La Argentina atraviesa una crisis de confianza política y económica, lo cual crea un caldo de cultivo propicio para un crecimiento del delito, que a su vez muta y gira. No es un fenómeno único de nuestro país, y mucho menos está relacionado únicamente con la pobreza y su frecuente vinculación con comportamientos delictivos. Al aumento de hechos de violencia, asesinatos a sangre fría incluidos, que se han registrado en el último mes, se le ha sumado una fuerte crisis que instaló en el imaginario popular una reminiscencia a los episodios vividos en 2001, llevando a muchas personas a realizar determinados actos para preservar sus ahorros: adquirir dólares y sacar su dinero del banco.
Conviene hacer una advertencia y, como dirigentes, llevar calma y precaución. Los delincuentes, que de inteligencia conocen mucho, seguramente están advirtiendo estos movimientos hasta hace unos días inusuales en los bancos. Y no sería de extrañar que muy pronto el delito se concentre en salideras bancarias y secuestros. Ellos saben muy bien que mientras la falta de confianza se acreciente y el Gobierno no logre revertir la situación, la gente guardará en sus casas, el famoso "colchón", sus pequeños ahorros, bien lejos de la posibilidad de que el Estado y los bancos perpetúen otro saqueo como el de otrora. En paralelo, en los comercios y Pymes, empezará a circular más efectivo. Un combo muy atractivo para el hampa.
Es importante, realmente importante, instar a la sociedad a no tener su dinero en sus casas y alentar al comercio a continuar con la bancarización. Argentina está pasando un momento difícil, pero estamos lejos de repetir la historia de 2001. La cautela tiene que primar al momento de expresarnos. Es un mensaje tanto para el Gobierno como para la oposición, pasando por los comunicadores, periodistas y todo aquel que sienta que tiene una responsabilidad frente a la opinión pública: no podemos repetir la historia, la democracia merece ser cuidada.
Esta debe ser la premisa si no queremos profundizar la violencia que nos ha golpeado la puerta una vez más para mostrarnos la cruda realidad que padecen millones de bonaerenses. Los tres asesinatos perpetrados en el Conurbano durante el mes de abril tienen que servir de advertencia: la anomia se ha hecho ley en el mundo de la delincuencia. Estamos obligados a pensar qué está sucediendo en las tierras más calientes del país, qué falla sistémica nos azota para tener que lidiar con asesinatos de esta naturaleza.
Esto no sucedió de un día para otro. Que haya menores (y sus cómplices mayores de edad) involucrados en dos de los tres episodios, algunos de ellos ya detenidos, hayan llegado al punto de asesinar a sangre fría, necesariamente responde a un marco de situación que se expresa en cada hecho violento, cotidiano, cada vez más sádico, en todo el país y en especial en las zonas de mayor densidad urbana: el conurbano bonaerense, por excelencia. Estos asesinos son hijos del sistema que engendramos: la impunidad genera violencia. E impunidad más violencia son el combo perfecto para que los hechos delictivos sean cada vez más cruentos.
Si no queremos caer en el mal de la profecía autocumplida, tenemos que hacer el intento de frenar a los ahorristas que desesperadamente buscan proteger su dinero sin que el marco general lo amerite. Ser una presa fácil del mundo delincuencial, cada vez más violento, no es la solución.
Cabe preguntarse cómo fue que llegamos a esta situación, cómo fue que los delincuentes lograron moverse con este nivel de impunidad. Una aproximación a esa respuesta está en que no existe sanción efectiva para el mero incumplimiento de una norma de convivencia social, en todos los niveles: desde lo administrativo, incluyendo el ámbito político, y sobre todo en la normativa penal. Esa es la base de la anomia. Y donde reina la anomia, el delincuente es rey.
Tenemos que convencernos de que saber y conocer que el efectivo cumplimiento de las penas como sanción a una conducta desviada tiene un efecto disuasivo. Aquí no se trata sólo de proveer mayor equipamiento y tecnología a la policía; ni siquiera se trata de tener policías bien pagos, incorruptibles, capacitados. Por cierto, una tarea activa que se está haciendo positivamente desde el Ministerio de Seguridad de la provincia de Buenos que conduce Cristian Ritondo. Eso no alcanza, lamentablemente: no hay forma de frenar o prevenir in situ la espiral violenta, sanguinaria, incomprensible, de banditas que andan por las calles asesinando sin piedad. Insisto: si no existe temor a infringir la norma, y si no frenamos comportamientos irracionales de una parte de la población que está llevando su dinero a su hogar, nada logrará la paz social que anhelamos. Todo el esfuerzo que se haga tendiente a profesionalizar la fuerza policial en todo su universo no alcanzará mientras reine la IMPUNIDAD.
En este marco, es necesario no generar más "llamadores" de delincuentes que están expectantes a esos nuevos objetivos que salen de los bancos con sus pequeños ahorros, indefensos. Ellos saben que el costo de delinquir es demasiado bajo, que el Estado no llegará con todo su peso para la disuasión de ese comportamiento, y entonces la ecuación costo-beneficio es un Cambalache en su máxima expresión. Y si gran parte de los miembros de ministerio publico fiscal terminan representando a los victimarios en lugar del interés colectivo, insisto en que el costo no solo es bajo, sino que quien debe procurar y preservar el interés de todos confunde su rol y termina siendo el abogado defensor de los asesinos.
Argentina no necesita más normas. Necesita racionalidad, transparencia y prudencia. No podemos hacer como que no ha pasado nada. Mientras calmamos las aguas, lo que hay que hacer, de manera rápida y efectiva, es atacar el delito con las herramientas que tenemos a mano, cerrando para siempre los pasadizos del incumplimiento. De esta manera, quien infringe las normas sabrá que, si es aprehendido por el sistema, deberá cumplir una condena efectiva y reparar a la víctima, y la sanción recaerá sobre sus conductas. Es un principio básico que parece que hemos olvidado. Tenemos que dejar de lamentar muertes, día tras día, en manos de los reyes de la anomia.