En los últimos meses el gobierno de Daniel Ortega, en el poder en Nicaragua desde 2007, ha mostrado su brutalidad. El creciente clima de violencia, represión feroz a las múltiples movilizaciones populares en su contra dejó cerca de 400 muertos y 1500 heridos en los últimos 90 días. Y aunque es muy difícil encontrar una lógica a lo que ocurre, lo cierto es que hay movilizaciones populares de protesta, hay represión, hay violencia y hay muertos y heridos.
Parece ser una crisis del sandinismo que se convirtió en crisis nacional y que encendió en llamas todo el país. Los nietos de los revolucionarios nicaragüenses de los setenta y ochenta hoy se levantan contra el máximo símbolo de aquella revolución y tanto jóvenes como madres, religiosos, campesinos, periodistas y gente de todos los sectores sociales son brutalmente reprimidos. El régimen sandinista pareciera estar herido de muerte, más que por las protestas y por la oposición popular, por el abandono de las banderas que encarnó y por la espiral de violencia que viene de larga data pero que está explotando desde las entrañas del mismo Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN).
La crisis de Nicaragua es una crisis de régimen que hace unos meses hubiera parecido impensable. Es que en los últimos diez años Daniel Ortega gobernó con comodidad en el ejercicio del poder. Logró amplia adhesión en la élite nacional como así también de los sectores populares, contó con facilidad de recursos (gracias sobre todo a la empresa petrolera Albanisa, con Venezuela) en un ciclo económico de expansión. Además, ganó fuerza política al haber debilitado a la oposición y a las instituciones. Pero este mismo cierre a los espacios políticos y a la oposición, además de una creciente fractura dentro del frente sandinista, fueron generando la actual crisis del régimen con un riesgoso panorama de violencia creciente e incierto desenlace.
En 2006, Nicaragua era un país paupérrimo y en bancarrota y en esa situación Daniel Ortega llega otra vez a la presidencia. Para 2017 la realidad había cambiado radicalmente: casi diez años de crecimiento sostenido con altos índices de paz social y de baja criminalidad. Las encuestas daban un respaldo mayoritario al gobierno del frente sandinista. Pero "de repente" todo esto se rompe y estalla, justo en el período de mayor crecimiento económico y de aparente calma social. ¿De repente?
Parece difícil de explicar esta crisis teniendo en cuenta el panorama recién expresado, pero es que todo lo dicho es tan solo una parte de los datos. La llegada al poder en Nicaragua del frente sandinista en los años setenta-ochenta despertó ilusiones en toda la izquierda latinoamerican,a sin embargo gobernar fue más complicado que organizar una guerrilla para acceder al poder. Al llegar al gobierno, la corrupción y la violencia, crecientes en aquellos años en el FSLN, posibilitó el armado de un frente opositor que incluyó a prácticamente todo el sector político extra-sandinista, y que al fin logró imponerse en las elecciones presidenciales de febrero de 1990 dando la presidencia a Violeta Chamorro. En la vuelta del sandinismo al poder, en 2007, los mismos problemas siguieron dentro del movimiento. La crisis actual en Nicaragua comienza dentro del mismo sandinismo, un movimiento revolucionario que al final parece no haber logrado más respeto por la vida, por la justicia y por la libertad que el régimen al cual desplazó en sus orígenes.
El movimiento que luchó con violencia contra el poder de Somoza ahora despliega violentamente su fuerza y su poder contra el pueblo que se manifiesta en las calles. Pero los conflictos sociales del siglo XXI tienen un nuevo observador: las redes sociales. Mientras que el Gobierno reprime ferozmente, las redes sociales posicionan las protestas en un nivel que los gobernantes ya no pueden controlar. Incluso la Iglesia Católica, que se ha convertido en un observador garante de la justicia y la libertad, actúa fuertemente en las redes. El obispo auxiliar de Managua, Silvio Báez, que fue incluso atacado físicamente hace unos días, se ha convertido en símbolo de la protesta social y un defensor permanente de las personas en riesgo por la represión, especialmente a través de su cuenta de Twitter @silviojbaez. También lo hace la religiosa nicaragüense Xiskya Valladares (@Xiskya). Ambos, a través de sus permanentes tuits, llaman la atención de miles de personas del mundo entero sobre la crisis nicaragüense.
El 16 de julio los gobiernos de Argentina y de otros 12 países latinoamericanos emitieron una declaración en la que exigen la salida pacífica del conflicto en Nicaragua apoyando explícitamente las acciones de la Conferencia Episcopal Nicaragüense, como así también a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
La salida inmediata del conflicto parece imposible si no se desarman los grupos paramilitares de represión, si no se encauza la expresión del descontento popular y si no se logra recuperar una mínima credibilidad en el gobierno. Todo esto solo puede ocurrir si se llama urgente a elecciones adelantadas. De hecho, el mismo gobierno de Nicaragua habría expresado esta propuesta el pasado 12 de junio a la embajadora estadounidense en Managua, Laura Dogu y a Caleb McCarry, delegado del Comité de Relaciones Exteriores del Senado enviado a Managua, como así también a los obispos de la Conferencia Episcopal de Nicaragua (CEN) y la Alianza que participan en el Diálogo Nacional para solucionar la crisis.
Pero más allá de las salidas políticas, urgentes y necesarias, hay que comprender que la violencia nunca resuelve nada. De la violencia solo se sale aportando la paz.
Ningún ejercicio de protesta, de ningún movimiento social, por legítimos que fueren sus reclamos, puede pretender que de la violencia germine la paz. Nicaragua podrá resolver políticamente esta crisis actual, pero la solución profunda está en hacer crecer en el pueblo nicaragüense una cultura del encuentro, del respeto al otro y que aspire a la construcción entre todos de una patria de hermanos.
Quizás la actual crisis de Nicaragua sea una advertencia para toda América Latina. El riesgo de la violencia no puede crecer en pueblos enraizados en una cultura de la diversidad reconciliada, un modo social donde las diferencias sean vividas en paz. Sin esto la violencia crecerá. Y siempre estará a punto de estallar.
Que termine la represión en Nicaragua, para empezar a reconstruir la paz.