Nada permite matar, menos la fama

Nada permite matar, menos la fama.

Los argentinos tenemos una particular relación con los famosos que se manifiesta en la tendencia a justificar sus excesos, sus faltas de respeto y hasta sus delitos. Los integrantes de esta galería provienen de distintas actividades, en las que han adquirido notoriedad o un lugar público, ya sea futbolistas, boxeadores, actores, músicos o políticos. Son todos casos en los que podemos elegir famosos que hemos admirado a pesar de sus defectos.

En estos días se nos presenta la situación de un músico muy conocido que ha matado a un hombre en circunstancias que comprometen su responsabilidad. El caso nos pone de nuevo en el lugar de comprender su situación, porque sabemos que es adicto a las drogas o, por el contrario, condenarlo públicamente.

Cristian “Pity” Álvarez, al entregarse en la comisaría comunal 8 de Villa Lugano (Foto: Maximiliano Luna)

No es mi intención referirme a la cuestión judicial, sino señalar cómo ya han aparecido las notas distintivas de la reacción de la sociedad y los medios frente a un nuevo caso de delito grave cometido por un ídolo.

Tanto en redes sociales como en los medios masivos de comunicación, el autor del crimen empieza a ocupar el lugar de la víctima, y las declaraciones de sus familiares o amigos llenan todos los espacios. Sea porque la sociedad no le brindó otras oportunidades o porque es esclavo de las drogas o porque justamente la fama lo desequilibró, nuestro ídolo es comprendido, apañado y justificado, mientras que la víctima, que como en este caso ha quedado dos metros bajo tierra, ocupa un lugar secundario, como una especie de daño colateral del derrotero errático del héroe.

A mi modo de ver, estos personajes admirados, famosos y mediáticos deberían ser referentes sociales, brindar a sus seguidores un ejemplo positivo y representar valores como la honestidad, el esfuerzo y la rectitud en el obrar. Pero ocurre, sin embargo, que si observamos las conductas de la sociedad, aparece con nitidez que admiramos más la viveza que la honestidad, el atajo que el respeto a las reglas y el ascenso rápido que el trabajo. Desde esta perspectiva, no importa que muchos de nuestros ídolos dejen de darnos todo aquello para lo que parecieran estar llamados. ¿Por qué deberían hacerlo en una sociedad que valora más el gol con la mano, o el hecho de poder zafar de cualquier infracción?

Existe un fino límite entre justificar cualquier falta que cometa el famoso y hacerlo con la muerte de otra persona. No es la primera vez que parte de nuestro país está traspasando esa raya, ya ocurrió otras veces, muchas en casos de violencia de género.

Resulta claro que mientras nuestra sociedad no reconozca su crisis de valores y reclame de sus referentes una conducta ejemplar, nuestros ídolos y celebridades serán como los que vemos todos los días, reflejos de nuestros propios atributos, debilidades y deseos.