A punto de dejar su cargo, Juan Manuel Santos quiere ratificarnos la validez del dicho popular: "El que la hace a la entrada la hace a la salida", al ordenar entregarle a la Comisión de la Verdad toda la información confidencial de las Fuerzas Militares desde el año 1953.
Esos documentos irían a manos del ente dirigido por el sacerdote jesuita Francisco De Roux y creado por el acuerdo de paz entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el presidente Santos, expresión de una de las más graves concesiones a esa guerrilla con la que se pretendería validar y legitimar la narrativa comunista de los problemas centrales del país y muy especialmente los de la violencia política.
Quienes hemos leído a Karl Marx y a sus principales intérpretes sabemos que su teoría predica una visión fatalista de la historia signada por la lucha de clases entre opresores y oprimidos, explotados y explotadores, que concluiría en la utópica sociedad de iguales, el comunismo.
En el Manifiesto Comunista escrito por Marx y Engels (1848) y en los primeros congresos internacionales quedó consagrada la idea de un programa único e igual para todos los Partidos Comunistas del mundo y se escribió sobre mármol que dicha teoría era la verdad verdadera porque el marxismo era una ciencia.
Convertida en ideología, la narrativa marxista en nuestro país se ha movido alrededor de paradigmas a manera de hilos conductores de toda nuestra historia. La reforma agraria irrealizada, la seudo democracia que nos rige, la lucha contra el imperialismo yanqui y la oligarquía por la liberación nacional, etcétera.
La intelectualidad roja, hoy apersonada de la Comisión de la Verdad, no les presta atención a ciertos hechos históricos que afectarían su visión programada del pasado. Por ejemplo, que la violencia guerrillera iniciada en 1964 no fue producto de un levantamiento campesino por la tierra y de resistencia al régimen excluyente y dictatorial del Frente Nacional, sino una decisión político-militar de dirigentes de grupos que competían entre sí por liderar la "revolución colombiana".
No admite que tal decisión fue adoptada por minúsculos círculos revolucionarios que discutían si ese era el momento de ir a las armas y de cómo convocar a la población. Al jesuita Francisco De Roux o a Alfredo Molano, que tienen en sus cerebros escrita la verdad, no se les ha ocurrido solicitar las actas de sesiones del Comité Central del comunismo prosoviético ni la de las reuniones del ELN de su grupo fundador Vásquez Castaño, cuando en Cuba se comprometieron con la consigna guevarista de hacer en Latinoamérica muchos Vietnam, ni las de los maoístas del EPL para adelantar la "guerra popular prolongada" en Colombia.
Los "camaradas y compañeros" de la Comisión de la Verdad la tienen clara, es su verdad, no se mueven un milímetro. Exigen los archivos de las Fuerzas Militares para darle sustento a su versión de la guerra como método de la oligarquía para dominar el pueblo y de unas guerrillas vanguardia del pueblo en la lucha por la justicia. El objetivo de la petición de esos archivos, pues, no es otro que señalar al Estado colombiano y a las clases dominantes de responsables de todas las desgracias del país, hasta de la existencia de las guerrillas y de los crímenes por ellas cometidos.
Esa verdad que exime de culpa a quienes en nombre de una revolución no deseada cometieron crímenes de lesa humanidad es a la que Santos le abrió las puertas creando esa Comisión presidida por un camilista impulsor de la teología de la liberación, acomodación contra-natura del marxismo en las entrañas del catolicismo.
La pretensión más insolente de De Roux, el camarada Alfredo Molano, lumbrera académica del mamertismo, de una señora de la que solo se recuerda haber confesado que compartía los principios de las FARC y un médico salubrista radicalmente izquierdista, no es otra que convertirse en el tribunal de la verdad revelada, decretar la verdad oficial, en tiempos en que la disciplina histórica se aparta de ese tipo de ideas por ser propias de dictaduras, del pensamiento totalitario y porque la Historia, con mayúscula, es una disciplina de interpretación reservada a la academia y ajena a intereses partidistas, dogmas e ideologías.
Para congraciarse con los "camaradas" Santos da un paso más en el abismo en que quiere dejar el país. No sé si lo hace por complicidad, ingenuidad, ignorancia o por bronca, o por todas las anteriores motivaciones. El hecho claro es que, si su voluntad se cumple, habrá cometido el peor de los delitos que puede cometer un presidente: traicionar a su patria.
Alguien tiene que interponerse a este exabrupto que dejaría al descubierto secretos y políticas de Estado que, sin la llave legal que las protege, expondría la nación colombiana ante poderosos enemigos internos y externos. Sería el plato delicatessen de jefes guerrilleros en receso y activos, mafiosos, jefes de bandas criminales, dictadores de Cuba, Venezuela y Nicaragua, por decir lo menos.
Ahora bien, si lo que se quiere es establecer la responsabilidad penal sobre hechos y las conductas criminales, para eso están los tribunales y los jueces de la rama judicial, sobran las Comisiones y los pontífices que las integran.