Entre la explicación sesgada de que todo lo que ahora sucede es culpa del saqueo sistemático que la Argentina viene sufriendo desde 2003 y los tiburones al acecho que pretenden empujar a Macri hacia el abismo, hay una franja de argentinos que pretendemos una salida más módica: la posibilidad de vivir en un país normal. No una superpotencia. Un país normal, con una inflación anual de menos del 10 por ciento, como Chile, Uruguay, Perú, Colombia, Bolivia e incluso Paraguay, independientemente del tamaño de su economía.
Porque es cierto que la bomba que dejó Cristina Fernández le viene explotando en la cara a esta administración casi todos los días. Pero es igual de cierto que el Gobierno no da pie con bola en la administración de la política económica.
Para empezar, alguien tiene que pagar el costo de haber expuesto ayer al Presidente. Porque el cachetazo político que recibió de los mercados fue peor, incluso, que las consecuencias financieras y económicas. Fue una trompada en la cara a su credibilidad como líder.
Para seguir, hay que dejar de jugar al tira y afloje y poner en un papel cómo se va a llegar a un déficit de 1.3 por ciento del PBI, como se acordó con el Fondo.
Y para terminar, hay que renegociar con el FMI la posibilidad de usar parte de los dólares para pulsear con el mercado y así fijar el precio del tipo de cambio, porque esa limitación no solo está haciendo que el Banco Central pierda todos los días el partido contra los compradores de divisas. Además está desangrando por goteo las reservas, a un promedio de 200 millones de dólares por día.
El anuncio sorpresivo, excesivamente breve, de alta complejidad técnica y de apariencia desesperado de Macri sirvió para que las autoridades del Fondo salieran a comunicar, palabra más, palabra menos, que parte de los desembolsos se van a anticipar.
Pero entre la aparición de Macri y la firma de esa decisión hay un espacio de tiempo de por lo menos 15 días. Es lo que tarda habitualmente la burocracia del organismo multilateral en transformar las palabras en hechos contantes y sonantes.
Ahora volvamos a los asuntos políticos. Esta administración, que gobierna con minoría en ambas cámaras legislativas, nunca quiso hacer un acuerdo básico con la oposición. Ni cuando se encontraba más fuerte, con niveles de aprobación que hubieran predispuesto al acuerdo a muchos de los líderes del peronismo no kirchnerista, ni en los últimos tiempos, cuando es evidente que los necesita todavía más.
Ahora el Gobierno tiene un nuevo problema: si lo busca, pondrá más en evidencia su debilidad estructural. Si decide un profundo cambio en el gabinete, como se viene rumoreando desde hace horas, el mercado y el sistema político lo pueden llegar a interpretar como un signo de vulnerabilidad extremo.
Ayer, tanto María Eugenia Vidal como Horacio Rodríguez Larreta se ocuparon en decenas de conversaciones reservadas, de negar que ellos le estuvieran reclamando a Macri la salida del "trípode" Marcos Peña, Mario Quintana y Gustavo Lopetegui.
Sin embargo, el amigo del alma del jefe de Estado, Nicolás Caputo, admitía ante interlocutores de confianza que de esta crisis se salía de dos maneras posibles: o con una masa de fondos que hoy la Argentina no tiene, o con un cambio de nombres y un acuerdo básico con la oposición que no quiere que la Argentina se incendie. Que también pretende vivir en un país normal.