¿De dónde surge el prestigio del docente?

Juan María Segura

Desde que el Poder Ejecutivo de CABA ingresó a la Legislatura porteña el proyecto de creación de la Universidad de Formación Docente (la UniCABA), mucho se ha discutido. Con mejores o peores argumentos, modos y estrategias, docentes y directivos alcanzados por la iniciativa han desfilado por medios, despachos y reuniones internas, con la intención de reclamar la clarificación de algunos conceptos, uno de ellos, referido al prestigio del trabajo del docente.

Celebro el interés por profundizar una idea tan importante, supuestamente en medio de una época en donde se está modificando la organización, el diseño y la orientación del sistema educativo nacional (al menos, ese es el mensaje con el que se insiste desde el poder político). Sin embargo, me generan dudas si estamos logrando, como sociedad, un (necesario) consenso sobre la idea del prestigio docente. Hablamos del docente bien pago o del docente con máximos títulos académicos como una suerte de sobresimplificación del concepto, como si en esos dos indicadores finalmente se cristalizase el principio y la verdadera intención de una política pública educativa. ¿Es el prestigio docente una función casi exclusiva del salario y de los títulos académicos o existe algo más que merezca ser observado?

Corrámonos por un momento del debate educativo y vayamos a otros territorios de práctica. ¿Cómo se prestigia, por ejemplo, la tarea de un pintor o de un escultor? Nadie dudaría de que es a través de su obra, por supuesto. El cuadro o la escultura, finalmente, son lo que diferencia a Picasso de mi hijo de 6 años, y a Miguel Ángel de Obelix. El entregable o producido, cualquiera sea su naturaleza, es el signo tangible y verificable de ese talento, el cual, sostenido en el tiempo, crea la idea del prestigio. ¿Y cómo se prestigia, entonces, la tarea de un músico? A través de sus melodías, en el tiempo, apreciadas por una gran y leal audiencia. ¿Y la de un gimnasta? A través de sus sincronizados y armoniosos brincos y bailes aeróbicos, verificables en el tiempo a través de teatros llenos y de medallas olímpicas y trofeos. Podría seguir con muchos otros ejemplos que solo permitirían afianzar la idea del prestigio vinculada con una producción en particular, verificable por terceros y nunca por quienes lo producen. ¿Acaso lo que mi hijo diga de sus dibujos importa más que lo que alguien pague por ese cuadro en Sotheby's? Lo digo con ternura de padre. Es, entonces, la "crítica" o la acción de terceros el lugar adonde debemos mirar para comprender la idea del prestigio, y no hablando o escuchando a los propios productores, que siempre encontrarán argumentos (y tonos) para presentarse como los mejores, los más convenientes, los imprescindibles. Por supuesto que hay críticas más subjetivas (la tarea de un chef, el dilema del crítico Anton Ego de la película Ratatouille) y miradas más objetivas (el tiempo en cubrir cien metros libres en el estadio olímpico o la cantidad de reproducciones de la tal melodía en Youtube), pero siempre la construcción del prestigio se produce desde afuera, por terceros.

Volvamos, entonces, el territorio docente. ¿Cuál sería el producido de un docente que habla de su prestigio? Los aprendizajes. Un docente no trabaja para enseñar un contenido que domina, sino para que un alumno aprenda a dominar aquello que el docente sabe. Una diferencia central a la hora de hablar de prestigio. Un docente que enseña bien es inverificable, más allá de los elogios que uno escuche sobre él. Sin embargo, un niño o joven que aprendió es verificable a través de múltiples mecanismos (exámenes estandarizados, presentaciones orales, trabajos prácticos, procesos creativos independientes no institucionales, pruebas internacionales, titulaciones, etcétera). Existe un mundo de actores externos al sistema educativo, que no reparan tanto en la preparación del enseñador ni en sus condiciones de trabajo (los argumentos principales de quienes hablan del prestigio de la carrera docente) como en la calidad del aprendiz. El producido de un buen docente es un aprendiz demandando por la sociedad, sea para seguir estudiando en otras instancias de educación superior, para sumarse a una organización con nuevas y demandantes responsabilidades, o para producir arte, ciencia, códigos de software o lo que sea.

El prestigio, así entendido, no es algo que se reclama, sino algo que se recibe por muchos años de producción distintiva. El prestigio docente, por lo tanto, no es algo que se logra por tener o no una formación universitaria ni por ganar mejores o peores salarios, sino por producir aprendizajes agregados de calidad, verificables no solo por operativos estandarizados de medición, sino principalmente por instancias institucionales externas al proceso educativo. Si en unos años ningún empleador privado decide dar oportunidades laborales a chicos egresados de sistemas escolares que han venido rindiendo sistemáticamente mal en PISA, SERCE, TERCE, TIMSS, PIRLS y en los Operativos Aprender, no nos enojemos con esos empleadores, sino con los docentes de esos niños, que luego de tantos años en sus aulas no lograron que aprendan, a pesar de sus supuestos esfuerzos por enseñarles.

Establecer una línea divisoria entre el docente que enseña y el niño que aprende, y entre el docente mirando su propia práctica (y reclamando derechos), y la práctica docente siendo observada por terceros, es clave para dirimir el debate sobre el prestigio docente.

¿Puede ser el trabajo de un docente equiparable al de un artista? Claro que sí, dado que un docente interactúa con aprendices que siempre son diferentes y únicos, a pesar de que el sistema de escolarizaciones pretenda estandarizarlos en sus características y homogeneizarlos en sus logros académicos. De la misma manera que el docente, el músico interactúa con un pentagrama vacío, el pintor, con un lienzo blanco y liso, y el escultor, con un trozo tosco y anguloso de piedra. Si le quedan dudas, vea lo que logró el profesor de física Daniel Córdoba, en Salta, luego de 30 años de trabajo artístico. ¡Eso es prestigio! Prestigio es que la misma la universidad que hace décadas estuvo a punto de iniciarte un sumario administrativo por el mismo hecho te otorgue un título de Doctor Honoris Causa frente a la evidencia de la calidad de tu entregable, un aprendiz amante de la física que destaca.

El autor es presidente de la Asociación Civil Educación 137.