Los efectos de la corrupción en las empresas y los contratos de obra pública

Marcelo Saleme

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La corrupción en el Estado es, sin duda alguna, un delito pluriofensivo. Es, pasado en palabras simples, como un cáncer que extiende su metástasis por toda la sociedad, y en todas las actividades. Especialmente, en la actividad económica.

El affaire de los "cuadernos del kirchnerismo" es sin dudas el mayor escándalo de corrupción del que haya dado cuenta la prensa del país, por lo menos hasta el presente, ya que no sabemos cuánto tiempo se tomará el próximo escándalo de corrupción del régimen kirchnerista (última expresión del fenómeno peronista) en volver a sorprendernos. No cabe duda de que en todo el mundo no existen demasiados ejemplos de cómo la corrupción tomó al propio Estado, por tantos años, y caló tan hondo en todas, absolutamente todas, las actividades del país.

En el caso, se alude a una serie de empresas cartelizadas para quedarse con la obra pública, como las "tributarias", cómplices necesarias de este verdadero entramado que supera la ficción, aunque, como bien se dice, todos de alguna forma u otra lo sospechábamos.

Conforme señaló el ex presidente de la Cámara Argentina de la Construcción y poderoso empresario, Carlos Wagner, se trató ni más ni menos que de una asociación ilícita entre empresarios y funcionarios para amañar la obra pública de modo tal que se cartelizaba su realización entre los partícipes de la asociación, y por otra parte, se aseguraba a los Kirchner, Julio de Vido y otros personajes, el "retorno" de no menos de entre un 10% y un 20% del total presupuestado para esa obra. Es decir, una corrupción monumental.

Luego, ese porcentaje era sumado al precio del contrato celebrado con el Estado, de modo tal que el contratista, miembro de la asociación, pudiera resarcirse del costo extra que la "coima" insumía.

Todo, lógicamente, a costa de las arcas del erario público que se alimentan de todos los ciudadanos del país. Así, entonces, nuestros impuestos iban a parar a manos de toda esta gente que, sin pudor alguno, se quedaba con el dinero de las obras. Claro está que también era más que necesario que las auditorías de los avances de obra fueran simuladas y que, en definitiva, las obras no se hiciesen (en muchos casos) o no se terminasen (en muchos otros), o (en casi todos) no fueran de la calidad comprometida. Ejemplos sobran. Viviendas no hechas, rutas que no conducían a ningún lugar, etcétera.

Todo esto solamente en la obra pública. Es lógico que pueda deducirse que en todas las otras áreas el mecanismo fuera el mismo. Y de allí trenes que no funcionaban, material ferroviario inservible adquirido a precio de oro, gas comprado al extranjero con sobreprecio y un etcétera muy largo.

Ahora bien, todos conocemos el efecto que esto tiene desde el derecho penal. Pero otras ramas del derecho se ven también comprometidas.

En principio, cabe preguntarse: ¿Es lícito que las empresas que han confesado pagar coimas para hacerse con licitaciones amañadas sigan a cargo de dichos contratos? ¿Basta con que el presidente del directorio se "arrepienta" para hacer lícitos esos contratos? Desde luego que no. No basta. Y a pesar de que se pueda estar gestando un tsunami económico por las consecuencias de esto, no por ello se debe ignorar la realidad jurídica.

Los contratos que el Estado celebró en las condiciones que los propios contratantes señalaron están, indudablemente, teñidos de nulidad, puesto que la voluntad de uno de ellos (el Estado) fue claramente viciada. Los representantes del Estado, quienes tenían en su poder expresar la voluntad del Estado, como persona jurídica, han violado abiertamente la ley que regula cómo se debe guiar dicha voluntad. Y jurídicamente, se aplica ni más ni menos que la teoría de la lesión. Puesto que el contratante aprovechó la venalidad del representante del Estado para celebrar un contrato que, de haberse seguido con las leyes vigentes, no hubiera podido celebrar.

Así es como vemos hoy en todos los diarios manifestar a los señores ministros cómo se están ahorrando miles de millones de dólares en las nuevas contrataciones. Si las nuevas son más baratas, es porque en las otras hubo sobreprecios. Y si hubo sobreprecios, alguien aceptó que los hubiera, y alguien los cobró. Ello es ilegal y acarrea sin más la nulidad de esos contratos (licitados).

¿Y qué sucede con las empresas que contrataron? Pues bien, las empresas también tienen responsabilidad. Empezando por la responsabilidad penal de sus directivos, frente por lo menos a los accionistas, y frente a los organismos del propio Estado (por ejemplo, frente al Poder Judicial). No me refiero solo a los delitos por los que ya están procesados, sino al cúmulo de figuras delictivas que se produjo. El tema es muy extenso, pero baste recordar que el delito de administración fraudulenta en que incurrieron los presidentes de los directorios que pagaron sobornos (artículo 173, inciso 7 del Código Penal) es de acción pública y promovible de oficio. Por tanto, los señores fiscales que están leyendo estas noticias se encuentran absolutamente facultados (obligados, diría) a promover las correspondientes acciones.

También observamos que todos confiesan haber pagado, pero dicen que han pagado menos de lo que se dice. Y esto es fácil de explicar. Si la empresa dice que ha pagado una suma que de ninguna forma puede justificar en sus balances, tiene varios delitos: balances falsos, lavado de activos, evasión tributaria, fraude fiscal (si para justificar las sumas hicieron o comercializaron facturas apócrifas, etcétera).

Desde la ley general de sociedades, se debe aplicar el artículo 54 que sostiene que, cuando la forma societaria es utilizada para encubrir actividades ilícitas, se puede descorrer el velo societario y hacer responsables directamente a sus integrantes (doctrina del "Disregard of the legal entity") por los daños ocasionados. Y hay que reconocer que, si bien un hecho aislado no hace incurrir a la persona en una fachada fraudulenta, la realización de este tipo de delitos durante por lo menos 12 años (Wagner confesó que esto se planteó en 2004) hace pensar seriamente si la asociación ilícita no fue el primer objeto de esta verdadera organización delictiva armada entre públicos y privados. Aquí entonces se ve que cuando se trata de los particulares participantes de esa asociación ilícita, ya no es necesaria ninguna nueva ley de extinción de dominio, porque esta disposición ya es ley aplicable y vigente hace muchos años. Estos administradores han violado de lleno sus deberes y, por imperio del artículo 59 de la ley general de sociedades, deben responder por todas las consecuencias.

Por otra parte, el ministro o encargado de repartición estatal que se encuentre en la actualidad realizando pagos por la obra contratada bajo esta modalidad o con estas empresas debería tener en cuenta que está contratando con delincuentes y, por lo menos, consultar a la Auditoría General de la Nación si esto puede continuar. Adelanto desde ya que está absolutamente fuera de la ley y de la normativa vigente. Es causal de eliminación de los prestadores del Estado el hecho de confesarse autor de delito contra el Estado. No solo para obras futuras, para las actuales en curso también.

No basta cambiar de miembros del directorio. La profundidad, la periodicidad, la gravedad, la coordinación y la organización demostrada en esta asociación ilícita es tan grave que tiñe de nulidad todo lo actuado y, en consecuencia, merece que el Estado revise todos y cada uno de los contratos celebrados con estos prestadores, hayan sido o no motivo de denuncia en el affaire de los cuadernos del kirchnerismo, además de tener consecuencias directas sobre la vigencia de la personalidad jurídica de las sociedades comerciales que revisten a las empresas involucradas.

Societas delinquere non potest ('las sociedades comerciales no pueden delinquir'): reza un viejo aforismo romanista. Significa que los que delinquen son las personas humanas, no las jurídicas, porque estas son incapaces absolutas de hecho. Pero no cabe duda de que cuando esta sociedad comercial se ha convertido en un mero instrumento para violar la ley y enriquecer sin causa a sus integrantes, ya no puede pretenderse que nada le afecta. La sanción de la disolución societaria se puede aplicar sin duda alguna. No se puede seguir premiando a quienes se beneficiaron de perjudicar a todos los argentinos, permitiéndoles continuar con sus actividades como si nada hubiera sucedido.

La cantidad de delitos cometidos por quienes manejaron estas personas jurídicas, sea como directivos o como controlantes (por ejemplo, accionistas mayoritarios, detentadores del control político u otros "especiales vínculos" según dice el artículo 33 de la ley de sociedades), es tal que ya no puede ignorarse. Vale decir que las responsabilidades se expanden aquí a todo el grupo societario que integra esa sociedad vehículo del ilícito. Son pasibles de ser multados o demandados por los daños y los perjuicios ocasionados, e incluso hasta intervenidos y disueltos.

Más allá del tsunami económico que esta posición pueda traer, pues muchas de estas sociedades cotizan en Bolsa y son de gran dimensión económica, lo que se juega aquí es más importante que cualquier crisis: es el futuro del país. La nación no puede cimentarse sobre la tolerancia al ilícito, pues derogar el Código Penal con cualquier excusa quita al Gobierno toda autoridad para sancionar cuando es necesario. Es el famoso cuento: "Hay que robar en grande, porque en Argentina los únicos que van presos son los ladrones de gallinas". Terminar con esta situación es crucial para volver a construir el país rico y próspero que maravillaba al mundo, que nos vienen robando desde 1930.

El autor es abogado especialista en asesoramiento de empresas y derecho tributario.

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