Hizo muy bien la oposición que optó por la abstención el 20 de mayo pasado. Era una locura otra vez dejarse arrastrar al matadero. Con ese Consejo Nacional Electoral (CNE), con ese registro electoral y sin garantías de un juego limpio, era imposible participar. No se podía colaborar ni un minuto más con esa inmundicia.
Nicolás Maduro dice que lo votaron más de seis millones de venezolanos, pese a las calles y los colegios electorales casi vacíos. Según los cálculos más serios, solo sufragaron 3,5 millones y él debió obtener algo más de 2,4. El CNE afirma que acudió a votar el 46% de los electores. Solo se presentaron en torno al 17,5.
El porcentaje oficial intentaba acercarse al mítico 50% y, en todo caso, al 48% que votaron en las elecciones chilenas. ¿Si Sebastián Piñera era legítimo con esa presencia en las urnas, por qué no lo sería Maduro? Con el 17,5 se le podía discutir. Con el 46 supuestamente resultaba blindado.
La primera vez que Hugo Chávez cometió un enorme fraude electoral fue en el referéndum revocatorio del 2004. Perdía 60 a 40 a las 6 de la tarde, cuando supuestamente cerraban los colegios electorales. El doctor Jorge Rodríguez, entonces (y ahora) portavoz del Gobierno, sospechosamente anunció que se iba a dormir admitiendo con su body language que sabía lo que sucedería: en la madrugada, cuando el país soñaba con un mejor destino, anunció que Chávez había ganado 59 a 41. Mágicamente se habían invertido los resultados. Jimmy Carter avaló el fraude, no sé si por ingenuidad, porque lo engañaron, por interés o por evitar un enfrentamiento armado.
¿Cómo lo hicieron esta vez? Como lo vienen haciendo desde entonces cuando les resulta necesario. Durante cierto tiempo pensé que era una compleja operación en la que intervenía la mano peluda cubana desde un siniestro centro de cómputo instalado en la isla, pero el asunto resultaba más sencillo, próximo y con buenos técnicos venezolanos a cargo del sucio asunto.
Una vez terminada oficialmente la votación, la empresa Smartmatic, organizadora electrónica de las elecciones, financiada por el chavismo, obtenía la suma real y calculaba el tamaño del fraude necesario para "ganar". En ese momento se fabricaban los votos virtuales, se dispersaban por la geografía electoral y se agregaban a la cuenta final. Si la oposición reclamaba un recuento manual, se le daban largas o se le negaba, como le sucedió a Henrique Capriles en el 2013.
Esto se supo con total certeza en agosto del 2017, cuando Antonio Mugica, presidente de Smartmatic, hoy una empresa seria radicada en Londres, con cientos de empleados y múltiples clientes, que trata de huir de su comprometedor pasado chavista, reveló que las elecciones para elegir la ilegal Asamblea Nacional Constituyente habían sido alimentadas por un millón de falsos votos virtuales. El 20 de mayo simplemente multiplicaron el fraude por tres.
Desde el punto de vista moral el cambalache nada significa para los chavistas. Es solo un recurso revolucionario. Si en 1992 trataron de acabar a tiros con el gobierno mediante un golpe militar, ¿qué importancia puede tener alterar una ridícula elección "burguesa" que es solo un trámite para mantenerse en el poder? Jorge Rodríguez, Tibisay Lucena, esa señora con carita de abuela bondadosa que no rompe un plato, y el CNE completo pueden dormir a pierna suelta. Ellos solo dan los resultados. Los votos están ahí, contantes y sonantes, colocados por el brazo electrónico de la revolución chavista.
Pero probablemente esta vez la trampa haya sido inútil. El 80% de las naciones realmente democráticas no reconocerá el Gobierno de Maduro y reclama unas elecciones libres y supervisadas por algún ente neutral. Mike Pence, vicepresidente de Estados Unidos, y el senador Marco Rubio prometen que su país se volcará en el acoso financiero de la dictadura de Maduro y en la persecución sistemática a la legión de chavistas corruptos.
Estados Unidos es la única nación en el planeta que puede destruir financieramente a cualquier país adversario. Puede castigar a China, Rusia y a Irán por ayudar al Gobierno de Maduro. Puede amenazar a Cuba con eliminar las remesas de los exiliados o con aplicar totalmente la ley Helms-Burton, en lugar de suspender ciertas partes cada seis meses, lo que implica que ninguna empresa extranjera podría operar en Estados Unidos o con Estados Unidos si la isla no saca las manos de las Fuerzas Armadas venezolanas.
Estados Unidos, por supuesto, tiene el garrote. Lo que no se sabe es si es capaz de utilizarlo.