La combinación de una suba de décimas de punto en la tasa de bonos americanos a 10 años y el comienzo de la aplicación de un cuestionado impuesto a los no residentes sobre los intereses de las Lebac generaron una corrida -no puede denominarse de otra forma- que motivó al Banco Central a salir a vender en dos días 2.300 millones de dólares para lograr apenas que la divisa no subiera más de 50 centavos en ese lapso, calesita que se reavivó el viernes hasta subir medio peso más y gatillar otra reacción refleja del Central con las tasas.
El episodio permite varias consideraciones. La elemental es que el Central no debió preocuparse por una alteración del tipo de cambio, cuando era evidente que se trataba de una cuestión circunstancial, que además acercaba el valor del dólar a un nivel más realista. Sin embargo, el miedo a la presión sobre los precios que hubiera podido generar la suba hizo que se produjera una sobrerreacción. Lo que, de paso, redondeó el negocio del carry trade, que pudo salir de sus posiciones en pesos y volver al dólar cumpliendo dos objetivos no menores: no pagar el absurdo impuesto y simultáneamente recomprar las divisas a un precio de ocasión. Ciertamente Federico Sturzenegger no debe sentirse satisfecho con el resultado, y menos con comentarios como éste.
Lo ocurrido también permite mensurar lo frágil y precario de la situación en que se encuentra la economía, enmarañada dentro de parámetros diversos contradictorios entre sí. Por caso, la consecuencia inmediata de ese proceso de desarmado de posiciones y "fly to quality" obligó a subir más la tasa de las Lebacs -justamente lo que el propio Gobierno no quería hacer- en su plan de no enfrentarse a un enfriamiento. Algo difícil de lograr si además se quiere combatir la inflación y al mismo tiempo se sigue gastando muy por encima de lo que se recauda y muy por encima de lo que se considera prudente en relación al PBI, por cualquier estándar. Y peor, si de paso se sigue emitiendo, lo que obliga a esterilizar los pesos emitidos con Lebacs.
La explicación de que afortunadamente hay muchas reservas para poder controlar un ataque especulativo es otra falacia. El país no tiene reservas. Tiene simplemente un saldo de préstamos que ha tomado, por los que ha pagado un doble interés. El de los bonos emitidos en dolares y el que paga para neutralizar los pesos que emitió para comprar esos dólares que le prestaron. Que, como se ve, arroja generosamente sobre el mercado por miedo a las corridas y a las presiones sobre los precios. Entelequia al cuadrado.
Este columnista sostiene desde hace tres años la necesidad de que se deje flotar libremente el tipo de cambio, y se eviten todos los manoseos con cualquier técnica o pseudotécnica que fuere, para evitar crear más incertidumbre, más costos y más daños de los que se intentan evitar con la manipulación monetaria. A la vez que también se evitarían suspicacias, que siempre surgen cuando un grupo de iluminados decide determinar las variables económicas a dedo. Los factores económicos deben acostumbrarse a convivir con las realidades de la libertad.
Estas consideraciones resultan a esta altura bastante obvias. Pero las preguntas que motivan no lo son. ¿Por qué se convive con tantos contrasentidos? ¿Por qué profesionales sólidos incurren en estos errores? ¿O no son errores, sino genialidades incomprendidas? Sería injusto hablar de ignorancia, o de mala fe, por eso las preguntas. ¿Está funcionando el gradualismo? ¿Se han cimentado las alianzas que permitirían consolidar las reformas que el país necesita imperiosamente?
Más allá de las declaraciones del presidente Macri, casi siempre atinadas cuando se analiza el desempeño del Gobierno, se advierte la falta de un rumbo que guíe a la sociedad, que la oriente y que oriente a todos los que arriesgan, crean, creen e invierten en el país.
Para tratar de entender, habrá que recurrir al análisis sociológico y político más que a la economía. Existen algunas creencias y posturas que parecen haberse convertido en credos de los especialistas, que además han tomado valor de verdad, como todo relato, que en definitiva de eso se trata. Esas fabulaciones son moneda corriente en el periodismo, en los análisis políticos, en las redes, y han pasado a formar parte de lo que la sociedad considera sus derechos.
La más destacada fábula es la que reza que la sociedad ya no puede ni quiere tolerar más ajustes ni sacrificios, ni se le puede pedir más. En términos económicos sería como sostener que la población no tolera más lluvias, o más sequía. En términos políticos, implica remplazar la democracia por un sistema plebiscitario de consulta diaria. Al que seguramente han recurrido quienes realizan semejante acerto, se supone. Un despropósito que aplicado a la salud, por caso, diezmaría la población en pocos meses. Y que aplicado a la enseñanza ya lo está haciendo con toda efectividad. A riesgo de ser crucificado, debe aclararse que buena parte de la sociedad que protesta nunca ha sacrificado nada, en aras de nada. Sólo ha vivido del subsidio, los planes, el estado, el proteccionismo, la corrupción, la usurpación, la ilegalidad y la marginalidad en todas sus formas. (sin distinción de clases)
A esa complacencia con lo que supuestamente la sociedad está dispuesta a tolerar o no, con lo que ansía, con lo que espera y con lo que quiere instantánea y mágicamente, se la ha denominado populismo, o coima al electorado. Pero en Argentina se le llama derechos sagrados constitucionales, que se reclaman hasta en los organismos supranacionales inventados por ese mismo populismo. Esa línea de pensamiento, también llamada gramscismo, fomentó primero el gradualismo que termina siempre en nada, y ahora el retroceso sobre lo poco logrado, como pasa con las tarifas.
Otra línea es la que califica de liberal a cualquiera que pretenda una economia seria, que no tenga un déficit de 8 ó 9 puntos del PBI, que no obligue a un cuarto de la sociedad a mantener a los otros tres cuartos, que no se endeude irresponsablemente hasta el default, que no estafe a los jubilados. En esa denominación se incorpora a quienes creen que se debe dejar de proteger a industrias que han ganado miles de millones con la protección, pero que empobrecen a los consumidores con la farsa de las fuentes de trabajo que dicen crear. Y en esa línea, cualquiera que defienda a las Pyme, los monotributistas, los autónomos, el campo o los innovadores es un liberal despreciable.
Ese tipo de rótulo maniqueo influye en la formación de políticas, en los discursos, en el accionar tanto del gobierno como de las demás fuerzas políticas, sea porque comulgan con el ataque contra la creación de bienestar, porque les conviene asociarse con los piqueteros, las falsas organizaciones sociales y la creación masiva de pobres, o porque temen que si no lo hacen perderían la base de sustentación política.
El relato progresista, al que adhiere buena parte de los políticos y politólogos, ha dado un paso más. Se ha apoderado de los pobres como bandera, inclusive se los ha sustraído a la Iglesia. En consecuencia, los que quieren continuar con el dispendio, la hipoteca de la producción, la destrucción del crecimiento y la confianza, la expoliación impositiva a los auténticos productores y creadores de riqueza, se muestran como los únicos interesados en los pobres, mientras que cualquiera que pretenda un sistema económico que no termine en la ruina generalizada es presentado como un enemigo de los pobres.
En realidad, si se intentase hablar con seriedad, se debería reconocer que el progresismo está utilizando el peor modo de ayudar a los pobres. Expulsando la inversión, el empleo, el crédito y el riesgo. Esto está corroborado por todas las estadísticas mundiales. Que por supuesto serán desvirtuadas de inmediato explicando que un primo lejano del interlocutor progre-populista se quedó sin trabajo ayer, como ama hacer la diputada millonaria Graciela Camaño, que declara con orgullo que no conoce las estadísticas, pero se permite hablar en nombre del pueblo.
Como un niño malcriado que elige al progenitor más bondadoso para pedirle que lo apañe, la sociedad se alínea rápidamente con los demagogos. Con lo que a cualquiera que gobierne se le plantea una disyuntiva de hierro: o marca una impronta y un rumbo desde el comienzo, se pone al frente y lidera, pagando los costos respectivos, o va desde atrás con prudencia y gradualismo para no enojar a la sociedad. Los contrasentidos fatales que se advierten hoy, se deben a haber seguido el segundo camino.
Adicionalmente, lo que pareció una promisoria alianza política con un sector del peronismo está revelando hoy una nueva naturaleza, o su verdadera naturaleza. Los gobernadores amigos se vuelven enemigos a la hora de defender sus feudos. El peronismo no kirchnerista (una falacia) tiende a unirse electoralmente y entonces sabotea cualquier construcción o avance. Todo lo que propone conduce al endeudamiento, y luego critica el endeudamiento. Todo lo que pide conduce al déficit, y luego protesta por la inflación. Todo lo que defiende conduce a la destrucción de empleo, y luego protesta por el desempleo. Pide que bajen los impuestos pero se opone a que se baje el gasto. Alguna vez lo predijo la columna en esta nota.
Y por supuesto, como todo gobierno, Cambiemos busca la reelección. En ese escenario, los contrasentidos de la política económica no sólo se entienden, sino que equivocadamente se aceptan como una consecuencia lógica del panorama de fondo. Tal vez los cuatro días de retiro nacional que se avecinan le pueda servir a Cambiemos para reformular al menos una política coherente que recoja algunas de las sugerencias inteligentes que se le están haciendo sobre su política monetaria.
La sociedad, o al menos una buena parte de ella, merece lo que le pasa y lo que le pasará si se sigue en este camino. Ninguna economía es mejor que su sociedad. El problema es para la minoría que piensa todo lo opuesto, que es la que paga con su esfuerzo, sus ahorros y su futuro un experimento delirante, un viacrucis que recorre de nuevo cada 7 u 8 años, prisionera de una democracia falsa y monopólica que piensa desde su egoísmo y que la desangra.
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