En una reciente columna de opinión, la doctora Kemelmajer de Carlucci nos presenta un mundo binario: de un lado, heroínas y defensores de los derechos de las mujeres. Del otro, fundamentalistas, hipócritas, alarmistas y, eventualmente, antisemitas que se oponen al aborto. El maniqueísmo es siempre reduccionista, pero, en este caso, además, es burdo y manipulador. Se intenta, no solo exaltar a los que piensan como la doctora Kemelmajer, sino agrupar en un conjunto de indeseables a aquellos que no coinciden con sus argumentos.
Con el fin de elevar el debate, creo justo reconocer que la autora es una jurista fina, aguda e inteligente en el campo del derecho privado. Pero, desde la perspectiva del derecho público, su planteo acerca del aborto tiene varios problemas.
Además de incurrir en un error histórico excusable al confundir a Simone Veil (1927-2017) con Simone Weil (1909-1943), la ex jueza de la Suprema Corte de Justicia de Mendoza no distingue entre despenalización y legalización del aborto. Bidart Campos, el autor que destaca en su columna, explicó hace varios años esa diferencia. Y también advirtió acerca de la importancia de tenerla en cuenta en materia de aborto para evitar inducir a equivocaciones e interpretaciones falsas. Pero la doctora Kemelmajer olvida el consejo de Bidart Campos y confunde ambos conceptos jurídicos.
Esa confusión conceptual le impide ver, por ejemplo, el problema que representa el texto de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH) para la legalización del aborto. Ese obstáculo no solo se torna evidente cuando la letra de la CADH se refiere a la protección de la vida a partir del momento de la concepción, sino también cuando impide privar arbitrariamente de la vida a una persona. En efecto, el artículo 4.1 de la CADH dispone el dereecho a la vida: "Estará protegido por la ley y, en general, a partir del momento de la concepción. Nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente".
Se establece así una regla general (la protección a la vida a partir de la concepción), pero puede tener excepciones (esa protección es "en general"). Sin embargo, la legalización del aborto de forma irrestricta hasta la semana 14 inclusive del embarazo no es una excepción a la regla general, sino su destrucción lisa y llana. Así, la ley no protegería "en general" la vida a partir de la concepción, sino que protegería el aborto de forma irrestricta durante los primeros 3 meses y medio del embarazo. Pero, además, la letra de la CADH impide que una persona pueda ser privada de la vida de forma arbitraria. Es obvio, entonces, que el Congreso viola una norma de jerarquía superior al pretender reconocer un derecho irrestricto a terminar con la vida de una persona por nacer, sin expresión de causa, sujeta al libre arbitrio de quien toma la decisión hasta el fin de la semana 14 del embarazo. De hecho, si aceptamos la legalización en la forma propuesta, el texto de la CADH debería leerse así: "El derecho a la vida de toda persona estará protegido por la ley y, en general, a partir de la semana 15 del proceso gestacional. A partir de esa semana 15, nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente".
La interpretación que la Corte Interamericana de Derechos Humanos hizo en el caso Artavia Murillo acerca del alcance de la expresión "en general", en un caso de fertilización asistida y no de aborto, no modifica este análisis. Por un lado, se olvida que el artículo 29.b) de la CADH establece que, si los Estados parte protegen derechos por medio de otras normas, ninguna disposición de la CADH puede interpretarse en el sentido de limitar el goce y ejercicio de esos derechos. Por el otro, "Artavia" es un caso contra Costa Rica. El cumplimiento estricto de la CADH no requiere que la Argentina cumpla todos los fallos de la Corte Interamericana. Lejos de ser "catastrófica", esta postura es razonable, y aboga por respetar el compromiso asumido de cumplir las sentencias dictadas en los casos en los que el país sea parte (artículo 68.1). Obviamente, ese compromiso no incluye la obligación de cumplir sentencias dictadas contra otros países, en casos contenciosos en los que la Argentina no tuvo siquiera la oportunidad de participar y defenderse. Y, mucho menos, desconocer el texto expreso de la CADH o de otras normas que también protegen el derecho a la vida de las personas por nacer.
Acerca de la Convención sobre los Derechos del Niño (CDN)
La doctora Kemelmajer pretende impugnar a quienes planteamos que el proyecto de ley sobre aborto aprobado en Diputados viola la CDN. Afirma, además, que la cuestión acerca de si Argentina hizo o no una reserva al momento de ratificar la CDN ya fue resuelta por la Corte Suprema. Así, según la jurista mendocina, Argentina solo estableció "un criterio interpretativo" (en realidad, si lo fuera, sería una "declaración interpretativa"). Y, además, afirma que el comité de seguimiento de la CDN nos recomendó legalizar el aborto.
Al igual que ocurre con la CADH, la CDN tiene jerarquía constitucional "en las condiciones de su vigencia". Cuando el Congreso aprobó la CDN, en 1990, le ordenó al Poder Ejecutivo que al ratificarla en sede internacional hiciera una declaración unilateral fijando el alcance del concepto jurídico "niño". Y el criterio exigido es que "debe interpretarse" que "niño" es "todo ser humano desde el momento de su concepción y hasta los 18 años de edad" (artículo 2, ley 23849).
Quienes afirman que la definición de "niño" ordenada por el Congreso no es una "reserva" a la CDN, sino una mera "declaración interpretativa" se apoyan en lo que dijo la mayoría de la Corte en el fallo "F., A.L." en 2012. Allí se dijo que como la Argentina utilizó el verbo "declara" al momento de modificar la definición de "niño" no hizo una reserva, sino una mera declaración interpretativa (Cons. 13). Sin embargo, las "declaraciones interpretativas" no existen en la Convención de Viena sobre el derecho de los tratados, que solo contempla las reservas. Y al definirlas, el artículo 2.d) de la Convención de Viena aclara que no importa las palabras que elija un Estado, sino sus efectos jurídicos: "Se entiende por 'reserva' una declaración unilateral, cualquiera que sea su enunciado o denominación, hecha por un Estado al firmar, ratificar, aceptar o aprobar un tratado o al adherirse a él, con objeto de excluir o modificar los efectos jurídicos de ciertas disposiciones del tratado en su aplicación a ese Estado".
Desde esta perspectiva, propia del derecho internacional, la declaración ordenada por el Congreso en la ley 23849 es una "reserva". De hecho, cumple con los requisitos que exige la Convención de Viena: se trata de una declaración unilateral de la Argentina que modifica los efectos jurídicos de ciertas disposiciones de la CDN. ¿De qué forma? No solo al fijar la interpretación del término "niño", sino al extender hasta el momento mismo de la concepción el derecho intrínseco a la vida previsto en el artículo 6 de la CDN. Esa extensión del derecho a la vida implica una clara modificación del alcance de la CDN. La modificación se torna aún más evidente cuando se la contrasta con las recomendaciones del comité de seguimiento de la CDN en materia de aborto. Obviamente, estas recomendaciones formuladas varios años después de ratificada la convención no obligan a la Argentina, sino que contradicen frontalmente la forma en la que la CDN rige para nuestro país.
Ni el Congreso, ni el Poder Ejecutivo, ni la Corte Suprema pueden desconocer cuál fue de buena fe la intención de la Argentina al momento de ratificar la CDN en sede internacional. Cabe recordar que el Congreso exigió esa definición especial de "niño" debido a: "Esa declaración se hace necesaria ante la falta de precisión del texto de la convención con respecto a la protección de las personas por nacer" (Mensaje del Poder Ejecutivo al Congreso del 30 de agosto de 1990).
Pero, aun si fuera solamente una declaración interpretativa, no se explica ni se analiza cuál es el valor que tiene desde el punto de vista constitucional. Gusto o no, esa declaración unilateral integra las condiciones de vigencia de la CDN para nuestro país y fue elevada a jerarquía constitucional como parte de esas mismas condiciones (cfr. art. 75, inc. 22 de la Constitución). Así lo reconoció el miembro informante respectivo en la Convención Constituyente de 1994, cuando explicó: "Los tratados de derechos humanos que adquieren jerarquía constitucional, lo hacen 'en las condiciones de su vigencia', esto es, tal y como fueron incorporados al ordenamiento argentino". Es claro, entonces, que el valor de esa declaración unilateral que define el término "niño" no es inocuo, sino que esa declaración tiene jerarquía constitucional y no puede ser modificada por una ley. Nuevamente, la legalización del aborto encuentra un obstáculo constitucional insalvable.
No puedo dejar de observar la mención de Bidart Campos al final de la columna de la doctora Kemelmajer, asociada a la afirmación dogmática de que "cuando la mujer llega al hospital público pidiendo ayuda, la vida en gestación ya no existe. Hay una sola vida por salvar: la de la mujer". La autora olvida mencionar que Bidart Campos aclara varias veces que su opinión en ese caso concreto tenía en cuenta: que la mujer había abortado antes de llegar al hospital. Pero de ahí a derivar una opinión en contra de salvar las dos vidas cuando una mujer se presenta en un hospital a abortar hay un abismo. Además, desconoce que Bidart Campos consideraba gravísima la legalización del aborto por ser una clara violación de la Constitución y que se opuso a esa legalización con frases como esta: "Es incongruente que mientras a escala universal se tiende con ahínco a defender los derechos humanos, muchos Estados legalicen el aborto, que suprime radicalmente el principal de todos. Los movimientos femeninos que reivindican el derecho de la mujer a disponer del fruto de sus relaciones sexuales caen en la aberración de sostener que se tiene derecho a disponer libre y absolutamente de la vida ajena de un ser humano en gestación, que carece de toda capacidad defensiva. Esa manipulación de la vida embrionaria significa convertirla en cosa u objeto sin ninguna protección jurídica".
En definitiva, no se trata de considerar a la mujer un mero instrumento de la reproducción ni de ser temerosos de la libertad (sugiero a la doctora Kemelmajer que lea a Doris Gordon). Se trata de ser respetuosos del ordenamiento constitucional vigente y de aceptar los límites que impone al Congreso a la hora de tomar decisiones y de evitar, además, una suerte de "emotivismo constitucional" que eleve arbitrariamente las emociones a la categoría de "derechos". Guste o no, los "niños" tienen un estatus expresamente reconocido a nivel constitucional en nuestro país y no son parte de la madre, ni cosas, sino seres humanos con derecho a la vida. Por eso, no pueden ser tratados utilitariamente y descartados a libre voluntad, aun cuando esa sea la firme creencia de aquellos que impulsan la legalización del aborto.
El autor es abogado, Master of Laws (Georgetown University Law Center).