La doctora Mónica Pinto publicó una columna de opinión de título contundente: "No hay obstáculos constitucionales para la despenalización del aborto". Según la ex decana de la Facultad de Derecho de la UBA, el Congreso está por aprobar un proyecto de ley para despenalizar el aborto y esa medida es perfectamente constitucional. No solo eso: desde la perspectiva de los derechos humanos, el Congreso está prácticamente obligado a sancionar esa ley. Además, quienes se oponen al aborto lo hacen desde una postura inadmisible: pretenden imponer estándares de conducta basados en argumentos o convicciones religiosas.
Creo que lo que intentó ser un aporte al debate genera innecesaria confusión. Lo primero que hay que aclarar es que el Congreso no debate la sanción de un proyecto de ley para despenalizar el aborto, sino uno que pretende consagrar su legalización. ¿Es lo mismo despenalizar que legalizar? No. Despenalizar implica que una conducta delictiva deja de ser sancionada con una pena en determinadas circunstancias. Así, por ejemplo, pese a que el homicidio es un delito, si una persona responde proporcionalmente una agresión y mata a su agresor, lo más probable es que no reciba pena alguna en nuestro país. La razón es simple: el Código Penal contempla una causal de no punibilidad llamada "legítima defensa". Pero sería absurdo que esa persona derive de esa causal de despenalización un derecho para poder matar a su agresor y para exigirle al Estado que le provea los medios para hacerlo. Eso es exactamente lo que se pretende al legalizar el aborto: a diferencia de la despenalización, la legalización implica que esa conducta deja de ser delictiva y pase a ser considerada como un derecho.
Esta distinción conceptual entre despenalización y legalización tiene consecuencias prácticas concretas. La legalización eleva al aborto a la categoría de derecho humano cuyo ejercicio debe ser solventado con fondos públicos. Y al convertirlo en un derecho, se permite que un tercero pueda desarrollar una actividad con fines de lucro y ofrecer, por ejemplo, un servicio para abortar en un establecimiento privado.
Es evidente, entonces, que el análisis correcto es determinar si existen obstáculos constitucionales para la legalización que se intenta. Y acá la respuesta es diametralmente opuesta a la que nos ofrece la doctora Pinto: sí, existen esos obstáculos. Algunos de ellos surgen de las mismas normas que menciona su columna de opinión. Otros, en cambio, surgen de la Convención sobre los Derechos del Niño que, a pesar de ser decisiva desde la perspectiva constitucional, es llamativamente ignorada.
Una de las normas de jerarquía constitucional que impiden la legalización del aborto es la letra de la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH). El artículo 4.1 dispone: "Toda persona tiene derecho a que se respete su vida. Este derecho estará protegido por la ley y, en general, a partir del momento de la concepción". Como bien señala la doctora Pinto, esa redacción no es absoluta: se establece una regla (la protección a la vida a partir del momento de la concepción), pero que puede tener excepciones (esa protección es "en general"). Sin embargo, la legalización del aborto de forma irrestricta hasta la semana 14 del embarazo destruye esa regla. La ley no protegería "en general" la vida desde la concepción, sino que protegería el aborto de forma irrestricta durante los primeros 3 meses y medio del embarazo. Es evidente que esa legalización es incompatible con la letra de la CADH.
Otra norma importante, que resulta sorprendentemente ignorada por la doctora Pinto, es la Convención sobre los Derechos del Niño. Esta convención tiene jerarquía constitucional "en las condiciones de su vigencia" (artículo 75, inciso 22 de la Constitución Nacional). Cabe recordar que cuando el Congreso aprobó esta convención, le ordenó al Poder Ejecutivo que hiciera la siguiente declaración unilateral al momento de ratificarla en sede internacional: "Con relación al artículo 1º de la Convención sobre los Derechos del Niño, la República Argentina declara que el mismo debe interpretarse en el sentido que se entiende por niño todo ser humano desde el momento de su concepción y hasta los 18 años de edad" (artículo 2, ley 23849). A su vez, el artículo 6 de esa misma convención dispone que todo niño tiene el derecho intrínseco a la vida.
El sentido común indica que la legalización del aborto tiene aquí un obstáculo constitucional insalvable. En efecto, en nuestro país (i) "debe interpretarse" que "niño" es todo ser humano desde el momento de su concepción y hasta los 18 años, (ii) todo "niño" tiene el derecho intrínseco a la vida y a que se le garantice la máxima medida posible de supervivencia y desarrollo, y (iii) la Convención sobre los Derechos del Niño tiene jerarquía constitucional "en las condiciones de su vigencia". Por ende, el Congreso no puede sancionar una ley que desconozca lo que establece la letra de una convención que, a su vez, tiene una "jerarquía constitucional" superior por imperio de la propia Constitución.
Esta declaración unilateral de la Argentina modifica los efectos jurídicos de la Convención sobre los Derechos del Niño, ya que extiende el derecho intrínseco a la vida de los "niños" hasta el momento mismo de la concepción. Esta declaración, además, integra las condiciones de vigencia de la Convención para nuestro país y así fue elevada a jerarquía constitucional como parte de esas mismas condiciones.
Se intenta rebatir esta postura con el argumento de una pretendida obligatoriedad de interpretar nuestra Constitución a la luz de ciertos pronunciamientos de diversos organismos internacionales en materia de derechos humanos. Esos pronunciamientos no son obligatorios para la Argentina. Su eventual aplicación se basa en una interpretación forzada y sacada de contexto de la expresión "en las condiciones de su vigencia" en la Constitución. Si aquellos que defienden esa interpretación se tomaran en serio el texto constitucional, deberían reconocer que anula el párrafo siguiente ("no derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución"). El lector perspicaz podrá advertir que se trata de una interpretación un tanto peculiar: implica, necesariamente, asumir que había videntes en la Convención Constituyente de 1994 que pudieron anticipar que esos pronunciamientos futuros de organismos internacionales no derogaban alguno de los primeros 35 artículos de la Constitución. Absurdo.
No deja de llamar la atención que la doctora Pinto nos prevenga de una suerte de "imperialismo moral" y a renglón seguido exija que acatemos a rajatabla observaciones o recomendaciones de organismos internacionales que no son obligatorias, que surgen de una élite de burócratas que no tienen legitimación democrática alguna, que no tienen responsabilidad en nuestro país y que no nos rinden cuentas como cualquier funcionario público interno (sea a través de elecciones, mecanismos de control o de remoción). No se me ocurre un caso más evidente de imperialismo moral.
Hago una última observación. La doctora Pinto repite una idea instalada: quienes se oponen al aborto lo hacen a partir de una creencia religiosa o de meras convicciones personales. Si bien esto es falso, no se advierte con el mismo énfasis que podría endilgarse algo similar pero exactamente al revés: muchos de los que defienden el derecho a abortar creen que no hay vida humana a partir de la concepción. Esta es una creencia que no se basa en datos empíricos o científicos, sino que expresa una mera preferencia moral, política o ideológica. Por ende, aun cuando pretendan exigir que el Estado sea neutro en la cuestión y que sea la mujer la que decida, la posición que defienden está lejos de esa declamada neutralidad. Y esto con un peligro adicional: ¿el Congreso puede decidir en qué momento nos volvemos humanos? ¡No! Trazar una línea, que va a ser siempre arbitraria, implica negar el concepto mismo de los derechos humanos. Esos derechos no dependen de una convención, es decir, de una decisión de una mayoría circunstancial que determine si los considera o no dignos de protección. ¡Todo lo contrario! Esos derechos son un límite insalvable a cualquier decisión que la mayoría quiera tomar. Si abandonamos esta idea, los derechos humanos dejan de existir y solo nos quedan los "derechos" que la mayoría decida respetar. Y ese no es, precisamente, nuestro sistema constitucional.
El autor es abogado, Master of Laws (Georgetown University Law Center).