Antes de comenzar a debatir los argumentos a favor y en contra de la despenalización del aborto y de la interrupción voluntaria del embarazo (autonomía personal, igualdad, salud pública, etcétera), los legisladores deben recordar que la democracia constitucional en la que hemos decidido resolver nuestros más profundos desacuerdos morales implica aceptar algunas reglas deliberativas básicas. Estas reglas permiten identificar las características que deben tener aquellos argumentos para resultar atendibles.
En efecto, las razones por las que consideramos valiosas a la democracia y a la Constitución determinan que no cualquier argumento es legítimo a la hora de decidir, por ejemplo, sobre el alcance y los límites de los derechos de las personas. Si, además, se trata de decidir sobre un colectivo cuyos derechos han sido históricamente violados, como es el caso de las mujeres, y de una política pública vigente que castiga en forma desproporcionada a un grupo vulnerable (las mujeres pobres), la responsabilidad que les cabe de producir razones públicas para decidir en uno u otro sentido es mucho mayor aún.
Sin perjuicio de que todo puede ser dicho en el Congreso de la Nación, los legisladores tienen el deber de discriminar, entre todo lo que allí se dirá, qué argumentos cuentan porque constituyen razones públicas y qué argumentos no cuentan porque están fundados en prejuicios, gustos personales, reacciones emocionales, proposiciones que no resisten una prueba mínima de evidencia, o porque son inconsistentes con otros argumentos o conductas de quienes los enuncian. Un ejemplo de reacciones emocionales lo proporcionaron los expositores que mostraron videos de prácticas de abortos quirúrgicos y que transmitieron el sonido de las ecografías de sus propios embarazos. En definitiva, los diputados deben poder reflexionar y distinguir, en otros, pero especialmente en ellos mismos, la moral positiva o convencional de la moral crítica. Como dijera Ronald Dworkin en su famosa respuesta a Lord Devlin sobre la discusión de penalizar la homosexualidad en 1966: "Un legislador concienzudo a quien se le dice que existe un consenso moral debe evaluar las credenciales de dicho consenso".
En ese marco, las creencias personales de los legisladores, sean morales o religiosas, son absolutamente irrelevantes para este debate. La Constitución que juraron respetar y hacer respetar, y el sistema democrático que los puso donde están, les exigen que dejen aquellas creencias afuera del Congreso. ¿Es razonable que se escuche allí a las religiones? Sí, pero solo en la medida en que ofrezcan razones de las que cuentan. Lo que digan la Biblia, el Papa, la Torá o el Corán en relación con el comienzo de la vida no interesa en ese ámbito. El deber de los legisladores no es votar a conciencia. Su deber en una democracia constitucional, sea en este debate o en cualquier otro, es ofrecer razones públicas, es decir, argumentos imparciales que puedan ser aceptados en forma universal por cualquier persona autónoma, cualesquiera que sean sus creencias morales o religiosas.
Tampoco es una razón de las que cuentan el eslogan emocional: "Estoy a favor de la vida". No es este un argumento que pueda clausurar la discusión, sino una apelación vacía de contenido. Justamente, de lo que se trata es de asignarle valor normativo y consecuencias jurídicas a un gameto, a un embrión o a un feto. Pero ese valor normativo, como ya vimos, no puede derivarse de concepciones personales del bien, sean morales o religiosas. Solo dogmáticamente podríamos asignarle el mismo valor normativo a un gameto que a un embrión, a un embrión que a un feto, o a un feto que a una niña. Pero un dogma, como bien saben los legisladores, no es una razón.
La deliberación democrática presupone el valor de la autonomía personal y, a la vez, un criterio de valoración incremental: valoramos más a una niña que a un feto, a un feto más que a un embrión, etcétera. La razón por la cual valoramos en forma incremental a esos seres biológicos es que la ciencia nos indica no ya qué es una persona, pues ese no es su papel, pero sí qué características tiene cada uno de esos seres. Sabemos, a través de la ciencia, que los estados mentales y, por tanto, la capacidad de llevar adelante planes de vida de un embrión no son iguales a los de un feto, ni los de un feto a los de un niño.
Pero, además, lo que la penalización parcial del aborto que está vigente pone en riesgo es justamente la vida y la integridad física y emocional de las niñas, las mujeres y las adolescentes. Este tipo de razones de salud pública, junto a argumentos basados en los derechos constitucionales a la autonomía personal y a la igualdad, son los que deben impactar en la decisión que los legisladores deben tomar sobre cómo entender en forma incremental el concepto de persona humana. En consecuencia, sostener que una está a favor de la vida no es una razón y, en todo caso, podría servir para explicar un voto favorable a la despenalización y a la legalización del aborto.
Estar a favor de la vida, además, no le impidió al Congreso de la Nación sancionar el Código Penal de 1921, que no solo penaliza en forma distinta el aborto y el homicidio, sino que habilita el aborto en determinadas circunstancias que, precisamente, atienden a algunos aspectos de la autonomía de la mujer (su consentimiento, su integridad personal y su vida). Esperamos ahora que los legisladores reconozcan, por fin, otros aspectos de esa autonomía para que todas las mujeres de este país podamos elegir libremente nuestros planes de vida. Estar a favor de la vida tampoco le impidió al Congreso aprobar la ley de reproducción médicamente asistida ni la ley de donación de órganos. Detrás de aquel supuesto argumento hay, entonces, una inconsistencia lógica. Pero una inconsistencia lógica tampoco es una razón.
Los legisladores podrán debatir en los márgenes, otorgar así razones acerca de las causales de no punibilidad, los plazos, la objeción de conciencia, etcétera. Lo que no pueden hacer, al menos no sin violar los presupuestos de la tarea que les cabe como representantes de la democracia constitucional que juraron respetar, muchos incluso en nombre de us creencias religiosas, es dejar de lado la razón y esconderse en prejuicios, inconsistencias lógicas y dogmas religiosos para seguir condenando a miles de niñas, adolescentes y mujeres cada año a llevar adelante embarazos incompatibles con sus planes de vida, a atravesar la clandestinidad y el estigma de la persecución penal, a sufrir daños físicos irreparables, o a la muerte.
La autora es magíster y doctora en Derecho (Yale).