Algo parecido a los sucesos que ocurren en Venezuela no lo habíamos presenciado los latinoamericanos en las dos centurias de vida independiente de nuestros países.
Tenemos noticia de éxodos de miles de militantes perseguidos por dictaduras que implantaron regímenes de terror y persecución, de migraciones en gran escala de gentes que salen en busca de nuevos horizontes económicos ante la falta de empleo o la miseria insoluble. Pero nada de lo que haya ocurrido en el pasado tiene los ribetes trágicos de lo que experimenta el pueblo venezolano en el momento actual.
Si nos preguntamos a qué se debe que miles de miles de personas, quizás varios millones, en un lapso relativamente corto de tiempo estén saliendo hacia los países vecinos realizando extensas caminatas, enfrentando las inclemencias del hambre, del clima y del desarraigo, escucharemos todo tipo de explicaciones según el lugar del espectro político desde el que se hable.
Lo cierto del caso es que Venezuela, uno de los países más ricos y poseedor de la mayor cantidad de reservas de petróleo del orbe, donde se dan el lujo de adquirir la gasolina más barata que el agua (con un dólar se pueden comprar 3,5 millones de litros de petróleo), hoy ha reducido su producción en más de 1,5 millones de barriles diarios, no hay medicinas, no hay oferta de alimentos en las cantidades y los precios adecuados para sobrevivir.
Pero, además de haber matado la gallina de los huevos de oro, el gobierno de ese país se empeñó en adelantar un proyecto de socialismo bolivariano, copiando el modelo castrista, atacando la empresa y la propiedad privada, persiguiendo a empresarios, causando la emigración forzada de los empleadores que, impotentes, presenciaron la nacionalización y la expropiación de sus activos, sus bienes y su patrimonio.
El estatismo adoptado por Hugo Chávez y Nicolás Maduro convirtió el agro productor de alimentos en un desierto; en materia política y electoral jugaron y atropellaron la Constitución, organizaron fraudes para alterar los resultados y perpetuarse en el poder. Convirtieron su ideología y sus dogmas en política oficial, persiguieron y reprimieron sangrientamente las masivas protestas de la ciudadanía, encarcelaron decenas de líderes opositores, cerraron canales de televisión, emisoras, diarios e hicieron del aparato educativo una tribuna de adoctrinamiento.
Así que, detrás de las dolorosas imágenes de marchantes que desafían el cansancio, el frío, el calor, la lluvia y el dolor del alma, no hay un error o una falla sino un modelo económico y un régimen de dominación política con los que se pretendió y se insiste en llevar a la práctica dogmas preciados de la reaccionaria izquierda latinoamericana plasmados en el programa del Foro de San Pablo, el mismo que se ha intentado en varios países de la región y que se logró imponer en muchos de ellos.
Las consecuencias, todas disímiles, pues en cada país en que se trató de implantar lo orientado por dicho Foro las reacciones fueron diferentes, se reflejan con crudeza en el ámbito político y en la esfera económica.
El populismo izquierdista, una vez en el poder, cocinó un plato explosivo y envenenado, que confirma su fracaso histórico y ningún éxito. En ningún país el socialismo en todas sus variantes pudo resolver el problema del hambre, de la pobreza extrema, del desempleo. Al cabo de décadas, desde la revolución comunista rusa en 1917, la economía planificada desde el Estado, la abolición de la propiedad privada, el reemplazo de los empresarios por la burocracia partidista, sucumbió ante el empuje y la supervivencia del capitalismo como sistema económico sin alternativa a la vista ni en el corto ni en el mediano plazo.
Es tan patético el desastre de los modelos socialistas que hasta los países más ortodoxos en su aplicación: China, Vietnam, Rusia, etcétera, se han visto obligados a reimplantar el capitalismo y la propiedad privada para suplir el hambre de sus poblaciones.
El segundo factor propiciador de la crisis tiene que ver con la anulación de la democracia y de las libertades, con la manipulación de la Constitución, las restricciones a la libertad de prensa y la desenfrenada corrupción de las altas esferas del "poder popular" que roban y esquilman lo poco que queda de riqueza.
Auténticas mafias se han formado en el seno de los rígidos partidos comunistas y socialistas que pelechan a la sombra de las grandes definiciones. La corrupción en Venezuela se expresa en un gobierno mafioso que vive del robo de las rentas del petróleo y del narcotráfico, y ha desembocado en la formación de una burguesía lumpen, la boliburguesía, que rapta recursos inconmensurables a los proyectos sociales humillando la calidad de vida de la población.
Hay mucho de criminal en la conducta de Maduro-Diosdado y su camarilla, y eso tampoco es un desliz, es usual en los déspotas y dictadores.
Así pues, que ojalá los sociólogos del socialismo no insistan en el cuento del error o falla del sistema ni le den alas a la burda idea madurista de que todo se debe a un complot del imperialismo. Mejor que recuerden que la guerra del hambre fue una estrategia del dictador Stalin que llevó a la muerte por inanición a varios millones de rusos y ucranianos. Que la emigración masiva es forzada por el aparato político de los comunistas para deshacerse de millones de estómagos, tal como lo hizo en varias ocasiones Fidel Castro con el "Mariel" y otros éxodos forzados para aliviar sus cargas creándoles problemas a los tan aborrecidos vecinos capitalistas y democráticos.