Cabe preguntarse cómo un grupo de políticos experimentados, seguramente los más representativos de su sector y de su ideología, terminaron aprobando una ley que en varios casos iba contra sus propios intereses distritales y aun contra sus provincias; que incumplía y despanzurraba una ley de leyes, el presupuesto, que muchos de ellos habían aprobado; que invadía las atribuciones constitucionales del Ejecutivo y pasaba por sobre lo determinado por la Corte Suprema cuando obligó a cumplir los requisitos de la audiencia pública; y que les quitaría peso de negociación con el Gobierno nacional, gravitación que necesitaban para seguir manteniendo la olla de corrupción, clientelismo y negocios que tienen montada en sus pobres provincias.
Una ley para cuya justificación debieron recurrir a piruetas dialécticas o a veces a la simple frase: "Es un mamarracho pero la vamos a votar". Una norma de cumplimiento virtualmente imposible por su impacto monstruoso en un sistema en el que, en un gran contrasentido, la Administración Nacional de la Seguridad Social (Anses) está autorizada por el propio Congreso a no pagar, impunemente, un juicio ganado por un jubilado con cuyo monto apenas puede costear un sanatorio para morir sin dolor. Una normativa tarifaria que fija arbitrariamente un momento en el pasado en el que se supone que tanto los salarios como las tarifas estaban en su punto de equilibrio, cuando es más que evidente que ambos parámetros estuvieron distorsionados en los últimos 10 años, por lo menos. Que introduce un catastrófico control de precios a nivel consumidor que implica la quiebra del sistema energético en pocos meses. O la quiebra del Estado.
Una ley, finalmente, que sería vetada por este Gobierno y por cualquier otro, salvo que estuviese integrado por desconocedores de la aritmética, de la talla de quienes condujeron la economía en los años de Cristina Fernández.
Las explicaciones hay que buscarlas en dos vectores, principalmente. La interna del justicialismo, en la que vive permanentemente, y la existencia (o la insistencia) de la ex Presidente, cuyo bloque sobreviviente y su 24% de adhesión popular la mantienen todavía con vida política y en libertad física.
Es evidente que si el movimiento acéfalo quiere tener chance electoral, deberá contar con una propuesta única, o por lo menos un candidato presidencial único, para romper la estrategia que tan bien le resultara a Mauricio Macri en las dos últimas elecciones. Fernández de Kirchner parece haberlo entendido así, cuando amagó con proponer a Felipe Solá, quedándose en el papel de titiritera. Ella está obligada a disputar la interna justicialista, a riesgo de sufrir el inevitable desguace y sangría de sus cuadros y sus bloques si no lo hiciera.
Esta ley tuvo la virtud, o la consecuencia no deseada, de obligar a todos los sectores del peronismo con cualquier apodo a apostar cada vez más alto contra el Gobierno, para no aparecer como blandos, traidores, sacrificando principios y otros epítetos tan queridos por el movimiento. La consigna de debilitar a Cambiemos como objetivo se fue transformando en estrategia de fondo. La necesidad del senador Miguel Ángel Pichetto de endurecer su gesto y su postura frente al Gobierno para mantener el peso definidor de su bloque lo condenó a encolumnarse con Cristina y a aparecer como un demagogo que tal vez no quería ser.
El massismo, defensor del proteccionismo empresario cada vez que puede, aprovechó para torpedear cualquier intento de prudencia económica, a la vez que se sonrojó deslumbrado ante los guiños del cristinismo. Hasta Carlos Menem se levantó de su inmortalidad para colaborar con un voto decisivo que nada tiene que ver con lo que piensa o dijo que pensaba en los años 90. Los obvios votos del progresismo romántico, simbolizados por Fernando Solanas y sus incoherencias, volvieron al viejo redil de sumisión peronista, obligados por su discurso de bondad y comprensión.
El justicialismo, llamado eufemísticamente "la oposición" por la prensa amiga, puede exhibir en este proceso algunos logros: obligó al veto de Macri, con lo que podrá seguir agitando ante su tropa la imagen de dictadura vendepatria ahora cómplice del Fondo Monetario, al que empujó a acudir cuando impuso el tratamiento de esta misma ley, verdadero sabotaje al crédito del país, un piquete financiero como el que sufriera al final de su mandato Raúl Alfonsín. (Nada produjo más retracción en los mercados internacionales que el desayunarse con que Cambiemos podría ser sucedido por otro gobierno peronista de irresponsabilidad presupuestaria y financiera como se evidencia en esta ley). También sacó patente de rudo ante sus adeptos y en algunos sectores indecisos, con efectos que todavía no se han evaluado adecuadamente en las apresuradas encuestas.
Y hasta algunos sectores o personajes pueden creer que han mandado un mensaje al Gobierno, o le han mostrado su fortaleza o la imprescindibilidad de aliarse con ellos. O han hecho alarde de sus músculos en el frente interno.
Pero hasta ahí llega la supuesta ganancia. Habrá que analizar las pérdidas. Porque en el frente externo Macri consolida hoy su imagen como un gobernante serio y prudente, en contra del populismo y capaz de ser duro cuando hace falta. Eso es un valor sumamente apreciado en un escenario global de políticos payasescos. No sería entonces sorprendente que eso le permitiera conseguir mejores condiciones y mayor apoyo en la tarea de enfrentar esta crisis.
Tanto en el frente externo como en el interno, este voto en montón ha demostrado algo que esta columna ha sostenido antes, pero que no era del todo aceptado: no hay tal cosa como peronismo bueno y peronismo malo. A la hora crucial, prima la irracionalidad y el mandato del escorpión que pica a la rana salvadora. Eso puede volver más prudentes a los inversores, pero también alejará a los votantes independientes que querían creer que tal diferencia existía y era una opción viable. Finalmente, todos los peronismos actuaron disciplinada y obedientemente, acatando una orden que nadie había emitido.
El peronismo, pese a esta imagen de unicato que ha dejado, no está, sin embargo, unido. Lejos de ello. Y acaba de perder una gran oportunidad de consolidar algún liderazgo más potente y legítimo que el de Cristina. Para ponerlo en un lenguaje llano, ninguno se animó a enfrentar el tumulto ancestral del movimiento. Ninguno se sintió capaz. Ni tuvo el coraje. Eso mezcló las aguas de tal manera que ahora será más difícil conseguir la unidad y sobre todo, un líder. Juan Manuel Urtubey simplemente pasó esta mano y espera mejores cartas, mientras soporta el fuego amigo.
Esto conduce a una paradoja: cada una de sus facciones será percibida como continuadora del kirchnerismo fatal. Y al mismo tiempo, no les será fácil aglutinarse y dejar fuera a Unidad Ciudadana. Tampoco resultará fácil, a partir del voto de la madrugada del jueves, prescindir de Cristina Kirchner. Esas tres realidades no serán desperdiciadas por el aceitado engranaje de Cambiemos, que no sirve para bajar la inflación, pero que es indiscutiblemente hábil para ganar elecciones.
La continuidad esperada e imaginable del ataque contra Macri (o contra la sociedad productiva) luego del veto, o sea, los paros de la CGT y los piquetes de las organizaciones millonarias subsidiadas por este Gobierno, tendrán un efecto parecido al descrito antes: se consolidará la idea de un peronismo único antidemocrático, que no permite gobernar cuando es oposición, que tiene muchas caras, muchos nombres, muchos formatos institucionales, pero que a la hora de la verdad se comportan con una unanimidad de marabunta. Las excusas para los paros son previsibles, anticonstitucionales y destituyentes. Y así serán vistas por un amplio sector. En este lamentable episodio, los peronistas que se decían buenos han perdido la oportunidad de demostrar a la sociedad que eran diferentes y confiables.
Macri puede (y debe) ahora levantar la bandera de un manejo económico serio, aunque cueste sacrificios, frente a un peronismo delirante que quiere volver a precipitar al país en el caos. También dividir las aguas entre quienes con sus impuestos tienen que pagar el despilfarro, y los que disfrutan y a veces se enriquecen con él. La ciudadanía percibirá más que nunca este proscenio como un enfrentamiento a todo o nada entre dos concepciones que no pueden convivir ni coexistir. Como describiera San Martín hace casi 200 años. Todo indica que la polarización será absoluta, tras esta demostración de empecinamiento. Una vez más, Braden o Perón. De nuevo la opción excluyente. Esta vez sin necesidad de inventarla.
La grieta es ahora oficial. Y más profunda que nunca.