El 4 de julio de este año, en un coqueto restó cercano a la Plaza de Mayo, un alto funcionario del Gobierno se derrumbó en una silla ubicada al fondo del local.
–Me había olvidado de este lugar –resopló–. Hoy pude venir porque es el día de la Independencia en Estados Unidos y allá no abren los mercados financieros. No sabés lo que daría para que Wall Street tuviera un mes seguido de feriado cambiario.
Su interlocutor lo miró con curiosidad. Se lo veía cansado pero no tan envejecido como había previsto. La catarsis siguió.
–No puedo creer lo que pasó. En abril de este año, se realizó en Washington la spring meeting del Fondo y del Banco Mundial. En una de las actividades laterales, de esas que organizan los grandes bancos, se le pidió a los asistentes que eligieran el mejor país para invertir dinero en el 2018. Cada uno de ellos tenía un iPad donde apareció un mapamundi. Todos los dedos pulsaron el territorio argentino: ganamos por lejos. Estábamos supertranquilos con el gradualismo. La economía crecía casi al 4 por ciento. ¿Qué podría pasarnos? Tres semanas después, en medio de la tormenta, firmábamos con el Fondo Monetario.
Pasaron otros dos meses desde aquel almuerzo. Ese mismo funcionario, con algunos otros, sigue siendo testigo privilegiado y, al mismo tiempo, víctima de un proceso que tiene un vértigo imparable y que empieza ahora a derribar gran parte de los presupuestos que guiaron los primeros 30 meses de la gestión de Mauricio Macri.
La crisis ya ha barrido con muchos intocables. En el gabinete ya no están Juan José Aranguren ni Federico Sturzenegger. En estas horas empiezan a hacer sus valijas Mario Quintana y Gustavo Lopetegui. Eso hace temblar al Jefe de Gabinete. Diez ministerios están a punto de desaparecer. La idea de la reelección, tan asegurada hace 4 meses, ha dejado lugar a las dudas sobre el cumplimiento del mandato. Pero hay aún un proceso más relevante que la enuneración de bajas y reemplazos.
Retenciones a todo el sector exportador, impuestos al turismo en el extranjero, impuestos extraordinarios a tenedores de bienes en moneda extranjera, eventual reestructuración forzosa del endeudamiento a corto plazo, acuerdo de precios y salarios, desdolarización de tarifas eran malas palabras para el léxico oficialista: en las últimos días, en cambio, formaron parte de las opciones que se analizaron en Olivos para enfrentar la crisis que cambió todo. Cuánto de todo esto se apruebe o se descarte, depende basicamente de Macri, el protagonista central de esta historia.
Este giro conceptual obedece a razones estructurales. Mauricio Macri asumió con la idea de que tendría un gran apoyo del mundo financiero internacional. Gran parte de la estrategia estaba pensada desde esa perspectiva. Por eso levantó todos los controles de capitales y arregló con los holdouts. La Argentina estaba desendeudada. Había margen para prestarle. El país, al mismo tiempo, elevaba la tasa de interés para contener los precios internos y el tipo de cambio. Había allí un gobierno amigo que ofrecía un negocio muy rentable y, al parecer, sin riesgo. La plata empezó a llover.
En las librerías porteñas se puede encontrar en estos días el libro México, del talentoso escritor y diplomático francés Alain Rouquié, que cuenta una historia similar. Hacia fines de 1994, México era el país estrella en el mundo financiero internacional. Eso se explicaba porque luego de décadas de políticas nacionalistas y retórica antinorteamericana, finalmente había pegado un viraje, que derivó en la firma del tratado de libre comercio con los Estados Unidos y Canadá. Los grandes fondos financieros del mundo se agolpaban para prestarle: el famoso shock de confianza. Unas semanas después de ese estrellato estalló la inolvidable megadevaluación conocida como tequilazo. México se derrumbó. Cuando el mundo financiero elige a un país -o a un activo- como estrella, es suficiente motivo para moverse con prudencia. Macri no lo hizo.
En abril de este año, se desató un proceso muy estudiado, que los técnicos llaman "sudden stop". Por alguna razón, un grupo de financistas descubre que el rey está desnudo: ese activo en el que habían invertido tanto era, en realidad, una burbuja. Otros ven lo que hacen los más despiertos y empieza el comportamiento en manada. El Gobierno se desespera y hace lo imposible por impedir el derrumbe. Pero cada gesto hacia sus amigos de las finanzas reactiva el pánico. Si va al Fondo, o sube las tasas, o anuncia otro ajuste, o cambia al presidente del Banco Central, todo confirma que en realidad está en problemas. Es tiempo de huir.
Luego de la corrida de las últimas dos semanas, un sector del Gobierno parece haber descubierto que la solución no pasa por recurrir a los bancos y los fondos de inversión. Las recetas de estos tienen tanta lógica como su comportamiento: son erráticas, caprichosas y solo incrementan los problemas. Si no ofrecen ninguna solución, si cada gesto para recuperar su confianza, en realidad, la aleja, ¿qué sentido tiene escucharlos o seducirlos cuando, además, son una de las causas centrales del desastre?
Perdido por perdido, el Gobierno entonces empieza a abandonar la lógica financiera y a imaginar soluciones alternativas. Mauricio Macri parece haber aceptado, por ejemplo, que el camino el equilibrio fiscal no pasa únicamente por recortar gastos sino, también, por aplicar impuestos a los sectores que fueron beneficiados por la devaluación. Pero esa admisión tiene límites. Su Gobierno ha sido atravesado por lobbies desde el comienzo: hasta ahora no ha sido un Presidente capaz de independizarse de ellos.
Distintos economistas cercanos a Cambiemos han sugerido la necesidad de aplicar retenciones a todo el sector exportador: entre ellos, Pablo Gerchunoff, Bernardo Kosakoff, el mismísimo Carlos Melconián y gran parte del equipo de Nicolás Dujovne. Otros, como Juan Llach, reclamaron impuestos a la propiedad de la tierra. El empresario Gustavo Grobocopatel explicó que los productores agropecuarios deben hacer un gran esfuerzo en este sentido, aunque probablemente "no sea inteligente" que se produzca por la vía de las retenciones. Si esa medida, como parece, se tomara, tendría un efecto simbólico adicional. Es más sencillo discutir con sindicalistas o con universitarios cuando se puede demostrar que el esfuerzo en la crisis es compartidos por los más pudientes.
Algunos especialistas consideran que esas modificaciones podrían resolver gran parte del deficit fiscal primario, mientras que la devaluación de estos días habría finalmente licuado el déficit de cuenta corriente. Si eso fuera así, todavía le quedaría al Gobierno un camino muy empinado. No está claro dónde se estabiliza el dólar, ni los efectos que eso tendrá sobre la inflación, especialmente la que afecta a los más pobres, y luego deberá conseguir los dólares para pagar los intereses de la deuda o para financiar lo que queda del déficit o establecer una política tarifaria nueva, despegada de las pretenciones dolarizadoras de Juan José Aranguren y los empresarios del sector.
¿Qué sigue? Si la carrera entre precios y salarios se acentúa, ¿no será momento de implementar un acuerdo de precios y salarios, como sugiere Guillermo Calvo, un economista muy lejano al "troskokirchnerismo"? Si la bomba de lebacs y letes sigue ejerciendo una presión tremenda sobre el tipo de cambio, ¿no será necesario implementar una restructuración compulsiva y entregarle a los bonistas a cambio de las Lebacs bonos a largo plazo? Es cierto que eso ahuyentaría la confianza de los inversores extranjeros. Pero ¿qué confianza? En el momento en que, ya ordenada, la economía real empiece a funcionar, esa confianza, inevitablemente, volverá. Ya ocurrió.
En el medio de todo esto está Mauricio Macri en una pelea dramática por salvar su pellejo: ¿qué no haría cualquiera en su situación? ¿Qué está dispuesto a hacer él? ¿Cambiar en serio para resolver un problema de fondo? ¿Quedar a mitad de camino? ¿Balbucear un discurso de un minuto y medio y agravar todo? Todas estas cosas se definen en estas horas en la Quinta de Olivos.
Algunos economistas que recomiendan el giro de Macri sostienen que la economía argentina es muy distinta a la del 2001: la producción energética crece fuerte, la próxima cosecha batirá récords, los deficits gemelos pueden llegar a eliminarse, los bancos están sólidos, las empresas no están endeudadas. Pero la desesperación por satisfacer a los acreedores de corto plazo ha puesto todo en duda.
Con los anuncios de mañana, Macri tratará de empezar a despejarlas.
No será sencillo.
Anuncie lo que anuncie, se vendrán semanas volátiles: más vértigo, más montaña rusa, más incertidumbre.
No habrá tiempo para compartir agradables almuerzos en coquetos restós.
En la Argentina, como siempre, lo mejor está por venir.
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