Nadie, y menos el Gobierno, puede creer que la crisis que se ha dado en llamar cambiaria ha terminado. Ni es cambiaria ni ha terminado. Es una crisis integral de la economía, profunda, grave, dolorosa, tal vez fatal. La lucha contra la inflación, cuyo fracaso acaba de convalidarse con la devaluación del peso, es apenas una escaramuza contra un mero síntoma del flagelo del populismo, devorador de esperanzas y destructor de sociedades. También ha fracasado el recurso de usar al dólar como ancla inflacionaria, que solo fomenta especulaciones que siempre pulverizan tan malhadada idea (ver balanza comercial, otro desaguisado).
El populismo, cuyo embrión asomó con la primera presidencia de Hipólito Yrigoyen, que Juan D. Perón y sus continuadores llevaron a su eclosión pandémica con el kirchnerismo y a los que ninguna de las alternancias de gobierno de otros partidos o sectores pudo sobrevivir, incluyendo a cualquiera de las dictaduras militares, con generales y coroneles atemorizantes.
Ese populismo es ya generalizado. El populismo social, el sindical, el empresario, el piquetero, el contratista y como trasfondo el especulativo, que siempre es buitre. El 60% de la población, como mínimo, está infectada de populismo, ya sea porque se beneficia con alguna forma de reparto de gasto o porque ha sido cooptada por los discursos sensibleros y dañinos del estilo de "¿Y qué se hace con la pobre gente?". Si se analizan los destinatarios del gasto, ese porcentaje sube abrumadoramente. Todo ello sin haber empezado siquiera a reducirlo.
Si, como dice el ministro Nicolás Dujovne, el estadio superior o previo al gradualismo es el pragmatismo, el estadio superior a la inflación es el populismo. Mauricio Macri no parece terminar de darse cuenta de ella. Su mea culpa no pasa de admitir que fue demasiado ambicioso, casi un autoelogio. Una evaluación peligrosa, que reduce a un espasmo político el fracaso de un concepto de fondo. El Presidente no comprendió ni antes de la campaña que lo consagró, ni en sus dos años de gobierno, ni luego del triunfo en 2017 que su lucha debe ser contra el populismo, o sea, contra el gasto. ¿Lo comprende cabalmente ahora?
Luchar contra la inflación aisladamente es una pérdida de tiempo. El efecto de esta devaluación se licuará si eso no se entiende. También se licuarán la bonhomía del Fondo, la ayuda de los amigos especuladores financieros o el guiño tuitero de Donald Trump. Cuando se interpreta lo que pasó como una cuestión comunicacional o de errores de coordinación, hay razones para preocuparse. Como las hay ante la afirmación de que el acuerdo con el FMI se hará para poder continuar con el gradualismo. Porque el gradualismo es un invento del populismo, para patear la pelota lejos y neutralizar cualquier cambio. Es la historia.
El gasto tiene que bajar para que baje en serio la inflación. Y en ese camino tienen que reacomodarse los precios relativos, que la sociedad va generando durante años y que el proceso inflacionario destruye. Esa lucha por restablecerlos es titánica, feroz, sin cuartel. No todo se seguirá consumiendo en la misma proporción. Sin un juego de precios relativos estables, y en un panorama inflacionario, no hay inversión. Y la inversión es la única chance de Cambiemos.
Véase el problema tarifario. Antes de la repartija peronista, el consumidor dejaba de comprar algunos bienes para pagar la luz. La mezcla de subsidios e inflación le permitió pagar la luz y aumentar el consumo de otros bienes. Pero destruyó la inversión. Pagar el precio real de la luz necesariamente le hará volver a consumir menos de los demás bienes. Regalarle plata para que pueda consumir lo mismo es crear más inflación. Pero el supuesto de bajar cualquier consumo es inaceptable para la política. Sin embargo, sin esas recesiones parciales no se solucionará el problema. No entender estos puntos o caer en el juego de intereses implica el riesgo adicional de no estudiar ni diferenciar el gasto que se baje, o no bajar el gasto correcto, otra distorsión de precios relativos. En ese aspecto, el índice de precios al consumidor es un indicador más político que económico.
Al mismo tiempo, los intereses que paga el país para luchar contra la inflación sin bajar el gasto no solo generan más emisión-inflación, sino que ponen a la economía al borde de alguna clase de colapso inminente. Lo mismo ocurre con los intereses de la deuda para financiar gasto. Mientras que los intereses de la deuda por cualquier concepto, ya mayores al 20% de la recaudación, meten miedo a cualquier analista.
Liderar ese proceso requiere una tremenda convicción. ¿La tiene Macri? La columna ha sostenido siempre que no. Que él es fruto de este mismo sistema que ahora se le enfrenta y está dispuesto a sabotearlo, políticos, legisladores, empresarios, sindicatos que se le oponen a veces con mala fe evidente e insensata.
Se suele criticar al jefe de gabinete, Marcos Peña, o al asesor-gurú, Jaime Durán Barba, por ser renuentes a comprender estos conceptos, por conveniencias políticas y equivocar —dicen— al Presidente. ¿Qué decir entonces del supuestamente responsable senador Miguel Ángel Pichetto o del Frente Renovador de Sergio Massa y Margarita Stolbizer, que fogonearon la crisis propugnando una ley macondiana de revoleo tarifario, cuya aplicación sería ruinosa? ¿Qué decir de la veleidosa Lilita Carrió? En ese mismo orden, ¿qué decir de los gobernadores peronistas encabezados por el supuesto peronista bueno Juan Manuel Urtubey, que dice que las provincias no tienen déficit y que entonces el problema es de la nación? Las mismas preguntas caben para los grandes empresarios, que no creen en un país que no sea el de Perón de 1946.
Esta reflexión lleva a una conclusión: aunque quisiera hacerlo y tuviera la más profunda convicción en ello, Macri se enfrenta al riesgo de no tener con quién negociar. Como una especie de Quijote luchando contra el gasto, encerrado en una maniobra de pinzas, entre un Congreso opositor, un sistema político opositor y un contubernio socioeconómico que solo acepta más gasto en todos sus formatos como única alternativa.
La economía requiere una formidable transformación. Con la combinación jurídica, política, tributaria, laboral-sindical y empresaria actual "sobra" la mitad de la población, que no tiene ninguna posibilidad de tener trabajo privado, educación ni dignidad, y que debe subsistir en alguna clase de marginalidad, subsidiada o no, colgada del Estado, esclava de las orgas piqueteras, de las leyes corporativas, del proteccionismo. Del otro lado, el sector minoritario que genera riqueza, trabaja e invierte, y que tarde o temprano se agota moral y materialmente. En el medio, una grieta profunda, inzanjable, entre quienes creen que el Estado —o sea, los demás— tiene la obligación de proveer a su bienestar y a sus derechos y sus conquistas, y los que simplemente defienden su derecho a la propiedad, al bienestar por el que luchan día a día, al porvenir de sus hijos que ven que se les niega. Con cada desastre económico esa grieta se hace más definitiva.
El Fondo está haciendo una formidable apuesta por Argentina, con muchas probabilidades en contra. Es casi la última oportunidad para un país que suele desperdiciarlas todas. Que por supuesto está embarcado en analizar cuán malo es el organismo internacional, cuánta riqueza le ha robado al país, cómo lo ha obligado a equivocarse en el pasado y a entregarle su soberanía, y otras sandeces. Que impiden que asuma una realidad que nadie quiere asumir, porque la comodidad del amparo feudal del Estado va transformando a la sociedad en sierva. Lo que es muy conveniente para los políticos. Hasta que esos políticos no tienen más remedio que enfrentase a la historia, hacerse cargo y transformarse en estadistas.
Macri está solo.