El 23 de julio de 2018, Steven A. Cook, experto en Medio Oriente, escribió en la Revista Foreign Policy, una columna llamada "La guerra en Siria ha terminado, y Estados Unidos perdió". Allí destaca cómo, a pesar de los movimientos de los países occidentales para intentar derribar al régimen de Bashar Al Assad, lo realizado no fue lo suficientemente efectivo para lograr el objetivo que tenían previsto.
La inoperancia del Gobierno de Barack Obama dando por terminada la presencia norteamericana en el Medio Oriente, sumada a la presión interna para evitar repetir otro Irak o Afganistán, llevó a que las críticas por el derramamiento de sangre fueran lo suficientemente tibias para no lograr detener la atrocidad ocurrida y, ni qué decir, la crisis humanitaria que finalmente se ha ido enquistando cada vez más en la era actual. La denominada "línea roja" impuesta por Obama, que el régimen sirio escupió literalmente, no se llevó a otras acciones durante el gobierno demócrata y, por el contrario, las respuestas fueron altamente demagógicas.
Por su parte, el Gobierno del presidente Donald Trump al comenzar este mandato parecía ir en la misma línea que el Gobierno anterior, abandonando a su suerte el Medio Oriente y poniendo sus ojos a otras zonas de Asia que generara mayores réditos de manera económica para el gobierno estadounidense. Esto sin duda abriría el portillo para que se aprovechara el vacío de poder que se hacía cada vez más pronunciado, sumado, por supuesto, a la desconfianza que las acciones militares estadounidenses generan ante la opinión pública.
Aun así, el Gobierno de Trump fue más categórico a dar una respuesta militar cuando se vio violentada la línea de tolerancia que fue impuesta al gobierno sirio, pese a ese recelo mencionado previamente cuando los estadounidenses intervienen en conflictos bélicos, principalmente en regiones que posean recursos estratégicos (como si solamente ellos tuvieran interés en echarles mano encima).
Quizás, además, la poca dependencia que tiene Estados Unidos de los hidrocarburos de Medio Oriente lo ha llevado a relajarse en cuanto a sus políticas con respecto a esta región y los ha guiado, sin querer, a generar un vacío de poder que es aprovechado por otra potencia mundial, Rusia.
Cook, haciendo alusión a la presencia norteamericana en Irak desde el 2003, destacó que analistas y líderes en Estados Unidos criticaron la desestabilidad de la región y el empoderamiento de Irán posterior a la caída del régimen de Sadam Hussein, lo que, como ya fue mencionado anteriormente, generaba dudas de la necesidad de intervenir en Siria. Sin embargo, la inacción en la guerra siria generó aún más inestabilidad regional, empoderamiento de Irán en la zona, y además golpeó la confianza con países aliados en la región e incrementó la aparición de agrupaciones terroristas transnacionales (Daesh, Jabhat Fateh al-Sham, Frente Ansar Al-Din, Ahrar al-Sham, entre otros) o el fortalecimiento militar y económico de otras agrupaciones de larga data en la zona (Hezbollah).
Otro elemento que es importante de destacar en esta pérdida del poder estadounidense en la zona es el abandono a los aliados contra el régimen de Bashar Al Assad. En un inicio de la guerra siria, los países occidentales brindaron cierto soporte militar (armamento) y logístico a las fuerzas de la Coalición Nacional para las Fuerzas de la Oposición y la Revolución Siria, pero esto no se mantuvo a través del tiempo y, por el contrario, en algún momento se dejaron a las fuerzas opositoras a su suerte. Quizás una de las razones más significativas de este movimiento haya sido la infiltración de elementos islámicos radicales a lo interno de las fuerzas opositoras, lo que además no les permite mantenerse aplomados como un grupo que pueda convertirse en una opción en caso de caer el régimen de Al Assad.
El otro grupo que quedó solo fue el kurdo, ubicado en el norte de Siria. Ellos colaboraron mano a mano para luchar contra el Daesh durante su empoderamiento en la zona. Sin embargo, en la actualidad, y pese a haber logrado cierta autonomía en el territorio sirio, no ha sido defendido por Occidente ante las constantes agresiones del gobierno turco, principalmente contra el distrito de Afrin, en la gobernación de Alepo, usando en ocasiones a las fuerzas opositoras al régimen para perpetrar los ataques, lo que significa una mancha más sobre un Occidente que los apoyos y las coaliciones en la zona le han resultado indescifrables.
Lo anterior no es nada nuevo, los gobiernos occidentales, principalmente el estadounidense, no han sabido conservar a sus aliados funcionales. En el texto de Cook mencionado arriba, se destaca que mientras el gobierno en el Kremlin salvaba a su aliado regional, Bashar Al Assad, al precio que fuera, el gobierno de Washington dejaba a su aliado, Hosni Mubarak, caer en combate, para pasar a una oscura etapa política en Egipto bajo la sombra de los Hermanos Musulmanes y posteriormente optar por poner a otro militar en el poder egipcio con características similares o más intransigentes que las de Mubarak, como las que expone abiertamente Abdel Fattah Al Sisi, quien además no es un aliado seguro de Occidente y negocia acuerdos con Moscú.
De aquí se comprende cómo Rusia es quien ha tomado de a poco las riendas de lo que ocurre en el Medio Oriente, sumado a que, salvo por el crecimiento del radio de acción de Irán en la zona, teniendo fuerte presencia en Siria, Líbano, Yemen e influencia en Irak, los países opositores a Al Assad han tenido que aceptar en cierto modo que ese gobierno es el mal menor de lo que ocurre en la zona. Además, se transformó el territorio sirio en el eje y pivote de la estrategia rusa para colocarse en un lugar privilegiado en el mundo. La era en que Estados Unidos marcaba sin problemas la política de ese importante sector del planeta acabó y ahora debe compartir vecindad con los rusos (y eventualmente con los chinos en otras zonas aledañas) o mudarse hacia otro vecindario, lo cual por supuesto no es una opción inteligente.
Aun aliados históricos de Estados Unidos, como los países del Golfo e Israel, que si bien mantienen su mirada política en Washington, no ven ningún inconveniente de vez en cuando levantar su mirada hacia Moscú. No se menciona a Turquía en este apartado de aliados históricos estadounidenses porque el gobierno actual, al mando de Recep Tayyip Erdogan, tiene su propia agenda supeditada a intereses geopolíticos internos, en una especie de neo-otomanismo, como acertadamente le llaman algunos analistas internacionales, incluyendo Lucas Koussikian en una columna de Infobae en 2014.
En el caso particular de Israel, el cisma político que generó la relación entre Netanyahu y Obama llevó al gobierno de Jerusalén a optar por hacerse autosuficientes en política internacional y tocar directamente las puertas de Moscú. Esto se ve reflejado en la opinión de Yousef al-Otaiba, embajador de los Emiratos Árabes Unidos ante Estados Unidos que recopiló el diario The Washington Post, donde decía: "El primer ministro de Israel va a Moscú con más frecuencia de la que va a Washington".
Aun así, las relaciones entre el gobierno israelí y estadounidense han mejorado sustancialmente desde la llegada de Donald Trump, pero a un altísimo precio, porque toda la política republicana está tomando decisiones de ala dura con respecto a Israel (Jerusalén, Irán, Palestina), lo que puede crear un cisma con los políticos demócratas, quienes, además, a nivel partidario suman a sus filas cada vez más progresistas que son muy críticos con Israel, al estilo de Bernie Sanders, que juega casi en la raya de las opiniones de quienes niegan el derecho de existencia de Israel.
Pese a esto, la relación entre Israel y Rusia ha sido funcional para ambos sectores. Durante la guerra en Siria hay una clara coordinación entre ambos gobiernos cuando han ocurrido ataques quirúrgicos del ejército israelí contra posiciones militares iraníes en territorio sirio o actividades militares que los israelíes consideren amenazantes. Las "quejas" del gobierno ruso contra Israel por esto han sido con "guante blanco".
En los acuerdos que se pretenden firmar, además de permitir a Israel realizar actividades militares contra objetivos que el Estado hebreo considere amenazante a su seguridad, se condiciona un radio de posicionamiento de las fuerzas iraníes en ese territorio árabe, rechazando los israelíes cualquier posibilidad de que el régimen de los ayatolas se acerque mínimamente a zonas donde puedan poner en riesgo la estabilidad del Estado judío o que puedan nutrir con armamento al grupo Hezbollah en el Líbano.
El retorno a una calma relativa de no agresión marcada en los acuerdos de 1974 son el fin último al que quiere llevar Rusia a Israel para sacarlo de la ecuación bélica de la zona. Por su parte, los israelíes no tienen intenciones más allá que asegurar la no expansión iraní cerca de su país. Pese a esto, hay agentes que pretenden envolver a Israel en la guerra interna siria, como el ataque con misiles ocurrido el 25 de julio desde Nafa'ah y Al Shajara por parte de miembros del Daesh y quienes recibieron una respuesta directa de las Fuerzas de Defensa de Israel (IDF) sin necesidad de agredir al ejército de Al Assad, acción que fue aplaudida incluso por el propio gobierno del Kremlin.
Si bien el reposicionamiento de Al Assad confirma la victoria del régimen contra el levantamiento de la oposición (cargándose 500 mil víctimas sobre sus hombros), la estabilidad queda entredicha, los ataques terroristas e intentos de desestabilizarlo no van a detenerse y la "talibanización" interna se mantendrá, lo que obligará al gobierno sirio a replantear la forma de hacer gobierno hacia un esquema de representatividad más federal.
Finalmente, si algo parece quedar claro, es que, en Siria, más que la victoria de Assad, se destaca una estratégica victoria rusa y una terrible bofetada de realidad política para la política exterior estadounidense, y automáticamente un estigma para la realpolitik occidental.