No he conocido personalmente a Daniel Ortega. A quien he tratado es a su hermano, el general Humberto Ortega, una persona más flexible y dialogante. Luego diré por qué.
Recuerdo como si fuera hoy a Violeta Chamorro, la noche de su toma de posesión, en 1990. Había derrotado al sandinismo por un enorme porcentaje de votos ante la sorpresa de casi todos los poderes internacionales interesados en el asunto, incluida la CIA, que daban la causa por perdida.
Yo, en cambio, me guié por el juicio rotundo de Oscar Arias: "Si algo sé de elecciones, doña Violeta los arrasará en las urnas". "¿Cómo está tan seguro, Presidente?" le pregunté. "Porque he visto una discreta encuesta, muy bien hecha, de Borge y asociados, y son muy serios" me respondió.
Ese dato o esa información privilegiada me permitieron acertar en mi pronóstico periodístico. Pero la noche de marras, con la sencillez de una mujer de hogar absolutamente transparente, doña Violeta me comentó: "Rezá por mí, que Pablo Antonio [Cuadra] y yo vamos a hacer algo bien difícil". "¿Qué es, doña Violeta?", le pregunté, intrigado. "Vamos a pedirle la renuncia a Humberto Ortega" me aclaró, preocupada.
Humberto Ortega era el jefe del ejército sandinista. A las dos horas, doña Violeta y Pablo Antonio volvieron cabizbajos. Ortega les dijo tres cosas: primero, tenía grandes presiones para que no reconociera el triunfo de la oposición; segundo, si él se veía obligado a acatar esa orden de la flamante Presidente, no podía evitar que esa noche sus subordinados salieran de los cuarteles a matar centenares de personas; y tercero, y esta era la parte sustancial, que se comprometía a convertir al ejército sandinista en las fuerzas armadas de la república.
Nunca supe si las grandes presiones venían de Daniel Ortega y de Fidel Castro, pero lo daba por supuesto. El Gobierno de George Bush (padre) no estaba dispuesto a intervenir en otro país centroamericano, dado que acababa de hacerlo en Panamá, y habría que confiar en la palabra del general Humberto Ortega, promesa que, efectivamente, cumplió. Poco a poco el ejército sandinista se fue profesionalizando y dejó de ser un instrumento sectario.
Hasta que Daniel Ortega, en el 2007, regresó al poder tras pasar 17 años en la oposición generando toda clase de problemas. En ese período, tres gobiernos democráticos, a trancas y barrancas, pese a los errores y las deficiencias, reconstruyeron el tejido económico del país e instauraron las libertades: los de Violeta Chamorro, Arnoldo Alemán y Enrique Bolaños.
Y si el antisandinismo no continuó en el poder, fue por la lamentable división de los liberales entre José Rizo y Eduardo Montealegre. Atomizados en varios partidos, los antisandinistas alcanzaron casi el 65% de los votos, pero Daniel Ortega regresó al poder a bordo de una minoría, supuestamente renovado, místico, cuasi religioso, hablando de reconciliación, vestido de blanco y prometiendo que se alejaba de la etapa castrista de la década de los ochenta.
Era solo una maniobra oportunista de alguien que tiene la astucia como su principio político más importante. Estábamos en la era de Hugo Chávez. El socialismo del siglo XXI no era dogmático, como cuando existía la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Solo exigía un discurso antiimperialista. Se podía gobernar a la derecha siempre que se señalara a la izquierda con el puño en alto.
Fue lo que hizo Daniel Ortega. Inventó una especie de somocismo con lenguaje revolucionario que complacía a los empresarios, a la Embajada norteamericana, a muchos de sus partidarios y a Chávez, que le dio una gran cantidad de petrodólares para crear una red clientelar y comprar voluntades políticas para perpetuarse en el poder mediante una fraudulenta reforma constitucional.
Pero de pronto los estudiantes se rebelaron con la proverbial valentía nica y ya van por casi cuarenta muertos. La razón esgrimida fue un incremento excesivo de la fiscalidad de la seguridad social. La realidad es que a muchos de esos chavalos les asqueaba el despotismo autoritario de Daniel y Rosario Murillo, y no estaban dispuestos a continuar tolerándolo.
Tal vez la astucia proverbial de Daniel Ortega le dicte que lo mejor que puede hacer es renunciar, como le sugirió el diario La Prensa, y acaso dejar el poder en manos de un gobierno de concertación, o celebrar elecciones y no presentarse como candidatos ni él ni su esposa. Las insurgencias, y esta es una de ellas, cobran vida propia. No tiene sentido empecinarse en mantenerse en un poder devaluado.
Daniel Ortega tiene 73 años. Está enfermo. Ya ha sido presidente varias veces. En 1990, tal vez aconsejado por su hermano, aceptó la derrota y le ahorró a Nicaragua otro baño de sangre. Ser un Somoza de izquierda no lo obliga a repetir los errores del Somoza de derecha, Tachito, que en 1979 no entendió que lo mejor era retirarse a tiempo discretamente y terminó asesinado. Tal vez no era suficientemente astuto.