Adiós al palabrista Esteban Peicovich

Se murió un amigo que decía que tenía una edad incierta. Se llamaba Esteban Peicovich y deja poesía, crónica, entrevistas y textos de una exquisita belleza. El palabrista que entrevistó con la misma pasión a Borges y a Perón; el que le encantaba contar que conocía 73 países; el que un día en España durante la campaña del 83 le pidió a Alfonsín que no le grite a los argentinos porque estábamos saliendo de la dictadura; el que estaba escribiendo una novela que me intriga saber si terminó; el poeta que hacía periodismo y el periodista que escribía crónicas con poesía; el que se conmovía con Juan José Saer pero también con un músico que tocaba en la calle Florida; el hacedor de un archivo único de entrevistas que guardaba con precisa obsesión; el enamorado de Victoria. Esteban fue uno de los más grandes que dio el periodismo argentino.

Lo quise como a pocos y lo recuerdo como a nadie. Tenía muchas cualidades pero a mi siempre me llamaron la atención dos: su enorme capacidad de observación y su innata virtud de poder hablar con música. Cuándo digo música lo digo en términos literarios: siempre sus frases tenían la musicalidad de la poesía que escribía desde que trabajaba en un frigorífico en Berisso. Esteban era un chico grande, o mejor dicho, era algo así como un eterno niño prodigio que no quiere dejar nunca de aprender. Tuve la suerte de trabajar con él en un programa de radio que duró un año en Radio de la Ciudad y que se llamó Ciudad Abierta. Transitábamos la segunda mitad de la década del 90 y yo era un veinteañero que me creía grande y cada día tenía que llevarle una nota y darla al aire. Siempre me quedó grabada su sonrisa y su mano gigante agitada cuándo algo que llevaba le gustaba y nunca olvido la estocadas cuándo mis temas eran malos y el niño gigante movía su cabeza de un lado al otro. Un día se enojó mal con mi columna y me asestó "¿pero vos sos joven?" No recuerdo qué había propuesto pero esas cuatro palabras fueron suficiente para que me sacudan y me hagan salir otra vez a la calle a buscar una nota que lo seduzca.

Una tarde fui al departamento que compartía con su amor Victoria frente a Plaza San Martín. Me había invitado porque me quería mostrar algo que le parecía fantástico. Se había comprado un Ipad y estaba fascinado porque había podido digitalizar decenas y decenas de fotos viejas, incluidas las de su madre que todavía vivía en Berisso. El invento de Steve Jobs recién había salido y yo sólo lo había visto en fotos, pero así como fue uno de los primeros tuiteros de la Argentina, también fue uno de los primeros en tener su Ipad.

Hace unos diez años lo reencontré para entrevistarlo cuándo Editorial Marea reeditó El ocaso de Perón. Le pregunté qué significaba para él trabajar con textos que había escrito a fines de los 70 y me respondió: "Me hace recorrer también mi historia, que es una historia que estuvo muy impedida –por lo menos mi generación y la siguiente- por el hecho de que nunca pude vivir en plena democracia como la soñé y la bociné toda mi vida. Todo esto me da mucha pena".

Aprendí de él que los tesoros están en las librerías de viejo, que nunca hay que dejar de leer a Borges, que los cortados deben tomarse con mucha espuma, que siempre hay que volver a Saer y que la mejor definición de periodismo la había dibujado él alguna vez en uno de sus anotadores que siempre llevaba en el bolsillo: el periodista es un ignorante especializado.