Los cuadernos se deshojan y van cayendo los nombres, los prestigios y los desprestigios como la proverbial fila de fichas de dominó. El país es, una vez más, objeto de la ironía, el escarnio, el desprecio y la desconfianza global. Con justa razón.
Simultáneamente, la herencia fatal del kirchnerismo, unida a la incompetencia de Cambiemos para desarticularla en sus diversos órdenes —o su insistencia en convalidarla en muchos casos— ha llevado a la economía a una situación que puede llegar a tener un destino de triste y funesto pronóstico. El término "default" aparece cada vez con más frecuencia en público y en privado, ya no solo agitado por alarmistas o panelistas petarderos.
El Gobierno se ocupa de explicar que las dificultades se deben a la crisis externa, pero ese argumento mete más miedo a quienes recuerdan la historia fotocopiada tantas veces, porque implica, si los funcionarios se creyesen su propio discurso, que no tienen noción de lo que pasa, ni un diagnóstico ni un plan.
En una vuelta de tuerca para justificar el desperdicio del crédito internacional y la generación de una carga de intereses suicida para pagar un gasto que el país no podía ni puede afrontar, la nueva excusa falaz es que este Mani Pulite propio impide que se consiga la financiación privada que los contratistas necesitaban para el plan de obra pública que supuestamente empujaría el crecimiento y el empleo.
El empecinamiento en aferrarse al gradualismo y en arrastrar en esa locura al Fondo, como el náufrago que se abraza al guardavidas que lo socorre, hasta hundirse con él, aporta poco optimismo para el análisis. Si la receta es la misma que ha traído al país hasta aquí, los resultados serán catastróficos. El ajuste golpea desordenadamente sobre el sector productivo privado, y cualquier ahorro así logrado ha sido anulado por la masa de intereses desperdiciada en combatir incompetentemente la inflación y en financiar gasto con deuda. De modo que la sociedad debería prepararse para volver a intentar resucitar el cadáver de su ilusión de grandeza.
Sin embargo, el déficit mayor, el motor de todas estas caídas, excede el acotado ámbito de la economía. El códice de la causa esencial del fracaso está escrito con letra invisible pero indeleble en esos cuadernos. La inmoralidad perversa de funcionarios, empresarios, políticos, partidos, jueces, fiscales, bancos, asesores, sindicalistas, profesionales, intermediarios, con distintas gradaciones de culpabilidad, responsabilidad o tamaño del botín, ha destruido la capacidad creadora, la vocación de emprender y de invertir. El default es moral.
Esto no ha ocurrido solo en diez años. Floreció sus flores negras en una década en que el Estado fue tomado a saco por manos inescrupulosas, avaras, sociópatas, drogadas de ambición de dinero y poder, apátridas, vengativas, depredadoras y resentidas, con una capacidad de daño inconmensurable. Ese Golem se encontró con un terreno fértil que cultivó la corrupción durante muchas décadas. Solo tuvo que ponerse al frente de él, como un Padrino que junta a todos los mafiosos, los intimida o mata a algunos, y se transforma en un capo di tutti capi, reparte territorios y asigna ganancias.
Argentina construyó con prolijidad este momento. Desde la deseducación sistemática que un sindicalismo ideologizado, mercenario e ignorante ha venido esparciendo con la tolerancia de gobiernos demagogos y funcionarios corruptos ocupados en sus negocios. O con jueces prostibularios, coimeros, con familiares millonarios, o que arrojaron su paranoia sobre la población con su permisividad o su abolicionismo. Que contaron con la tolerancia de funcionarios multipartidarios que pagaban favores y hacían trueques éticos. Un gobierno dictatorial de comunión diaria, por ejemplo, fue el que regaló la corruptela de las obras sociales a la mafia sindical, regalo convalidado hasta hoy por gobiernos de todos los signos.
El kirchnerismo agregó atentados a la moral como el comercio de los subsidios a madres y abuelas sobre desaparecidos inventados y nietos no nacidos, convalidado y santificado por el actual Gobierno, que no se atreve a investigar semejante alevosa mentira. Como convalida la sistemática destrucción del orden social y la pérdida del monopolio estatal de la fuerza.
Siguieron los negocios con los mapuches y los derechos humanos, con el INCAA, con el Conicet, con los actores, con las mineras, con China, con la industria petrolera local e internacional, con los villeros, con la droga, escandalosas y groseras maniobras y manipulaciones que sepultan la moral en nombre del dinero. Lo mismo puede decirse de las ONG piqueteras, de las pautas publicitarias a dedo, de los subsidios por discapacidad, una burla a la ciudadanía. Y del aberrante pacto rentado con Irán.
El populismo creciente que asuela desde hace 70 años transforma a parte de la sociedad en coimera, ya sea por el "derrame" directo a choferes, valijeros, custodios, jardineros, amantes, piqueteros, contratistas, cueveros, como por la coima a la ciudadanía que lleva implícita. Peor aún resulta cuando esa coima tiene el formato de planes que se reparten como choripanes o millones de jubilaciones sin aportes, que termina en un cuadro como el actual en que seis millones de esclavos trabajadores y contribuyentes sostienen a todo el resto de la población. Lo que constituye una inmoralidad, por lo menos.
La unanimidad con que se dejó de hablar del negocio de los futuros que se gestara durante el Gobierno anterior y se ejecutara durante este gobierno, solo puede ser una casualidad en el reino de Babia. Algo parecido a la venta de dólares baratos de las reservas para permitir desarmar las posiciones en Lebacs. Pero de eso seguramente no es conveniente hablar.
Mucho antes del kirchnerismo la sociedad ya había adoptado, asimilado y glorificado a los corruptos. El inteligente eslogan que logró acuñarse con la acción comunicacional: "En la Argentina no se puede hacer negocios si no se coimea", no solo resultó rentable para todos los participantes, sino que creó una pertenencia social inmerecida. Y de paso tuvo el mérito de anular cualquier prurito ético. Los cuadernos obligan a pensar si no habría que dejar de generalizar el uso de la palabra "empresario" o al menos darle otro nombre a aquellos cuyo negocio no tiene que ver con el riesgo, la competencia y el cumplimiento de las normas de convivencia; en vez de casarse con ellos, halagarlos o disfrutar de sus fiestas. Similar tratamiento cabría para las palabras "político" y "partido".
El populismo crónico tiene como consecuencia inherente la creación de una ética flexible y dialéctica, un relato que explica y justifica lo que no justifican la ley ni la lógica. O que tuerce la ley o la incumple pero con anuencia de la sociedad. Una destrucción sistemática de los principios morales. El modelo económico nacional, desde hace 70 años, lleva implícita una estafa porque se sabe de antemano que finalmente ninguna deuda será honrada.
Como reflejo de esa clase poderosa, el argentino juega a que no se da cuenta de ese hecho y entonces se beneficia, cada uno en su nivel y en sus posibilidades, de todas las ventajas que le da el sistema mafioso y corrupto, y se rebela en nombre de la justicia social y sus derechos constitucionales cuando se acaba la plata para pagarlas. Y cuando se llega al límite, reclama en las calles y en las redes que se deje de pagar las deudas y de respetar los derechos constitucionales de los demás, para no tener que sufrir. Eso es lo que ha empezado a pasar de nuevo.
En este nuevo universo de arrepentidos, el propio presidente Mauricio Macri, asustado por los efectos de los renglones fatales, trata de separar las empresas de los dueños para no quedarse sin una herramienta fundamental. Tiene razón. Pero habrá que ver en qué condiciones se produce esa redención. CEO que renuncian pero pasan la conducción a sus hijos, un anticipo de herencia, o ventas instantáneas o fondos poco creíbles, no son una buena base ética para demostrar arrepentimiento alguno. Puede que la Justicia, la AFIP, la UIF o el establishment entiendan el arrepentimiento de otra manera. Pero el daño no se repara con un acto de contrición.
El país está en default moral hace mucho tiempo. Si por temor a las consecuencias o por cualquier otra razón no se empieza a sancionar las conductas nocivas de los prebendarios y los ventajeros públicos o privados, tampoco se le puede exigir impuestos, sacrificios, comprensión y apoyo a los pobres soldaditos de la mafia. Si no se sale de ese default moral, ningún default económico será el último.