El feminismo y Mariquita Sánchez de Thompson

Guardar

En general, los movimientos ideológicos, culturales o sociales, ajenos a nuestra idiosincrasia y propios del presente, buscan enraizarse en el pasado con la intención de fluir naturalmente y asomarse al público contemporáneo, provistos de un carné que acredite pertenencia criolla. Esto es: "Venimos de muy lejos, somos la patria misma".

El nacionalismo como cuerpo dogmático-ideológico constituido en Europa llegó al país en la década del 20 del siglo pasado y buceó en nuestra historia buscando "palenque ande rascarse", y lo hallaron en la figura de don Juan Manuel. La izquierda actuó igual, pero con otros personajes, y el liberalismo, en cualquiera de sus vertientes, hizo lo mismo. Sería extenso desarrollarlo y no hace a esta nota.

Ahora arremete con furia el feminismo, de forma que historiadores y divulgadoras improvisadas buscan en mujeres del pasado el origen y las raíces de esta cosmovisión de moda que fue ajena al espíritu femenino de antaño por más que se fuercen los hechos o los documentos. Tarea ardua si las hay, no porque no haya habido mujeres destacadas, que las hubo, y a Dios gracias muchas, sino porque su actuación en la historia nada tuvo que ver con la dirección ideológica de este movimiento.

María Josefa Petrona de Todos los Santos, Mariquita Sánchez, nació el 1º de noviembre de 1786 en el seno de una familia patricia. Creció al amparo y los cuidados de un venerable hogar y en el marco de una educación estricta, como mandaba la vieja usanza española. Sin embargo, la niña no pudo sustraerse a los vientos huracanados que azotaban al mundo, provenientes de la Francia revolucionaria y que llegaban a Buenos Aires sin los controles rigurosos que suponía la existencia de una colonia española. El conflicto al que se vio sometida: la libre elección de un compañero para toda la vida ha sido si se quiere tan central como la lucha por la independencia y la voluntad popular.

Se trataba del ejercicio pleno de la libertad en las cuerdas más sensibles de la identidad personal. Sin el ejercicio pleno de la autodeterminación, era absurdo pensar en la emancipación como bien general.

Interesa señalar que este dominio de los padres sobre Mariquita no se ejerció por su condición de mujer, sino por su condición de hija. Un interesante libro de Carlos Mayo, sustentado en investigaciones llevadas adelante en el Archivo General de la Nación, expone casos de jóvenes varones "rebeldes" impedidos de elegir a su pareja, al igual que las mujeres. Así, por ejemplo, Juan Ramón Balcarce, enamorado de una jovencita careciente de pureza de sangre, se vio obligado a renunciar a ella por presión de su madre. Pero no es la única muestra masculina que el historiador recupera de los viejos archivos, hay otros relatos de amor frustrado por imposición de sus padres que claman al cielo al ver el desgarro emocional ocasionado en aquellos jóvenes enamorados (Carlos A. Mayo: Porque la quiero tanto. Historia del amor en la sociedad rioplatense 1750-1860).

Conocida, también, fue la anécdota que envolvió la relación de Juan Manuel de Rosas con Encarnación Ezcurra. Este noviazgo no era aceptado por Agustina, madre del caudillo. Para lograr que modificara su decisión, los novios pergeñaron una pequeña trampa. Juan Manuel estaba al tanto de que su madre revisaba sus cosas. Entonces dejó una carta de Encarnación "al descuido" para que Agustina la "descubriera". En dicha misiva, preparada de antemano, la novia le informaba a Juan Manuel hallarse embarazada. Cosa que no era cierta, pero que obligó a Agustina a ponerse al frente del casamiento que en las vísperas rechazaba.

De manera que no había un problema de género, lo que sí había era una jerarquía social dentro de la familia que sustentaba o reproducía la jerarquización de una sociedad monárquica.

Si las diferencias sociales entre los enamorados era marcada, como en el caso de Mariquita y su amado Martín Thompson, un huérfano abandonado por su madre y al cuidado de una familia relativamente acomodada, la oposición era mayor. Pedro Medrano, contador general de la Real Hacienda, tuvo una actitud destemplada cuando su hijo pretendió casarse con la hija de un torero, explicando el asunto con una sinceridad hiriente: "Nada más ventajoso al Estado que impedir la igualdad y la anarquía a que forzosamente habrá de conducirnos la mezcla de las familias en la desigualdad de los enlaces… La distinción de clases y condiciones, que es el principio de la felicidad de las sociedades, el fundamento de las monarquías y la ley para la subordinación respectiva de los ciudadanos entre sí, quedaría destruida una vez admitidos estos consorcios".

El padre de Mariquita había decidido que su hija de 14 años debía casarse con don Diego del Arco, un español adinerado y mucho mayor que la niña. Frisaba los 50 años y cojeaba de una pierna. Era un hombre rico, feo y viejo. El asunto espantó a la adolescente, que se opuso terminantemente.

Muchos años después, en 1860, Mariquita, en sus Recuerdos del Buenos Aires Virreinal, evocó aquella juventud y sus padecimientos revelando que la estética y el amor son valores eternos: "Se casaba una niña hermosa con un hombre que ni era lindo ni elegante ni fino y además que podía ser su padre".

Mariquita no quiso un matrimonio construido por sus progenitores y menos, ahora, que se había enamorado de su primo Martín Thompson, a quien conoció en una visita a su casa.

La razón del casamiento organizado fue expresada con absoluta claridad por su madre, Magdalena Trillo: "No rehúso que mi hija se case, sino antes bien lo deseo; pero mirando por su bien y por el mío, como debo, no puedo convenir gustosa en que lo haga con don Martín Thompson, quien carece de las calidades que se requieren para la dirección y gobierno de mi casa de comercio. De manera que no pueden resultar de este enlace las consecuencias que deben ser inseparables de un matrimonio cristiano, para que entre padre e hijo haya la buena armonía que debe consultarse principalmente a fin de evitar el escándalo y ruina de las familias".

¡Si no puede administrar los negocios, no hay casamiento! Mariquita se rebeló y no aceptó la imposición. Con su primo se juraron amor eterno y se comprometieron en un moderno pacto secreto. Enterados sus padres, mil perrerías pensaron para desanimar a la pareja, pero nada consiguieron que no fuera afianzarla.

Cuando todo estaba preparado para la boda: fiesta, familia, regalos, chocolate, manjares y don Diego del Arco, majestuoso y expectable, ansiando que todo acabara al fin, una calesa en la que venía un representante del virrey se detuvo en la puerta de la casa.

¿Qué ocurría? ¿Era acaso un invitado? No, de ningún modo. Era un funcionario que venía a requerir el consentimiento de los contrayentes. A indagar cuánto de cierto y honroso había en aquel casamiento. ¿Por qué?

Porque la intrépida Mariquita le había hecho saber al virrey, Joaquín del Pino, por intermedio de su amado Martín, que sus padres pretendían obligarla a violentar el juramento de fidelidad que había establecido con su enamorado y solicitaba su inmediata intervención. El Virrey dio lugar a la solicitud y envió a su representante. Inquirida en el medio de la fiesta por la autoridad virreinal si aceptaba por esposo a Don Diego del Arco, la niña soltó un estrepitoso "no". Un huracán hubiese sido más benigno que la tormenta que allí estalló. Sin embargo, venció el amor y con él, la libertad.

Fue el general José Ruiz Huidobro, jefe militar de Martín Thompson, quien le dio una mano con el virrey Del Pino y luego intercedería ante Sobremonte. Lo que revelaba que no toda la sociedad de aquella época pensaba y sentía como los padres de Mariquita: "Yo celebro mucho haber contribuido en algún modo a que Vm. y esa señorita a cuyos pies me hará el honor de ofrecerme hayan logrado sus justos deseos y cubierto así la estimación de ambos. Resta ahora que sean muy felices tanto como yo les deseo y me persuado lo consigan viviendo en dulce unión. Nada de gracias por nada, los jefes debemos ser protectores de nuestros subalternos en todo lo que sea justo". Escribía el célebre oficial que batallaría con valor durante las invasiones inglesas.

De todos modos no se pudo evitar que a Thompson lo trasladaran, primero, a Colonia y, luego, a España y Mariquita, derecho al convento. Tres años pasaron separados (de los 14 a los 17 de Mariquita), pero el amor no se apagó. Muy por el contrario, creció en fuerza y madurez.

A partir de estos hechos, dio comienzo a un largo trámite burocrático para lograr el casamiento que sus padres no autorizaban. En el Archivo General de la Nación obran otras acciones presentadas por la misma causa por otras mujeres y resueltas en la Dirección de la Libertad Individual.

En las ideas y venidas tribunalicias hubo una inquietante e inteligente carta de Mariquita al juez donde le solicitó concurrir ante él para expresarle su voluntad, pero sin la compañía de su madre "para dar mi última resolución, siendo esta la de casarme con mi primo, porque mi amor, mi salvación y mi reputación así lo desean". Y lo previene de que no acepte como válido "ningún papel mío que no vaya por manos de mi primo, porque quién sabe lo que me pueden hacer que haga". Finalmente se casaron, en julio de 1805.

El extenso expediente abierto llegó a España y allí, entre papeles y biblioratos, fue descubierto por un curioso empleado de la administración pública que al leerlo encontró un formidable argumento para escribir una obra teatral. Quizás la más sabrosa del siglo XVIII. Fernández de Moratín, que así se llamaba el empleado real, noveló el expediente y creó la magistral pieza de teatro El "sí" de las niñas. Obra estrenada en Madrid en febrero de 1806 con un extraordinario éxito. Cuatro meses después lo hizo en Buenos Aires, precisamente el 24 de junio de 1806, cuando los ingleses merodeaban las costas de Ensenada. El Teatro del Coliseo, al frente de la Iglesia de la Merced, estaba engalanado esa noche. Concurrirían Sobremonte con su familia, doña Mariquita, que ya era de Thompson, y lo más granado de la sociedad porteña. El teatro estrenaba, además de la obra, las primeras lámparas de aceite que alumbraron Buenos Aires.

Terminado el primer acto, el virrey tuvo misteriosas visitas en el palco que lo obligaron a retirarse vertiginosamente. Los actores hicieron silencio y el público inquieto observó los movimientos. Sobremonte se enteró del inminente desembarco británico. Cuentan que quien le trajo la noticia fue el capitán Thompson por orden de su superior, Pascual Ruiz Huidobro, gobernador de Montevideo. En síntesis, nada de feminismo: amor a un hombre y libertad de elección frente a los padres. Amor virreinal.

El autor es director de escuela de adultos. Historiador. Autor de "El Perón liberal", "El retroprogresismo", "La gestión escolar en tiempos de libertad".

Guardar