Uno de los principales riesgos de la discusión en torno a la despenalización del aborto temprano es someterla a criterios religiosos, cuando de lo que se trata es de debatir acerca de la utilidad o no del derecho penal. Es muy probable que ya no solo la penalización resulte inútil, sino que además genere más perjuicios que los que dice evitar. La pregunta a responder, entonces, es si debe seguir sometiéndose a las mujeres que atraviesan ese momento de su vida a la opción: “O sos madre o vas presa vos y todos los que te presten ayuda”.
Como muchísimos ciudadanos, seguí parte de las discusiones e intervenciones que tuvieron lugar en la Cámara de Diputados. Admito que, más allá de su deber como legisladores, me provocaron cierta admiración, me impresionaron fuertemente aquellos disputados que, partiendo de una formación religiosa estricta, comenzaron el largo período de debate creyendo que votarían por mantener el modelo de la prohibición, pero fueron variando su pensamiento, entendiendo, conforme ellos mismos de un modo u otro lo explicaron, que, más allá de esa formación, incluso de esa pertenencia que los define individualmente, se trata de legislar con criterios republicanos, criterios de utilidad social, de respeto de los derechos de las mujeres y razones de salud pública.
Creo entender que los motivos de ese cambio de opinión ya están de algún modo presentes o se vislumbran en muchos de los que todavía dicen defender el modelo que llevamos desde la sanción del Código de 1921. Me refiero a esa breve pausa que sigue a la pregunta: ¿En serio pensás que la mujer que decide no continuar un embarazo en las primeras semanas debe ir presa? La respuesta, cuando no es dudosa, es que no. Salvo casos extremos, pareciera que la opción de maternidad o prisión no convence.
Y eso ya es un paso.
Más allá del discurso, la ausencia de efectiva respuesta punitiva es una característica que se registra no solo en nuestro país, ya que es un fenómeno reconocido en donde rige el modelo represivo. Salvo el caso de la dictadura rumana de Ceausescu, con consecuencias desastrosas (un control humillante de la población de la mano de un extenso mercado ilegal de adopción, altísimas tasas de mortalidad infantil, una endémica cifra de niños abandonados e institucionalizados), los Estados mantienen la prohibición, pero son refractarios a condenar a las mujeres que desean interrumpir su embarazo.
La Corte Suprema de Portugal, por ejemplo, cuando en 2010 se pronunció por la constitucionalidad de la interrupción voluntaria, señalaba el poco interés en penar de parte del Estado, resaltaba la excepcionalidad con la que llega a condena y señalaba que, cuando ello ocurre, la reacción social es más de malestar que de aplauso. Aunque sí asumiera que se trata de una grave lesión a la vida, no se observa en la comunidad un sentimiento de radical intolerancia a sus autoras.
Es altamente probable que cualquiera que lea estas líneas si no pasó por un aborto, conoce a alguien que lo hizo, acompañó a una mujer como hermano o hermana, padre, madre, amigo, amiga o pareja. Nadie considera que a esa persona que interrumpió el embarazo se le deban extraer fichas dactiloscópicas, deba concurrir a prestar declaración indagatoria o merezca terminar en prisión. Imagino que tampoco condenarían como partícipes del delito a esos hermanos o parientes que las acompañaron. Más bien reconocemos en ellos una contención necesaria.
En nuestro país es bien conocida la doctrina fijada en el fallo plenario Natividad Frías de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional, dictado en agosto de 1966. Pensemos no solo la distancia en el tiempo, sino también que se dictó en épocas de Onganía, de modo que no estamos en condiciones de predicar que sea ese tribunal un carácter revolucionario. En ese fallo, los jueces renunciaron a castigar a la mujer que llegaba a un hospital con riesgo a su salud después de haber intentado un aborto clandestino. No me propongo detenerme en las razones procesales que pueden ser complejas, sino en el modo comprensivo y cercano con el que los jueces de la mayoría se referían a estas mujeres descritas como víctimas más que como delincuentes. Mencionaban la injusticia de la persecución de estas “mujeres menesterosas”, “a quienes la sociedad les cobra su altruista socorro hospitalario entregándolas convictas de ese delito”, describían su angustioso e inhumano dilema: o la muerte o la cárcel, la injusticia de someterlas a la prisión y al deshonor, “luego de haberlas arrojado al arbitrio de comadres o curanderos”, se las describe como mujeres acosadas por la necesidad, forzadas a pedir ayuda, sometidas a una persecución que terminaba siendo una burla ante una angustiosa búsqueda de auxilio.
El fallo, del cual lo anterior es un extracto de citas, fue compartido después por varios superiores tribunales provinciales y fue tomado también por la actual jurisprudencia de la CSJN. Resulta indicativo de nuestros reparos al encarcelamiento que la punición del aborto implica.
Ahora bien, más allá de lo acertado de la decisión judicial para el caso concreto, vista con una mirada más amplia sobre la actuación estatal, la renuncia a perseguir penalmente a las mujeres que ponen en riesgo su vida, es en verdad una limosna tardía.
Primero te amenazo, te obligo a ocultarte (recordemos que la clandestinidad implica corrupción y defensa de intereses económicos de quienes lucran con la penalización), te obligo a poner en peligro tu vida o tu salud, te obligo también a que te percibas a vos misma como delincuente y, después, cuando te estás desangrando, recién ahí, dejo de perseguirte y te habilito la atención hospitalaria que antes te había prohibido. Como decisión judicial puntual en cada caso puede ser acertada, pero como política estatal suena hipócrita.
Este proyecto de ley viene a quebrar esa lógica, a dejar de lado esa limosna tardía y asumir, con justicia, el paso anterior. La ley en discusión reconocerá a la mujer que debe enfrentar una decisión que siempre es personal y que muchas veces suele ser traumática, difícil, el derecho al acompañamiento de un Estado que no la obligue a ocultarse, un Estado que le permita acudir a un servicio de salud, donde pueda ser escuchada y asesorada, y le asegure una atención sanitaria libre de riesgos. En más o en menos, es lo que hoy puede hacer cualquier mujer en Uruguay, Italia, Francia, España, Portugal o Canadá, para mencionar algunos de los más de sesenta países que ya han reconocido este derecho. Muchos con una matriz religiosa similar a la argentina.
¿Qué va a ocurrir cuando se apruebe la ley? ¿Qué dice Rubinstein, el actual ministro de Salud? ¿Qué González García, ministro de Salud del gobierno anterior? ¿Qué nos dice la autoridad sanitaria de la República Oriental del Uruguay, para tomar un ejemplo cercano en el que no hace mucho se modificó la ley?
Que habrá menos mujeres muertas, habrá menos mujeres que deban sufrir la extirpación del útero u otra consecuencia grave en su salud. No habrá más mujeres que deban esconderse y sobrellevar el estigma de la ilegalidad, no habrá mujeres que deban recurrir a la atención de quienes quizás no sean profesionales de la salud, a prácticas en solitario cuyos efectos no puedan manejar. Incluso el actual ministro de Salud mencionó en el Congreso que existe evidencia sólida y robusta de que la legalización del aborto, además de hacer bajar la mortandad y morbilidad materna, paulatinamente reduce las prácticas abortivas.
Creo que muchos de quienes todavía dudan o sienten reparos en la despenalización del aborto de algún modo saben de la inutilidad del derecho penal cuando hablamos de la interrupción voluntaria del embarazo temprano. Por eso esa pausa antes de contestar si las mujeres que interrumpen sus embarazos deben ir presas. Por eso esa íntima percepción de que ese no es el camino.
“O sos madre o vas presa vos y todos los que te ayuden” no es una forma adecuada de defender dos vidas.