Medir y comparar, suelo decir en mis clases, es uno de los signos potentes y evidentes de esta época, un rasgo de la vida líquida. No es casual la obra de Thomas Friedman, El Mundo es Plano (2005), en la que justamente hace referencia a esa situación global novedosa en donde todos estamos alojados en un terreno de juego y práctica nivelado, conectado a través de internet y abundante en información, en donde se vuelve factible (y a veces hasta se torna necesario) medir para comparar, o al menos para orientar discusiones, decisiones y, eventualmente, diseños de políticas públicas.
Por supuesto que medir aprendizajes no es lo mismo que medir cantidad de personas conectadas a internet, y es allí en donde estamos obligados a tomar con pinzas y precaución las mediciones de los aprendizajes, y mucho más a utilizar los rankings y las escalas comparativas mundiales o regionales como verdades reveladas. Si la medición del aprendizaje de un solo niño o aprendiz siempre ha sido una tarea tediosa e imperfecta, y un territorio de enorme tensión, imagine a nivel de sistema. Y si ello ocurre hacia adentro de una comunidad, imagine todas las objeciones válidas que se pueden argumentar contra las iniciativas que intentan comparar los aprendizajes o la calidad de instituciones o sistemas educativos tan diversos como los que integran un territorio como Latinoamérica. Así y todo, y a pesar de todas las objeciones, la educación no ha podido quedar ajena de la práctica creciente de medir aprendizajes del sistema escolar a través de exámenes o pruebas estandarizadas, con el objetivo de crear rankings que orienten el debate y el diseño de políticas educativas. Las instituciones de educación superior también han sido objeto de la misma tendencia, a través de diferentes criterios y ponderaciones, pero sin escapar de la citada práctica, con el ranking del semanario Times (desde 2001) y el de la Universidad Jiao Tong de Shanghai (desde 2003) ubicados entre los más serios, académicos y bibliométricos.
A nivel internacional, la Asociación Internacional para la Evaluación del Rendimiento Educativo (IEA, por sus siglas en inglés) lleva adelante las pruebas TIMSS (del inglés Trends in International Mathematics and Science Study) desde 1995. Es una evaluación internacional de conocimientos de matemáticas y ciencias de los estudiantes inscritos en los grados 4º y 8º de todo el mundo. Se realiza cada 4 años, se recopilan más de cuatrocientos mil resultados y participan más de sesenta naciones. A su vez, la misma asociación lleva adelante desde el 2001 las pruebas PIRLS (del inglés Progress in International Reading Literacy Study), con especial foco en la comprensión lectora.
Por su parte, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), a través de las pruebas PISA (del inglés Program for International Student Assessment), realiza tal vez el mayor esfuerzo global por analizar en forma comparativa y a través de exámenes estandarizados los aprendizajes en las áreas de matemáticas, lengua y ciencias de jóvenes que están en su grado 9º de escolaridad. El programa, que se realiza cada 3 años, se inició en el año 2000 con la participación de 32 países, 5 de los cuales pertenecen a la región (Argentina, Brasil, Chile, México y Perú), integrando los resultados de 260 mil exámenes. En la última medición del 2015, de la que participaron 72 países y en la que se evaluaron más de quinientos mil jóvenes, la región contó con la presencia de ocho países, además de la Cuidad de Buenos Aires. La próxima medición se realizará durante este año, y sus resultados se harán públicos en 2019.
A nivel regional, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), a través del Laboratorio Latinoamericano de Evaluación de la Calidad de la Educación (Llece), creado en 1994 y con sede en Chile, es quien primero tomó la delantera en esta práctica, iniciando en 1997 un proceso sistemático de medición de la calidad de los aprendizajes de una parte del sistema escolar. Allí llegaron las pruebas PERCE (Primer Estudio Regional Comparativo y Explicativo), luego las SERCE (segundo estudio) en 2006, y finalmente las TERCE (tercer estudio) en 2013. El cuarto operativo está previsto para 2019. Participan unos quince sistemas educativos de la región.
Por supuesto que, además de las evaluaciones comparativas anteriores, cada país posee su propio sistema estandarizado de medición de los aprendizajes, así que el interés por medir, que es signo de la época, y a pesar de todas las objeciones sobre el grado de confianza que generan esas mediciones como proxis de aprendizaje, con base en los mecanismos y los programas en curso, son una buena señal. Chile y Brasil, los más precursores, iniciaron con programas de medición de la calidad de los aprendizajes escolares en 1988; Honduras lo hizo en 1990; Colombia comenzó en 1991; República Dominicana, en 1992; Argentina y el Salvador, en 1993; México, en 1994; Costa Rica, Paraguay y Venezuela, en 1995; Bolivia, en 1996.
El caso de Argentina merece una atención particular, pues implementó por primera vez durante 2016 un operativo de medición de los aprendizajes de lengua, matemáticas, ciencias sociales y ciencias naturales con carácter censal, abandonando los operativos de carácter muestral. Se recolectaron más de un millón de resultados de evaluaciones de los grados 3º, 6º, 9º y 12º de la totalidad del sistema educativo de las 24 jurisdicciones educativas. Sin dudas, un salto cuantitativo sumamente auspicioso, que pasó a tener una periodicidad anual, dinamizando el diálogo entre el gobierno federal y las jurisdicciones educativas a través de datos y no de opiniones. Al año siguiente, el operativo se repitió, y se volvieron a recopilar más de novecientos mil resultados de evaluaciones de los grados 6º y 12º del sistema escolar.
Si medir es un signo de época, y los países de la región hemos ido naturalizando esa práctica en el sistema educativo, la pregunta que parece obvia pero no lo es tanto es la siguiente: ¿para qué medimos los aprendizajes? Tengo muchas respuestas posibles, las correctas y las políticamente correctas, las prejuiciosas y las que obran como excusa, las irresponsables y las comprometidas, las ideológicas y las orientadas a la acción. Estaría bueno que lográsemos acordar para qué medimos. Recién a partir de allí lograremos darle un uso concreto, consensuado y orientados a la inmensa cantidad de datos que cada año se apilan encima de nuestros escritorios. Si bien es cierto que los datos son un proxy de aprendizaje, son una excelente orientación del estado de situación de nuestro sistema educativo. ¿Hay algo peor que no conocer los problemas de aprendizajes de nuestros alumnos? Sí, conocerlos y no hacer nada significativo al respecto. Como sociedad debemos pasar de la actuación a la acción coordinada, nada menos.
El autor es presidente de Asociación Civil Educación 137.