El profeta bíblico no tiene precedentes. Es original en su prédica moral como los griegos lo fueron en filosofía. El mensaje que brinda es, a la vez, el que lo constituye. Las Tablas de la Ley son su respaldo. Los Mandamientos, su desvelo. Como nadie hasta entonces en el mundo antiguo, convoca a la justicia social. En una civilización ordenada verticalmente, el profeta exige la horizontalidad.
Ningún poder temporal lo autoriza a proceder como lo hace. Nadie, entre los hombres, lo ha investido con los atributos que se adjudica. Se presenta ante todos y para escándalo de todos como vocero de Dios. Dice que ha venido a traer su palabra. Reyes, sacerdotes y hombres prósperos se enardecen con él hasta el desprecio. En su firmeza no ven más que arrogancia. En esa arrogancia ven un rasgo delirante y peligroso. Están, no lo dudan, ante un provocador. "Loco de Dios", lo llamarán. Pero el desacuerdo con él no se funda en el desprecio, sino en el temor que siembra su arrojo. Cae sobre su pueblo como un huracán y denuncia a cuantos vulneran la ley. Se enfrenta, sin medir consecuencias, a corruptos y profanos. A cínicos y oportunistas. Se burla de las jerarquías. Considera déspotas e irresponsables a quienes se jactan de encarnarlas. Acusa, en suma, a los representantes del poder político, económico y religioso de estar moralmente prostituidos, de explotar a los desamparados, de entregarse a la idolatría y de comprometer, con su miopía y egoísmo, la supervivencia de Israel.
Por supuesto: es resistido y descalificado. ¿Ungido por Dios? ¿Mensajero y estandarte del Señor? ¿Quién es él para asegurarlo? Se trata de un provocador, aseguran sus enemigos. Y hay que hacerle pagar por su osadía.
¿Pero qué quiere decir el profeta cuando afirma que la suya es palabra de Dios? ¿De qué habla ese hombre desconcertante e intransigente? Dios, afirma, se deja oír en su voz como memoria de una deuda impaga. De una deuda que reclama cumplimiento. De una deuda contraída por el reino con la ley. La ley establece que la justicia social debe imperar en Israel. Deudores de la ley son los judíos. Toda su dirigencia: reyes, ricos y rabinos; los farsantes que en la corte se hacen pasar por videntes, los falsos profetas; los que medran a espaldas del hambriento, del enfermo, del que clama por un techo. El acreedor de esa deuda es Dios. El Dios único. El que ha consumado una alianza con ellos mediante el encuentro con los padres fundadores: Abraham, Isaac y Jacob. El Señor ha extendido esa alianza a toda su descendencia. Pero el apego a la ley que debía garantizarla no ha cundido. Vulnerada la promesa, Dios se da por desoído. Quebrantado el pacto, Yahvé hará sentir su ofensa y su pena. De un extremo a otro del reino retumbará el desencanto de su palabra. Dios ahora es esa memoria dolida, el severo reclamo de la ley burlada. Y la voz de su queja es el profeta.
¿Pero es así? ¿Realmente es así? ¿Quién lo garantiza? Ya se dijo: solo el profeta se autoriza a sí mismo. Nadie más convalida lo que afirma. ¿Acaso hay pruebas que respalden su presunta idoneidad? Dos, al menos —clama el profeta— y son determinantes: la injusticia social y la idolatría. Ambas abundan y envenenan a Israel. Ambas dan forma al repudio del pacto. ¿Y quién sino el profeta las denuncia? ¿O acaso Dios está del lado de los que siembran miseria, se apegan al fetichismo y proceden como canallas?
Pero el profeta no solo condena. También suplica. Llama a la autocrítica. Incita al arrepentimiento. Implora por sensatez. Quiere al delito reconociéndose avergonzado en el espejo de su siembra. Quiere a los poderosos retractándose y empeñados en ser lo que no son. Lo urge la magnitud de la decadencia. Y, con ella, la inminencia del desastre colectivo. Si Israel no comprende, Israel perecerá. Debe, en lo político, aprender a pensarse con realismo. A dejar de soñarse como un par entre pares. ¿Cuál puede ser su envergadura ante Egipto, Asiria y Babilonia? Un reino pequeño, por fuerte que sea, siempre es más débil que sus grandes vecinos. Israel no puede equivocar sus alianzas ni sus equidistancias ni sus tiempos de negociación. Rara vez Goliat es el gigante torpe con quien pudo el minúsculo David.
El profeta propone al príncipe pasos que este se resiste a dar. ¿Quién es, al fin de cuentas, ese hombre altanero y apremiante? Irrita al monarca la suficiencia de su voz altiva. El príncipe lo cataloga como sospechoso. Más tarde, como cobarde. Finalmente, como traidor. La cárcel y el exilio serán, para él, destinos frecuentes. Y no menos frecuente, el riesgo de ser ultimado.
Siglos después, otro judío querrá hacerse oír ante las murallas sitiadas de Jerusalén. Rogará a su pueblo armado que ceda ante Roma y salve a Jerusalén del fuego y el ultraje. Flavio Josefo fue ese judío. Pero los príncipes hebreos seguían siendo lo que siempre habían sido. Dieron la espalda a su advertencia. No valoraron la supervivencia posible, esa a la que en su momento había llamado Jeremías ante Babilonia. Roma fue desdeñada. Dos mil años pasarían desde entonces antes de que los judíos volvieran a contar con una patria en Israel.
Retrocedamos. El reino aún está allí y al profeta le urge salvarlo. No cede. No enmudece. Dios, repite sin descanso, ha sido burlado por aquellos en quienes confió. Su voz truena en las calles, ante los pobres, junto a los portales de las mansiones, frente a los templos y en las plazas y a la vera de los palacios. La miseria deshonra a Dios, vocifera el profeta, y aún más cuando su promotora es la riqueza de unos pocos.
El poder embiste contra ese arrebatado. Está loco. Tan loco como puede estarlo cualquiera que asegure que Dios habla por su boca. Su delito mayor no es otro que el de hacer pasar por celestiales sórdidas palabras que no son sino suyas. Su frenesí intolerable consiste en atribuir al Supremo blasfemias que solo él concibe y solo él propala. ¿Quién se cree que es? ¿A quién cree que se dirige? ¿Cómo puede empecinarse en presentar a Dios como el promotor de sus difamaciones? ¿Cómo se atreve a decir de su funesta elocuencia que es el Creador quien la alienta? ¿A quiénes sino a sus legítimos príncipes y rabinos ha convocado Yahvé para que impongan su intendencia en Israel? El profeta no es nadie y se presenta, sin embargo, como un hombre providencial. No habla más que por él mismo y pretende, no obstante, que sean de Dios las calumnias que hace públicas.
Nada intimida al profeta. Una y otra vez embiste con su elocuencia contra esa sociedad incapaz de sostenerse en la búsqueda y el cumplimiento de la ley; contra esa sociedad a la que su complacencia en el delito arrastra hacia la autodestrucción. Su claridad es desafiante, agresiva. No disimula su desesperación de presentir la cercanía del abismo. Ese acento suyo, inconfundible por su intensidad y su perseverancia a lo largo de casi trescientos años, no será ya el de los rabíes en los siglos que siguieron a la ruina del reino. Perdurará, es cierto, plasmado en el Libro de los libros, para memoria de la Dispersión. Solo allí y como huella indeleble de una demanda que en su momento fue desoída. En el Libro aprenderá a habitar reunida la nación de los dispersos. El poder político y sus ambiciones se habrán extinguido con el reino. El rabino, en la diáspora ulterior a la catástrofe, ya no será hostil al profeta. Paciente, aplomado, consciente de que su deber consiste en devolver sustento moral a la congregación perdida, enseñará al judío apartado de su tierra a reconstruirla en el escenario simbólico de la letra y en la esperanza de la oración. En el Libro sabrán reencontrarse los que tan apartados vivían entre sí. El profeta renacerá en sus páginas como aquel que ahora sí merece consideración. Quienes lo lean se empeñarán, de allí en más, en abrirse a su voz. Allí está el rabí para insistir en que así sea. Transformado en maestro y dejando a un lado su previa suficiencia, también él debe aprender a valorar lo que transmite.
También él proviene de una prosapia de obstinados en la incomprensión. También él tuvo por predecesores a los que se vanagloriaron de saber y, en nombre de ese saber, calumniaron al profeta. Y el rabí dará un paso más allá de ellos redimiendo en el Libro al desoído. Profeta será, en adelante, aquel que de veras supo. Aquel que advirtió y presintió. Aquel que recordó que lejos de la ley el judaísmo se desvanece y Dios se marchita en el corazón de su pueblo. Aquel a cuyo lado Israel deberá marchar si aspira a preservarse. Pero esa marcha ya no contemplará la observación de lo político. La tarea, de aquí en más, consistirá en el estudio y la plegaria. En la búsqueda del prójimo y el perdón. Con la extinción del reino, la política desaparecerá del horizonte comunitario hasta renacer, como aspiración, a fines del siglo XIX.
Este texto forma parte del próximo libro de Santiago Kovadloff, "Locos de Dios" (Emecé)