Objeción y desobediencia ante el aborto a demanda

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El episodio más antiguo de insumisión a un decreto genocida acontece en Éxodo 15:1, cuando el faraón, habiendo ya esclavizado al pueblo de Israel y con la intención de aminorar su crecimiento e impedir el nacimiento de su liberador, ordena a las parteras hebreas, dos de las cuales se llamaban Shifrá y Puá, que maten a los varones hebreos nacidos cuando asistan a las parturientas. Tras dos versículos se anoticia: "Pero las parteras temieron a Dios y no hicieron tal como les había dicho el rey de Egipto, sino que hicieron vivir a los niños". Enterado, el faraón exige, so pena de muerte, una satisfactoria respuesta de las parteras, quienes responden: "Las mujeres hebreas no son como las egipcias; pues estas son expertas como parteras y dan a luz antes que la partera llegue a ellas". Notoriamente la denigración de las mujeres hebreas, comparándolas con animales, desvía la sospecha, logrando su objetivo mediante el ingenio, utilizando los propios prejuicios del faraón contra los hebreos, ya que toda confrontación de fuerza ante aquel poder tiránico y despiadado habría resultado en su muerte y la de otros muchos. Esta resistencia de las parteras a una genocida disposición que, entre otras cuestiones, contrariaba la propia esencia de su trabajo, encuentra gracia a los ojos de Dios por cuanto: "Dios benefició a las parteras; y el pueblo se incrementó y se fortaleció en gran medida. Y fue porque las parteras habían temido a Dios que Él les hizo casas [las recompensó con familias cuya descendencia fue la dinastía sacerdotal y monárquica]". Curioso es que la definición de genocidio acorde al artículo 2 de la Convención de 1948 incluye las medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno de grupos nacionales, étnicos, raciales o religiosos como tales.

Siglos después y en una cultura distante de la judía, se observa a la Antígona de Sófocles desobedeciendo la orden del tirano de Tebas, Creonte, quien, abandonando insepulto y a merced de las alimañas el cadáver de Polinicies, hermano de Antígona y partícipe en la rebelión contra aquel, pena capitalmente a todo quien se atreviera a inhumarlo. Antígona sepulta a su hermano y al ser acusada responde: "Tampoco suponía que tus proclamas tuvieran tal fuerza que tú, un simple mortal, pudieras rebasar con ellas las leyes de los dioses anteriores a todo escrito e inmutables. Pues esas leyes divinas no están vigentes, ni por lo más remoto, sólo desde hoy ni desde ayer, sino permanentemente y en toda ocasión". También Sócrates, frente a una injusticia del Estado, determina: "Yo, atenienses, os aprecio y os quiero, pero voy a obedecer al dios más que a vosotros, y mientras aliente y sea capaz, es seguro que no dejaré de filosofar, de exhortaros y de hacer manifestaciones al que de vosotros vaya encontrando, diciéndole lo que acostumbro".

Estos tres sucesos de objeción y desobediencia son fundantes; el primero, de la originaria nación y cultura monoteísta; el segundo, como la obra del mayor dramaturgo y literato de la antigüedad; y el tercero, la culminación del padre de la filosofía. Los tres exhortan a combatir la injusticia, algunas veces confrontando y otras en silencio, resumido por Ralph Emerson al decir que los buenos hombres no deben obedecer las leyes demasiado bien.

Hoy, en sociedades democráticas modernas, aquellas resistencias a leyes injustas que costó las vidas de quienes las objetaron y desobedecieron debe transformarse en un derecho con todas las garantías de Estado. En términos de Jorge Portela, la desobediencia al derecho se yergue como una de las cuestiones centrales de la ética política contemporánea.

Sin embargo, hoy, errónea y deliberadamente se denuestan las convicciones axiológicas, religiosas o morales y, por ende, la objeción, luego devenida en desobediencia. Bien podría explicarse esta denigración y estigmatización de lo axiológico, moral o religioso, porque expresa una ilegitimidad y hasta invalidez de aquella ley sancionada y objetada o desobedecida, además de la falta de representatividad en los propios órganos democráticos. Básicamente, la inadmisible interferencia estatal en los dominios axiológicos de los ciudadanos es un muy peligroso ensayo social si no se ajusta a una muy seria justificación. Y no es precisamente esto lo aportado en el actual proyecto de ley para la legalización del aborto a demanda, ya que no solo posibilita explícitamente la revocación de la objeción, constituyendo una contradictio in terminis, sino que no brinda aquella necesaria y seria justificación para dicha legalización. Más, al prohibir explícitamente la objeción institucional o de ideario, niega la conciencia de una institución, no la predicable del hombre por su humanidad, sino por su autonomía, como parte de sus derechos fundamentales a tener un ideario propio, una ética institucional. Mismo argumento aplicado a los niños, a quienes no se les reconoce jurídicamente conciencia, no por falta de humanidad sino de autonomía plena, no haciéndolos responsables de sus actos. A esto puede sumársele los infundados argumentos desde lo científico, racional o moral, de diversas organizaciones, fundaciones y centros, favorables a la legalización del aborto a demanda, más el financiamiento de dichas entidades (con cientos de miles de dólares) por parte de la mayor organización abortista mundial Planned Parenthood Federation, ya demostrado y de conocimiento público. Ni si quiera este proyecto de ley cumple con sus propias declaraciones en defensa de las mujeres en conflicto con su embarazo, y más aún cuando este es causado por abuso sexual. Huelga mencionar la vergonzosa deserción del deber por parte de muchos legisladores que manifiestan una frivolidad tan pronunciada como su volubilidad en el cambio de sus convicciones, puestas al servicio de su rédito político.

Imponer obligaciones de prestar servicios a personas o instituciones so pena de sanciones penales, transgrediendo la axiología de los profesionales o la ética institucional, violentando los derechos fundamentales reconocidos por la Constitución, pudiendo llegar a vedarle el ejercicio de su profesión en razón de sus convicciones, resulta inconcebible en una predicada democracia y, en términos de Rawls, practicando un pluralismo razonable. La Constitución, cuya función primordial es limitar el poder político, reconoce implícitamente el derecho a la objeción definido por Rawls como el incumplimiento directo o indirecto de una orden administrativa o judicial, devenido críticamente en la desobediencia, definido por Bedau como una acción ilegal, publica, no violenta, y con la intención consciente de frustrar una ley, política o decisión del gobierno. Ninguna de ellas implica subversión ni rebelión ante el orden establecido, sino, por lo contrario, aceptan su legitimidad actuando para cumplimentar más que para desafiar su deber como ciudadanos. La desobediencia apela a las convicciones de justicia de la mayoría, mientras que la objeción es más individualizada orientada a principios religiosos. En ambas, permanecen lo que Rawls denomina deberes naturales, refiriéndose a los axiológicos, no legales, y ante su desconocimiento se excluyen minorías, poniendo en riesgo la cooperación social, generando el derecho a resistir.

Queda mi esperanza para que los políticos, gobernantes y legisladores entiendan que existe una autoridad más allá del poder, un valor más allá del interés, y cuya Ley no siempre coincide con sus deseos o conveniencias coyunturales. Esa autoridad como valor manifiesto en dicha Ley, lejos de representar una pérdida de libertad, es el resguardo para evitar la esclavización del hombre por sus propios vicios, manipulado por quienes explotan su debilidad.

El autor es rabino y doctor en Filosofía. Miembro titular de la Pontificia Academia para la Vida, Vaticano.

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