Sin merecer ninguno de los dos homenajes, fui intimidado tanto por la Cuba de Fidel Castro como por el Chile de Augusto Pinochet. Eso me podía haber convertido en un ser políticamente correcto, casi de diseño.
Para una revista colombiana, fui a cubrir a Santiago de Chile el plebiscito de 1988 donde tuvo su gloriosa victoria electoral la oposición democrática, y durante una muy picante manifestación que pedía la renuncia inmediata del dictador, en un rincón de la histórica Alameda, frente a la sede del Ministerio de Defensa donde ingenuamente quisimos refugiarnos, recibimos una tunda de palos por parte de los Carabineros molestos con los corresponsales extranjeros. Quince años después, mientras estaba en La Habana investigando la situación del periodismo bajo una dictadura, estuve preso por unas horas.
Haber sido despreciado por los regímenes de Pinochet y Castro es un honor que no merezco, pero a la distancia da orgullo. Me pone en la senda de Jacobo Timerman, quien escribió un libro sobre (contra) la dictadura cubana y otro sobre (contra) la dictadura chilena. También en eso me superó Jacobo: escribió otro contra el militarismo israelí y otro sobre la dictadura argentina.
Ese mundo parece lejano, pero los autoritarismos se modernizan. Hay quien cree que los autoritarismos son vueltas al pasado, pero la verdad es que tienen una imaginación pavorosa que logra convencer de su modernidad y de su causa noble.
Así lo dijo el primer gran modernizador del autoritarismo del siglo pasado, Benito Mussolini: "No podemos prometer el árbol de la libertad en las plazas; no podemos dar libertad a aquellos que sacarían provecho de ella para asesinarnos. En esto reside la idiotez del Estado liberal: en dar libertad a todos, aun a aquellos que se valen de ella para derribarlo. ¡Nosotros no daremos esa libertad! ¡Ni siquiera si la demanda de esa libertad estuviese envuelta en el viejo papel descolorido de los principios inmortales!". En esa ola de innovación autoritaria, después vinieron los que llamaron en un principio 'los fascistas alemanes', que resultaron ser los nazis. La libertad no puede utilizarse contra la revolución, por lo tanto, no hay libertad, proclamaron los autócratas desde Maximilien Robespierre hasta los Castro.
Hoy la democracia está nuevamente asediada por el malestar. Crecen los disconformes y se crean bolsones autoritarios en todos los niveles sociales y etarios. Esta es la paradoja: la democracia se perjudica con aquello que justamente promueve. Un régimen de libertad hace visibles las injusticias, y esa visibilidad de lo que falta puede terminar destruyendo lo que se consiguió.
A veces, las dictaduras suelen convencer mediante el trueque de derechos: los derechos básicos que te están faltando te los damos a cambio de lo que te sobra. Si te falta seguridad, te la damos a cambio de las libertades civiles y políticas; si te falta comida, te la daremos a cambio de las libertades civiles y políticas. Esos acuerdos han funcionado para construir la legitimidad de origen de las dictaduras de derecha, de izquierda y de las ambidiestras. Por eso, la estabilidad democrática se alcanza cuando existe una amplia mayoría social que no se tienta con ese trueque de derechos.
La democracia no son piedras sino palabras, por eso en América Latina las tenemos que cuidar más. En gran medida, el valor de la democracia será el valor de las palabras que nutran nuestra convivencia.
El autor es profesor de Periodismo y Democracia, de la Universidad Austral.