Dos monstruos: Robledo Puch y Luis Ortega

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Luis Ortega y el actor Lorenzo Ferro como Robledo Puch en la película “El angel”
Luis Ortega y el actor Lorenzo Ferro como Robledo Puch en la película “El angel”

Albert Camus, sentado en su butaca de cine, dijo: "Nunca antes había visto entender tanto el sentido de mi 'Extranjero'". "'Matar es tan sencillo como no hacerlo', puse en boca de Mersault en mi novela", explicó el autor.

"Carlitos es eso; exactamente eso, llevado magistralmente hasta el extremo de provocar con cierta benevolencia preguntas sobre belleza de un crimen. Me gustaría trabajar con Luis Ortega", pidió Camus.

¿Alguien lo puede llamar?

En la primera escena de "El Ángel", la película que se estrena en los cines argentinos y debería ser de visión obligatoria, el protagonista se pregunta sobre el deseo de la libertad. Quizá sea por eso que me permito imaginar al enorme escritor argelino francés sentado en un cine porteño viendo, 80 años después de su publicación, el último trabajo de Luis Ortega. Esta escena debería ocurrir. La película y el escritor deberían encontrarse físicamente. Porque en el alma ya son parientes.

Carlos Eduardo Robledo Puch es un personaje que, para los que tenemos unos cuantos años, resulta cómodo ponerlo en la galería de los monstruos. Porque lo es. Robledo Puch es un monstruo repugnante, siento la necesidad de remarcar. Cuestionar esa sala de los habitantes del mal es perturbador.

¿Era Carlitos un chico bello enamorado de un Ramón bello? ¿No es bello verlo bailar moviendo los pies al ritmo de la bella música de Palito (¡cómo no!) y su época? ¿Harían el amor los dos de forma bella? ¿Hay espacio para ver belleza en sangre corriendo de un cuerpo inocente? ¿Un hijo de la bella clase media argentina cuidado por una bella madre podría reventar los sesos de cualquiera sin más deseo que gatillar, bellamente?

Luis Ortega es un bello provocador. Se atreve a eso. A cruzar, a mixturar, a bañar de belleza el horror.

Eso es "El Angel". Un viaje afrodisíaco en las tierras de los monstruos.

Imagino al espectador ignorante. Al que por derecho de edad nunca escuchó de Carlitos. El milagro ha de operar igual. Porque el recuerdo del personaje, con apellido, llega al solo al final. Ha de ser un trayecto bien distinto, igual (¿o más?) provocador el asistir a esta película con la virginidad de la ignorancia de quien se trata y recién en el subte, en el coche, atreverse al buscador de internet para saber cuánto hay de cierto o de creación en el relato. En cualquier caso, los creadores del film son más bellos que cualquier esfuerzo de navegación en Google.

No hace falta explicar que Ortega filma magistralmente. Para eso están los currículum. Desde ahora, escasos. "El Ángel" debe colocarse en el apartado de capo lavoro.

Hay una cámara de primeros planos que hipnotiza. Hay una sucesión de colores opacos de época pero luminosos en las intimidades humanas de sus protagonistas (hay Almodóvar, aquí, uno de los productores). Hay detalles de sórdida belleza de la época de la dictadura, de comisarías picaneras, de reconstrucción de época de Falcons, Torinos y Valiants con nostalgias dulces montadas en horrores. Hay un texto lacerante y cercano que muestran la mano sutil del propio Ortega, de Palacios y del maestro Olguín, que ponen sangre sin oscuridad ni monotonía. ¡Hay tanto!

Hay un Daniel Fanego épico. Una Meredes Morán excitante hasta para el espectador, una Cecilia Roth dulce, amorosa, irreconocible, un Luis Gnecco ofreciendo una cuerda a la sensatez de todos nosotros.

Y hay tres irrepetibles. Peter Lanzani ya dijo en teatro con su Equs que vino a quedarse en la gran actuación. Aquí está de nuevo. Chino Darín divide con su dureza de delincuente y su fragilidad cholula, un antes y después de sus trabajo. Y hay un Lorenzo Ferro para el que no se encuentra adjetivo. Si es pobre saludar su personaje por el impactante parecido físico con Robledo Puch, si es mezquino para explicarlo el invocar su tradición en la actuación de la condición de hijo de Rafael, mucho más es todo diciendo que hay que sacarse el sombrero todo el tiempo ante cada una de sus escenas. Su trabajo no es elogiable. Es "agradecible", con derecho al neologismo. Conmueve, provoca risas, asusta, inquiere, pero, sobre todo, interpela nuestra mirada hacia un monstruo indudable con una historia de amor. Nada menos, porque él es corazón del cuerpo y alma de la película.

Un amor de monstruos. Una desmesura de belleza, monstruosa. Un film, propio de un monstruo del oficio.

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