En el año 2005 la economía argentina evidenciaba claros síntomas de prosperidad. Superávit fiscal y comercial, inflación controlada en un dígito y un crecimiento que superaba el 8 por ciento. Las expectativas eran tan buenas que el Banco Central debía comprar dólares para mantener alto el valor de la divisa.
En ese contexto, Roberto Lavagna (entonces ministro de Economía) nos advirtió sobre la necesidad de preservar esos buenos resultados de las inversiones financieras especulativas.
Siguiendo su sugerencia, Kirchner dictó el decreto 616/05 que hizo foco en los llamados "capitales golondrina": inversiones que no promueven la producción sino que se movilizan de un país a otro buscando rentabilidad en fluctuaciones monetarias, financieras, etc. Inevitablemente, cuando ingresan o se alejan de un mercado, generan fuertes oscilaciones que pueden hacer subir o bajar bruscamente el valor de la divisa.
Aquella norma impuso la obligación de registrar cualquier ingreso o egreso de divisas ante el Banco Central y dispuso que los capitales ingresados no podrían ser retirados del país por lo menos hasta los 365 días después de su ingreso. Además, dispuso que los mismos deberían dejar durante ese primer año al menos un 30% del total en forma de depósitos en dólares en algún banco del país.
Pero un día llegó Macri con sus lógicas liberalizadoras y ese plazo anual fue reducido primero a 120 días para luego ser eliminado totalmente con una resolución dictada por Nicolás Dujovne cuando asumió como titular del Ministerio de Hacienda. Toro ello formaba parte de lo que dijeron era el "proceso de normalización de la macroeconomía del país".
Cuando el ministro de Hacienda tomó esa decisión, en Argentina las Lebacs rendían cerca de un 35% y el valor de la divisa estaba contenida en torno a los 16 pesos.
El fin de las restricciones, en ese contexto en donde las tasas crecían para bajar el consumo y el dólar se contenía para que no influyera sobre una inflación no controlada, se convirtió el escenario ideal para las inversiones especulativas. Siendo así, la "normalización macroeconómica" enfrentaba una enorme amenaza.
¿Cuántas páginas se escribieron advirtiendo el negocio que hacía quien vendía dólares, compraba Lebacs y con su producido recompraba dólares?
Definitivamente muchas. Pero el Gobierno nunca quiso oír y así quedó encerrado en su propia trampa.
Durante dos años, el gobierno de Macri quiso resolver la inflación ajustando el consumo (con las Lebacs secó de dinero el mercado), reduciendo el gasto público (pasándole el costo de los subsidios a los consumidores) y tomando deuda para cubrir los recursos faltantes (en dos años el pasivo externo creció en 120.000 millones de dólares).
Para que ese plan fuera viable, era necesario que llegaran inversiones externas. Es justo decir que Macri las buscó. Pero su error fue creer que con solo decir que ya no gobernaba el peronismo, bastaría para atraerlas. Puro realismo mágico fundado en una egolatría extrema.
Lo que nunca Macri ni sus funcionarios tuvieron en cuenta es que los inversores se informan para decidir y deben haber visto que las políticas que implementó el Gobierno no contuvieron la inflación y aceleraron el déficit.
Cuando en 2015 la inflación se desaceleró, Macri la revivió en 2016 merced a la devaluación que aparejó la salida del "cepo". Y tras lograr desacelerarla en 2017, acaba de revivirla con la corrida cambiaria que no pudo controlar tras sacrificar 8.000 millones de dólares de reservas. Este año la inflación seguramente orillará el 25 por ciento.
Lo mismo ha pasado con el déficit fiscal que hoy representa casi un 50% más que el que heredaron de la gestión kirchnerista. Y eso sucede a pesar de que cargaron en los consumidores todos los subsidios que el Estado daba. Lo que el Estado dejó de pagar en subsidios ahora lo paga en intereses de una deuda que hemos tomado y no ha servido para nada productivo. Sobre los ciudadanos cargaron el desbande tarifario que han creado.
Hay algo más. El déficit comercial se calcula que este año superará los 10.000 millones de dólares. Es posible suponer que no quieran prestarnos dinero a tasas razonables cuando en el exterior observan la dificultad que tenemos para hacernos de dólares.
Seamos claros.
Todo el programa económico falló porque no tuvieron la lluvia de inversiones que creyeron que iban a tener solo porque Macri era el presidente.
Toda la deuda que tomaron para cubrir el déficit ahora se ha convertido en un problema, porque ocurrió lo que todos sabíamos que ocurriría: que Estados Unidos subiría las tasas de rendimiento de sus bonos.
Todos los capitales especulativos que entraron se fueron en cuanto los bonos americanos se convirtieron en una opción interesante. Para entonces, el gobierno nacional ya les había franqueado la salida. Con ello generaron la intranquilidad justa para que muchos ahorristas internos demanden dólares para atesorar. Así se produjo la escalada que vivimos la semana pasada.
Todos conocíamos que ese riesgo estaba latente, menos el Gobierno que en enero especulaba con vender dólares en kioscos y supermercados.
A esta altura de los acontecimientos, el Gobierno debería replantearse su estrategia dejando los dogmas de lado. Poner la tasa de las Lebacs al 40% solo preanuncia una formidable recesión con más desocupación y pobreza.
Seguir creyendo que el problema inflacionario se subsana solo con políticas monetarias es, a esta altura de la experiencia, una imbecilidad profunda.
Pensar que el déficit fiscal podrá resolverse solo ajustando el gasto es también un error enorme, si es que uno tiene en cuenta la rigidez que hoy exhibe ese gasto.
Es necesario innovar en la salida y ser muy honestos en el reconocimiento de los problemas. Que Dujovne diga que sostiene como meta inflacionaria el 15% suena tan absurdo como oír a un almacenero decir que su meta anual de ventas es de un millón de dólares. Con la rigidez presupuestaria que existe, decir que el gasto se va a reducir solo genera alarma social, porque es razonable pensar que para alcanzar ese objetivo restringirán salarios, jubilaciones o planes asistenciales.
Las crisis políticas y económicas no se resuelven con palabras. Que el Jefe de Gabinete niegue la crisis resulta exasperante. Que Carrió quiera transmitir tranquilidad opinando de economía suena desopilante.
Unificar la decisión económica, recomponer el consumo interno y facilitar el crédito para mejorar la producción y las exportaciones que permitan mejorar la recaudación fiscal y revertir la balanza comercial son los tres primeros objetivos sobre los cuales el Gobierno debería poner la mira.
Asumir el fracaso de las políticas hasta aquí implementadas y no seguir repitiendo tercamente el deseo de alcanzar objetivos imposibles tal vez sirva para recomponer una seriedad en el trabajo que hasta aquí no se ha observado.
A esta altura de los acontecimientos, si seguimos haciendo lo mismo solo alcanzaremos estos pobres resultados. Y de lo que se trata es de alterar este presente, sin dogmas ni improvisaciones. Solo así estas palabras pueden no convertirse en la crónica de una muerte anunciada.