo y manipulándose en pos del cumplimiento de su apetito desiderativo. Por ende, toda evaluación y tesitura sistemática, en este caso en lo bioético, para distinguirla de la mera posibilidad técnica, opinión u ocurrencia desiderativa, conlleva la imprescindibilidad de un sistema axiológico en el cual y nuevamente las filosofías y las religiones son su propia base y fundamento. Esto es precisamente lo que resuelve el círculo vicioso entre tecnología, consumo y mentalidad, dado que conlleva la obligación de aceptar deberes o prohibiciones, ninguna de las cuales deviene de la tecnología, sino que dependen de la escala axiológica del individuo o de un colectivo humano.
Así, el debate bioético sobre el límite entre lo técnicamente posible y lo conductivamente aceptable no reside en una lucha entre una supuesta anuencia o tolerancia infinitamente maleable revestida de racionalidad y progresismo, versus una tan dogmática como la anterior pero ahora supuesta intransigencia cruel basada en la oposición religiosa y conservadora a las novedades en tecnología médica. Más bien radica en la posibilidad de conocer y analizar, metodológica y sistemáticamente, las diferentes concepciones axiológicas constituyentes de nuestra sociedad y determinar si es posible un mínimo de principios en común para un espacio de debate bioético. Luego y a partir del cual se pueda establecer criterios y políticas públicas en materia de biotecnología, contribuyendo a la construcción de una sociedad más justa, promoviendo un individuo virtuoso y una ciudadanía de calidad.
El autor es rabino y doctor en Filosofía, miembro de la Pontificia Academia para la Vida, Vaticano.