Al escuchar los sollozos del ex juez Norberto Oyarbide en un programa radial y al volver a observar las patéticas imágenes de sus "coreografías" en diversos programas de televisión, siento una profunda vergüenza ajena, pero también propia. Porque, hasta hace muy poco tiempo, ese abogado integraba una de las magistraturas más importantes de la República: la Justicia Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal, es decir, el ámbito en donde se investigan y juzgan los delitos con mayor trascendencia social y política de la vida de los argentinos. Los más graves. Los que perjudican a todos.
Como fiscal del Ministerio Público de la provincia de Buenos Aires, siento pudor ante ese triste espectáculo, más cercano al sainete rioplatense que a la administración de Justicia Penal.
En medio del torbellino de detenciones, allanamientos, arrepentidos, cuadernos y coimas —circunstancia que desvela a una inmensa mayoría de compatriotas— vuelve a surgir la imagen del excéntrico juez que tenía la "bola mágica", aquella que siempre salía al momento de los sorteos de las causas más sensibles.
Ya no habla con la soberbia y la suficiencia que le daba su cargo de magistrado federal, mimado por el poder de turno. Ahora se victimiza, llora y reconoce, después de renunciado, que sus fallos fueron fraudulentos. Que no resolvía de acuerdo con su interpretación de la ley, sino por la presión en su "cogote".
Vergüenza ajena, pero también propia.
¿Qué hacemos los magistrados de todo el país frente a este bochorno? ¿Cómo explicarle a la comunidad que nos sostiene que no somos todos iguales? ¿Cómo decirle al justiciable que en el pretorio existe una inmensa mayoría de magistrados honestos, que cometemos errores, pero que no cedemos ante las presiones?
¿Cómo convencer al ciudadano que no puede confiar más en nadie, porque, nada más y nada menos, un ex juez federal reconoce que cedió frente a las aprietes del poder, que vuelva a confiar en la Justicia?
Los jueces y fiscales federales en actividad deberán resolver qué hacer con Oyarbide.
Si fuera uno de ellos, no me darían las manos para solicitar la revisión de todos los sobreseimientos por él dictados.
Supongo que los defensores pensarán lo mismo respecto de todas las elevaciones a juicio oral.
Hoy como nunca, la cosa juzgada fraudulenta o írrita está en el centro de la escena.
Esta historia continuará.