El gradualismo neopopulista con el que Mauricio Macri conformó y conquistó, primero, a sus propios aliados y, luego, a parte de sus opositores, ha terminado con el mismo resultado de siempre: se acabaron los dólares. Previsible y triste final que confirma innecesariamente que, cuando se hace lo mismo que fracasó antes, se obtiene siempre el mismo resultado, cualquiera fuere el discurso.
El dispendio en el gasto, los efectos de una política monetaria bipolar y un tipo de cambio que convocaba a la especulación, al carry trade y el ataque político contra las tarifas —increíblemente azuzado por la inefable Elisa Carrió— terminó por crear una cárcel de la que el equipo económico no pudo salir. Así, no quiso dejar que el tipo de cambio se reacomodara, como debió ocurrir, para que eso no presionara sobre la inflación, ni seguir regalando dólares baratos a la especulación que había consentido con un cierto placer.
Los prestamistas globales se resistieron antes de lo previsto a seguir dándole dólares a un modelo que los pulveriza de inmediato en la picadora del carrusel del endeudamiento externo con alta tasa, cuando no se neutraliza además con endeudamiento interno de alta tasa. Eso paralizó no solo el nunca plasmado sueño simplista de la inversión de largo plazo, sino el mimado programa de obras públicas por PPP (otro sueño que se gestó con otro macrismo, el de Franco Macri, allá en 1990) que alinearía gobernadores y alegraría a contratistas. El valor de los bonos en circulación y las compulsas con los bancos operadores mostraban que cualquier nuevo endeudamiento sería insostenible política y económicamente.
La historia terminó como siempre, incluyendo la reinstauración del mercado de futuros de divisas, que, además de resultar sumamente conveniente a la especulación amiga, le quita a Cambiemos una de sus ciberarmas contra el kirchnerismo, al que laceró con las operaciones de apuro en ese mercado al final del mandato, que finalmente tuvieron beneficiarios multipartidarios, para no entrar en la grosería de hacer el conteo nombre por nombre.
Nadie puede creer la explicación de que romper el vidrio para sonar la alarma del FMI es una acción meditada de política económica para garantizar el gradualismo o para enfrentar una crisis externa que el país construyó con encomiable empecinamiento. Pero si se creyese en lo que dicen ahora los funcionarios, el efecto sería peor. "Hacemos esto para seguir dando crédito y planes de asistencia, y para seguir con el gradualismo", como dijo el jueves Nicolás Caputo; es una garantía de huida para cualquier capital de cualquier origen o procedencia. Ciertamente lo que garantiza es un rechazo sobre tablas del fondo. Tal vez se tenga mejor suerte en el Banco Mundial, donde se acude ahora para conseguir los fondos para arrojar a las fauces del contratismo frustrado por el fracaso temporario del plan de obras públicas al voleo.
Con Fondo o sin Fondo, está claro que el nuevo formato disimulado de populismo ha terminado. Y eso significa que la economía no tendrá buenas noticias por un tiempo. O tal vez sea más preciso decir que las buenas noticias que pueden salir de esta intervención del organismo internacional no son las que le interesan al votante, ya a gusto en la repartija y la marginalidad mental. Tampoco a los gobernadores, los sindicatos y las organizaciones piqueteras, cebados en un solo mecanismo de convicción política: la tarjeta en alguno de sus formatos.
Cambiemos ha perdido entonces su herramienta clave para intentar ganar las elecciones de 2019, que, como esta columna viene sosteniendo hace dos años, es su único objetivo tanto por ambición de poder como por la obligación de conseguir mayorías legislativas que le permitan llevar adelante algún plan coherente de seriedad fiscal, dando por sentado que quiera aplicarlo.
Ahora tiene por delante dos años que son la peor parte de cualquier plan serio de arreglo (Habrá que resaltar cada vez que eso ocurrirá con Fondo o sin Fondo). No podrá comprar el voto de los ciudadanos con la coima (Fukuyama) del populismo, enojará a sus aliados progresistas con las medidas de seriedad presupuestaria y no podrá mover la voluntad de los gobernadores peronistas con el estímulo de obras públicas o cualquier otra contrapartida económica, idioma oficial del peronismo. Se puede resumir con la frase que alguna vez dijera Abraham Lincoln sobre los ejércitos del Norte: "Tenemos al enemigo a ambos flancos, el frente y la retaguardia. No se nos puede escapar".
Todo este periplo es también una repetición de la historia. Las victorias políticas de quienquiera que se opusiera al populismo peronista son victorias pírricas, que terminan siempre en el mismo dilema: más populismo o estallido. Por eso, aunque le pueda molestar al Rasputín Durán Barba, en el supuesto de que nadie tome la exhortación de Carrió literalmente, Macri tiene ahora que pensar un nuevo camino. Un nuevo mensaje. Una idea salvadora. Una nueva convocatoria que no solo explique la situación, sino que proponga una nueva misión, una nueva visión, acaso un salto por encima de la coyuntura y aun de la propia economía.
Esto implicaría también un cambio profundo de figuras y referentes, nuevas alianzas y nuevos pactos. Reconocer que se ha retrocedido y se han perdido socios de enorme predicamento en el sistema político que ahora resultan imprescindibles. Evidentemente difícil en una sociedad escéptica, en la que cada uno trata de conseguir alguna prenda del cadáver del Estado, de la que tironea con desesperación para salvarse. Y que además tiene la rara creencia de que democracia significa fundir al Estado que dice defender. Y también implica un cambio maduro en el propio Macri, que algunos le reclaman hace tiempo.
Del otro lado, el peronismo advierte su oportunidad política. La coyuntura que lastima a Macri es el colofón de dos años de desgaste que a veces su oposición justicialista se ocupó de aumentar hasta el sabotaje y sobre el que se ensañó y regodeó. Ya impuesta la idea de que hay un peronismo bueno y uno malo, encarnado por una Cristina que tiende a la desaparición, está también en la búsqueda de una línea, un discurso ganador. Y, por supuesto, a la búsqueda de un candidato de unidad imprescindible y presentable. Ese justicialismo bueno está mejor parado que el Presidente para el enfrentamiento de 2019, aunque las encuestas no lo muestren.
Porque si se observa con frialdad, el peronismo bueno no tiene ni el desgaste de Cristina sobre sus espaldas ni el que soporta Macri tras jugarse medio mandato a un gradualismo nadista, con la mitad de sus adeptos disconformes con su populismo y la otra mitad disconformes con su ortodoxia. También tiene el arma de su demagogia y populismo de siempre, que puede usar a voluntad, por derecho propio. Macri ganó porque el kirchnerismo hizo todo lo posible para perder. Ahora se enfrenta a un rival que hará todo lo posible para ganar.
Sin poder confiar en ninguna encuesta, por razones varias, nadie tiene derecho a suponer mayorías propias. Tampoco sería inteligente creer que nuevamente se pueden introducir cuñas que dividan a la oposición y polaricen como en el pasado, por las herramientas que se han perdido, como se acaba de describir. El futuro electoral parece hoy depender más de lo que haga el peronismo que de lo que haga Cambiemos, y eso es un problema en sí mismo.
Los mercados tienen más temor ante la posibilidad latente de que el Ejecutivo y el Legislativo estén en manos populistas del mismo signo que el kirchnerismo que de cualquier avatar económico puntual, como ha expresado esta columna, y otras. Miedo que convalida Cambiemos, como se observó nuevamente, que reacciona tirando dólares a la hoguera. Tal temor, paradojalmente, perjudica al oficialismo más que a la oposición que lo origina. Esta paradoja es también una constante nacional, en la que se elige a alguien para que cambie lo que el gobierno en funciones está haciendo, y luego se le pide que haga lo mismo que ese gobierno que se rechazó en las urnas.
El peronismo necesita un candidato que lo lleve al triunfo y le haga recuperar su protagonismo político. Macri necesita reasumirse como líder. Pero, primero, necesita la bandera de un proyecto mejor que el que desperdició.